domingo, 20 de agosto de 2017



El domingo pasado, tras terminar de ver el partido entre el Barcelona y el Real Madrid me di una vuelta por Facebook. No debí hacerlo.
Me encontré a unos cuantos de mis contactos despotricando sobre los varios sucesos del partido y, a su vez, sus propios contactos echándoles en cara lo contrario o sumándose a la fiesta.
El clima era tenso, desagradable. El lenguaje, agresivo.
Me sorprendió un despliegue tan intenso de rabia y saña en tantas personas por algo tan trivial (y que adoro) como es el fútbol.  Era como si hubieran estado parapetados detrás de la maleza durante el último mes y medio sin liga esperando a que esta empezara. Como si esos dos equipos les dieran de comer.
Eso para mí ni es fútbol ni, por supuesto, es deporte.
Me dio por pensar (debería hacerlo menos, es cierto, al menos en verano) que toda esa manera de entender el fútbol es transmitida por esas personas a sus hijos que, sin duda, habrán estado delante mientras sus padres, tíos, abuelos, hermanos mayores, espumeaban por la boca ante el partido. Y estos hijos se comportarán del mismo modo cuando jueguen en el patio del colegio. Y los profesores tendremos que corregirles, que hay una cosa maravillosa que se llama deportividad, saber ganar y saber perder. Ay, si no fuera por los profes.
También me dio por pensar  (esa noche estaba lúcido) que si toda esa rabia, toda esa energía fuera usada por esas mismas personas  para defender sus derechos laborales o para protestar contra la corrupción y desvergüenza de nuestro gobierno, qué distinto sería nuestro singular país.
Tengo dos opciones: o dejo de pensar o me desentiendo del fútbol, al menos, de este fútbol.

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