El domingo pasado,
tras terminar de ver el partido entre el Barcelona y el Real Madrid me di una
vuelta por Facebook. No debí hacerlo.
Me encontré a unos
cuantos de mis contactos despotricando sobre los varios sucesos del partido y,
a su vez, sus propios contactos echándoles en cara lo contrario o sumándose a
la fiesta.
El clima era tenso,
desagradable. El lenguaje, agresivo.
Me sorprendió un
despliegue tan intenso de rabia y saña en tantas personas por algo tan trivial
(y que adoro) como es el fútbol. Era
como si hubieran estado parapetados detrás de la maleza durante el último mes y
medio sin liga esperando a que esta empezara. Como si esos dos equipos les
dieran de comer.
Eso para mí ni es
fútbol ni, por supuesto, es deporte.
Me dio por pensar
(debería hacerlo menos, es cierto, al menos en verano) que toda esa manera de
entender el fútbol es transmitida por esas personas a sus hijos que, sin duda,
habrán estado delante mientras sus padres, tíos, abuelos, hermanos mayores,
espumeaban por la boca ante el partido. Y estos hijos se comportarán del mismo
modo cuando jueguen en el patio del colegio. Y los profesores tendremos que
corregirles, que hay una cosa maravillosa que se llama deportividad, saber
ganar y saber perder. Ay, si no fuera por los profes.
También me dio por
pensar (esa noche estaba lúcido) que si
toda esa rabia, toda esa energía fuera usada por esas mismas personas para defender sus derechos laborales o para
protestar contra la corrupción y desvergüenza de nuestro gobierno, qué distinto
sería nuestro singular país.
Tengo dos opciones: o
dejo de pensar o me desentiendo del fútbol, al menos, de este fútbol.
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