jueves, 31 de agosto de 2017



No éramos especialmente temibles pero, como pandilla de barrio, estábamos muy unidos. Por su puesto, nuestro territorio era sagrado y lo defendíamos a pedradas. Recuerdo una batalla en especial contra los de la plaza Duggi. Perdimos y nuestro territorio quedó ubicado de la plaza para abajo. Éramos unos quince y yo ejercía, más o menos, de conciencia del grupo, de Pepito grillo. Siempre ponía alguna pega física o ética, sobre todo física, a lo que estuviéramos planeando, pero nunca me hacían caso. Eso no significa que yo no participara en, vamos a llamarlas, esas trastadas. Éramos, sobre todo, ruidosos y, en general, no teníamos muy mala idea. Rompimos cristales, dimos balonazos, accidentales, todo hay que decirlo, a algunos peatones y tiramos petardos, incluso contra los coches que pasaban. Vamos, lo normal. Lo más coñazo de la pandilla es que el líder siempre estaba con los jodidos retos, que si hacemos esto y que si subimos esta verja, que si le tiramos piedras al perro, que si tocamos timbres y salimos corriendo. Qué pereza.
Una de las cosas que más me gustaba era colarnos en el cine. Aquí, en mi tierra, existía hasta hace unos años, la mala costumbre de poner intermedios en los cines. En mitad de la película, sin aviso ni nada, la cortaban en seco. Era muy desagradable. Los espectadores salían, entonces, de la sala para comprar provisiones en la cafetería, momento en el que aprovechábamos nosotros para colarnos. ¿Cómo iba a recordar el acomodador todas las caras que habían entrado al principio? Y aunque reclamaran la mitad del ticket para volver a entrar, muchos lo perdían o lo tiraban, lo que favorecía siempre nuestra coartada. No recuerdo la cantidad de películas de las que vi su segunda mitad, en especial en verano, pero fueron muchas. Teníamos cuidado de no entrar con la sala llena, eso sí.
Y entonces sucedió.
Cada vez que salía de una película en la que me había colado, dedicaba el resto del día a imaginar cómo sería su primera mitad. ¿Cómo habrían llegado los personajes al punto donde yo empezaba a verla? Mi imaginación se disparó. A veces, pagaba por ver la película entera para ver si yo había acertado con la trama de esa primera mitad. De este modo, el cine, siempre el cine, contribuyó poderosamente a que quisiera convertirme en escritor. Y en eso sigo, imaginándome historias, pero enteras, no por mitades.

lunes, 28 de agosto de 2017



Crecí viendo esta película.
La habré disfrutado unas doscientas veces (no exagero),  y las que quedan.
Pues cada vez que la veo (atención spoiler), siempre creo que el personaje de Steve Mcqueen logrará saltar la valla de la frontera con Suiza.
¿Por qué lo sigo creyendo ciegamente a pesar de haberla visto en tantísimas ocasiones?
Hay dos motivos.
Uno, obvio, es que se trata de una película extraordinaria.
El otro motivo es porque, ante una meta tan imposible como  es saltar esa alambrada, el teniente Virgil Hilts no pierde la esperanza. Aunque sea una locura, aunque tenga todos los elementos en contra, como los tiene, lo intentará.
Y entonces es cuando me doy cuenta de que yo soy el teniente Virgil HIlts; que él vive en mí y yo en él. Que yo no pierdo nunca la esperanza y que lo seguiré intentando hasta el último de mis días.
Nota aclaratoria: la alambrada simboliza, en mi caso, a las editoriales.

viernes, 25 de agosto de 2017



Machado
Cuando tu ideología política te fanatiza entras en una metamorfosis de embrutecimiento y estupidez. Desde luego, hay ideologías políticas que ya nacen fanatizadas, pero la mayoría no. Sin embargo, eso no les exime de poder embrutecerse, porque hay que perder realmente el sentido de la decencia, de la coherencia y de la memoria histórica para pretender quitar el nombre de Antonio Machado de una plaza acusándole de pseudocultura franquista. Pero esperad, porque según el informe que encargó el ayuntamiento de Sabadell para sustituir los nombres de sus calles, en la lista entran Quevedo, Góngora, Espronceda, Goya, el Dos de Mayo y unos cuantos más. Todos formando parte de un modelo pseudocultural franquista. Un informe pagado con dinero público.
Algo más tarde, y ante las lógicas reacciones de repulsa de los que aun conservamos el sentido común, (más de los que imaginaba el redactor de ese informe) el alcalde de Sabadell nos ha anunciado que “Machado se queda”. Oh, gracias, su ilustrísima, por concedernos tan magnánimo perdón. Cuán ecuánime es usted, alabado sea el Señor.
Cuando una ideología  democrática se fanatiza, idiotiza a todo al que toca, incluido cargos públicos.
Ya lo decía Schiller, “contra la estupidez los propios dioses luchan en vano”

domingo, 20 de agosto de 2017



El domingo pasado, tras terminar de ver el partido entre el Barcelona y el Real Madrid me di una vuelta por Facebook. No debí hacerlo.
Me encontré a unos cuantos de mis contactos despotricando sobre los varios sucesos del partido y, a su vez, sus propios contactos echándoles en cara lo contrario o sumándose a la fiesta.
El clima era tenso, desagradable. El lenguaje, agresivo.
Me sorprendió un despliegue tan intenso de rabia y saña en tantas personas por algo tan trivial (y que adoro) como es el fútbol.  Era como si hubieran estado parapetados detrás de la maleza durante el último mes y medio sin liga esperando a que esta empezara. Como si esos dos equipos les dieran de comer.
Eso para mí ni es fútbol ni, por supuesto, es deporte.
Me dio por pensar (debería hacerlo menos, es cierto, al menos en verano) que toda esa manera de entender el fútbol es transmitida por esas personas a sus hijos que, sin duda, habrán estado delante mientras sus padres, tíos, abuelos, hermanos mayores, espumeaban por la boca ante el partido. Y estos hijos se comportarán del mismo modo cuando jueguen en el patio del colegio. Y los profesores tendremos que corregirles, que hay una cosa maravillosa que se llama deportividad, saber ganar y saber perder. Ay, si no fuera por los profes.
También me dio por pensar  (esa noche estaba lúcido) que si toda esa rabia, toda esa energía fuera usada por esas mismas personas  para defender sus derechos laborales o para protestar contra la corrupción y desvergüenza de nuestro gobierno, qué distinto sería nuestro singular país.
Tengo dos opciones: o dejo de pensar o me desentiendo del fútbol, al menos, de este fútbol.

jueves, 17 de agosto de 2017



El humor es el mejor barómetro de la libertad de expresión.
Se me ocurren un par de cuestiones al respecto.
¿Sabemos reírnos de nosotros mismos?
No, en general no. Hay una variante muy extendida en España que es la de sabernos reír de nosotros mismos mientras el chiste o la broma la hagamos nosotros mismos. Si la hace otro, ya no nos hace tanta gracia.
¿Podemos reírnos de todo?
Aquí es donde aparecen las discrepancias más acentuadas. A medida que más medios tenemos para expresarnos, más miedos (ambas palabras, miedos y medios se escriben con las mismas letras; curioso) tenemos a hacerlo, y el humor es un claro síntoma. Hemos llegado a un punto de temer ofender a todo dios y debemos hacer malabares para poder hacer reír o para poder criticar u opinar. Es muy contradictorio, porque en vez de avanzar en libertades, retrocedemos. Es como si nosotros mismos destruyéramos a la propia democracia  que nos permite expresarnos libremente porque nos ofende todo.
Hay chistes que no lo son, se miren por donde se miren y se cuenten a quien se cuenten. No es humor. Pasan la línea y se convierten en barbaridades que, quizás, y solo quizás, definan al autor.
Pero la mayoría del humor no es más que la necesidad de reírnos de nosotros mismos, por lo que las dos cuestiones anteriores se acoplan perfectamente.
Os pongo dos ejemplos: en 1981 empezó a emitirse en España la maravillosa serie británica Fawlty Tower. En ella, uno de los camareros era un inmigrante de Barcelona que hablaba un inglés macarrónico y que siempre decía “¿qué?”, cada vez que le hablaban. En el doblaje español lo convirtieron en italiano (y estamos hablando de 1981) para no ofender a los españoles y, más en concreto, a los catalanes. Precisamente, el doblaje resultó tan complicado al convertirlo en italiano que TVE solo emitió la primera temporada. Años más tarde, la emitió la televisión catalana entera pero, oh, el personaje de Manuel (así se llamaba este camarero de Barcelona) se convirtió, por obra y gracia del doblaje, en mexicano.
Desde luego, era un claro síntoma de lo que se nos venía con lo políticamente correcto.
El otro ejemplo es Benny Hill. Recuerdo partirme de la risa cuando lo vi por primera vez, hace muchos años, sobre todo la primera etapa (la segunda etapa evidenció una decadencia en el humorista realmente penosa). Su humor era muy gráfico, muy visual, muy de cine mudo, aunque añadiendo la sexualización de la mujer en parte de sus sketches.
¿Alguna cadena se atrevería a emitirlo ahora?
¿Ya no es humor o ya no es políticamente correcto?
¿Antes no ofendía y ahora sí?
¿Hemos cambiado tanto? ¿En qué sentido?
¿Ahora somos críticos con lo que antes no lo éramos?
¿Éramos más burros antes?
¿Antes sabíamos reírnos de todo y ahora nos ofende todo?
¿Ya no sabemos distinguir la línea entre el humor y la ofensa?
Estoy seguro de que hay maravillosos y válidos argumentos para contestar estas preguntas, pero, aún así,  me seguiría preocupando el camino que estamos cogiendo.
Por cierto, yo me sigo riendo, y mucho, con la primera etapa de Benny Hill.