En esta página hallaréis los primeros capítulos de mis novelas publicadas, "Mis ojos llenos de ti", "Clara dice" y "Los trenes perdidos". Aparecen este orden.
MIS OJOS LLENOS DE TI
Una entre un millón
Te diré una cosa: un día, un
conocido de mi foro de internet, no importa su nombre, entró en una gasolinera
tarareando el comienzo del estribillo de “Let the Midnight Special” de los
Creedence y, cuando llegó al mostrador, la cajera le respondió con el siguiente
verso del mismo. En serio, seamos
honestos, ¿qué posibilidades hay de que eso te ocurra con una canción de los
Creedence, aquí, en España? ¿Hace falta una explicación para entender que estaban
hechos el uno para el otro? ¿Les hizo falta el móvil, una cena, un paseo
romántico cerca del mar? No, rotundamente no.
Lo suyo fue un flechazo instantáneo. Mi historia de amor, sin embargo,
tardaría algo más en gestarse.
¿No te huele raro?
Nací entre muertos y he crecido
entre ellos. Es lo que tiene ser hijo del enterrador y de la florista del
cementerio. Para ambos fue, por lo visto, una cuestión hereditaria: el padre de
su abuelo era…, y su hijo fue…, etcétera, etcétera. ¿Y yo?, ¿qué soy yo? ¿Un
florista?, ¿un enterrador? No lo sé. Lo que sí es una certeza es que siempre
fui el hijo del enterrador. Nunca en el colegio me llamaron el hijo de la
florista, aunque casi lo agradecía; no puedes presumir de virilidad si para
todos eres el hijo de la florista.
Así como no me costó entender el objetivo
de la profesión de mi madre, con la de mi padre lo tuve algo más difícil.
-¿Por qué llora toda esa gente a
esa caja grande?
Mi padre era hombre de pocas
palabras. Nunca me tocó, ni para la ira ni para el afecto, pero yo era
demasiado pequeño para detectar lo insoportable que se le hacían ese tipo de
cuestiones, y mucho más si era en la hora del almuerzo y aparecía Jesús Álvarez
con su sección de deportes en el telediario.
-Bueno, Leo- mi madre siempre
usaba mi diminutivo, al contrario que mi padre que parecía querer gastar mi
nombre con su voz cavernosa cada vez que me llamaba- En realidad, no lloran a
la caja- me decía sirviendo el postre. Era una gran repostera.
-Sí, yo lo vi, lloraban a esa
caja.
-¿Por qué has llevado al niño
contigo? Es demasiado pequeño- le reprochó a mi padre.
-Cuando quise darme cuenta estaba
detrás de mí y de Berto.
Berto era su ayudante, además de
su hermano. Tradición familiar. Si mi padre no sabía lidiar con niños, a Berto
parecían salirle sarpullidos solo con mi presencia.
-Mira, Leo- continuó mi madre-,
no es a la caja a quien lloran sino a lo que hay dentro.
Mi madre poseía una inconsciencia
única para despertar mi curiosidad.
-¿Y qué hay dentro?
La pobre quedó muda, estancada,
como un actor que pide ayuda desesperadamente al apuntador.
-Mira, Leonardo- intervino mi
padre para zanjar el asunto-, coge el postre-lo interrogué con la mirada-. Coge
el postre, eso es. Ahora huélelo, ¿no te huele raro?
Inocente, ¿cómo iba a imaginar yo
la trampa en la que estaba a punto de caer? Me llevé aquel hermoso trozo de
tarta de chocolate y nata a la nariz, momento en el que mi padre empujó mi mano
hacia ella estallándome el dulce en toda la cara. Reconozco que tuvo su gracia,
pero mi padre ni se inmutó. Qué raro era. Ni siquiera apartó la vista de su
querido deporte del telediario. Yo lloré. Como es natural, no entendí que
aquello no había sido más que una broma. Lo interpreté como una agresión. No me
había hecho daño, pero mi angustia la provocaba el estar seguro de no haber
hecho nada malo. Solo estaba preguntando.
-Oh, qué bruto eres- le espetó mi
madre-. Ven, ven, Leo, querido, ven que te limpie la cara.
Lo cierto es que el objetivo de
mi padre se había alcanzado plenamente pues había olvidado yo el llanto de la
gente, la caja grande y mis preguntas, al menos hasta la noche. En cuanto apoyé
la cabeza en la almohada, la última respuesta de mi madre regresó a mi mente
dispuesta a despertar mi imaginación. Ni que decir tiene que no tardó en
conseguirlo. “La gente llora a lo que hay dentro” Lo repetí
varias veces hasta ver aquellas cajas, enormes a mi vista, llenas de
codiciados y añorados tesoros.
Tira
mi ropa
Sonia,
Sonia, ¿no reaccionas? Sigues
en la cama pensando en la soledad de tu hija, aunque en realidad tus
pensamientos vuelan hacia mi imagen. Qué guapo era; siempre te lo decían tus
amigas, y tú lo confirmabas orgullosa. Reacciona, Sonia, levántate y ve a
hablar con nuestra hija. No puedes, tu cuerpo se ha anquilosado, tu cerebro se
paraliza. Te sientes desbordada. ¿Por qué no estoy?, ¿por qué ese maldito
cáncer? Sí, ya lo sabes, yo mismo te lo decía: nada de preguntas sin
respuestas. Lo importante es Sandra, apóyate en ella; nuestro fruto ha de
servirte para recomponer tu vida. Lo intentaste, sé que lo hiciste. Hasta hoy
mismo pensabas que tu existencia cogía camino, incluso hasta habías empezado a
acceder a las presiones bien intencionadas, aunque alguna incordiante, de tus
amistades para que conocieras hombres. Rechazas las páginas de internet que te
aconsejan; siempre te gustó ver la cara de la gente. Piensas en aquel bar,
¿verdad?
Nos conocimos en ese bar, la
noche de un sábado. Yo estaba más locuaz que de costumbre, o quizás había
bebido más de lo acostumbrado, no sé; el caso es que te gusté, el caso es que
nos enamoramos. Nada ocurrió ese fin de semana, ni los siguientes, pero nos
conocíamos un poco más cada sábado en ese bar, en ese trozo de barra, sin que
hubiéramos fijado una cita previa. Sabíamos que allí nos encontraríamos.
Sonia, Sonia, olvídame. Tu hija
te necesita más que nunca. Piensa, trata de recordar. Te di una caja antes de
morirme. Recuérdalo, haz el esfuerzo. No. Te das media vuelta y sigues
llorando. Tu mirada cae en la fotografía de la mesa de noche. ¿Nuestra última
fotografía? Sonreíamos, a pesar de todo. Mi sonrisa era sincera, de
agradecimiento puro por la vida, por haberte conocido, por darme una hija
maravillosa. La tuya era una sonrisa desconsolada, feliz, pero turbada por mi
final tan próximo como injusto. De fondo, los canales de Venecia. Siempre lo habíamos
postergado y cuando nos dijeron el diagnóstico no tardamos ni un día en ir a la
agencia de viajes. Recuerdo la mirada extraviada, confusa, de la dependienta al
ver tus lágrimas mientras decidíamos el hotel y yo le decía que llorabas de la
emoción. No reparamos en gastos. Normal, iba a ser nuestro último viaje. ¿Y la
niña?, ¿con quién la dejaríamos? Con tus padres.
Retienes tu mirada en esa
fotografía. Deberías quitarla de ahí, ponerla en un sitio menos visible; quizás
en un cajón debajo de mi ropa. Aún no has tirado mi ropa. Sonia, han pasado
tres años. Céntrate. Nunca me haces caso. Qué tozuda podías llegar a ser, como
cuando te empeñabas en que el coche te cabía en ese sitio y acabas aparcándolo
después de cuarenta maniobras; y la sonrisa de satisfacción que me echabas
cuando lo conseguías. Alargas la mano
hasta que tus dedos alcanzan mi rostro. Quisieras que ese cristal que protege
la foto, y que con tanto esmero siempre limpias, fuera mi piel. Lo haces cada
noche. Ojalá el descubrimiento que has hecho hoy te sirva para empezar de
nuevo. Descubrimiento doloroso, pero quizás sea una catarsis. No sé, es mi
esperanza.
Solo unas castañuelas de Sevilla
Fue en la escuela donde primero
detectaron el don con el que Sandra había nacido.
-¿Está
seguro de eso?- preguntó su padre gratamente sorprendido.
Sandra
tenía siete años, o quizás no los había cumplido todavía. El caso es que la
profesora de música la hizo venir al despacho del director, alegrándose mucho
de ver a sus padres ahí. Todos notaron la efusividad del abrazo con su padre y
el saludo alegre, aunque monótono, quizás distante, que tuvo con su madre.
-Sandrita,
querida- empezó la profesora de música-, ¿por qué no tocas la melodía que nos
enseñaste ayer?
Sandra
miró a su padre, quien le confirmó su permiso con la mirada. Se acercó al
pequeño teclado que había sobre la mesa del director y empezó a tocar con la
mano derecha. Su padre no tardó en tararearla.
-La
conozco, es el himno de la alegría- dijo él feliz por lo que estaba viendo.
-Sí,
de Beethoven- puntualizó presta la profesora-. Muy bien, Sandra, puedes parar;
lo has hecho muy bien.
Sandra
obedeció sentándose en las piernas de su padre.
-Muy
bien, Sandra- la felicitó su padre estampándole un sonoro beso en la mejilla-,
la has aprendido muy bien. ¿No sabía que les enseñaran desde tan pequeños a
tocar instrumentos?- dijo mirando a la profesora.
-Verá,
ese es el caso. Nadie le ha enseñado.
El
silencio invadió la habitación, aunque no por mucho tiempo.
-¿Có-cómo?,
¿qué quiere decir?- preguntó el padre.
-Nosotros
no se lo hemos enseñado- le contestó el director con ganas de intervenir desde
hacía tiempo-, ¿se lo han ensañado ustedes?
-No,
claro que no, ni siquiera tenemos instrumentos en casa- se apresuró a contestar
la madre.
-Bueno,
unas castañuelas de nuestro viaje a Sevilla, pero con eso no se aprende a tocar
un teclado, ¿no?- añadió en tono de broma el padre.
-No
es una melodía difícil de aprender y de tocar- añadió la profesora de música-,
lo sorprendente es que lo haya hecho de oído y a la primera. Les puse esa
audición y mientras hacíamos unos ejercicios, Sandra se levantó de su sitio, se
acercó al teclado y la tocó.
Los
allí presentes miraron asombrados a la niña, quien sonrió como si hubiera hecho
una trastada.
Al
salir de la reunión, Arturo y Sonia se apresuraron a tomar un café en el primer
bar que encontraron. Ambos llevaban varios minutos sin hablarse, absortos
seguramente en la experiencia recién vivida.
-Es
asombroso, ¿no crees?- dijo él rebañando con la cuchara los restos de café del
vaso, algo que no soportaba su esposa.
-Sí
que lo es- dijo ella con más pesar que admiración.
-¿Ocurre
algo?- preguntó Arturo tras detectar el sabor de aquellas palabras.
-Nada,
que sé en lo que estás pensando.
-Pues
imagino que en lo mismo que estarás pensando tú.
-¿Sí?,
¿estás pensando que a pesar de lo que acabamos de ver vamos a continuar con
nuestra idea de meter a Sandra en ballet?
-¿En
ballet?- dijo él casi con desprecio.
-¿Ves?,
no estabas pensando lo mismo que yo.
-Pero
amor, ¿quién puede estar pensando en el ballet después de lo que hemos visto?
-Baja
la voz, ¿quieres?
-Lo
lógico- continuó él en tono más moderado- es que probemos con algún
instrumento. El piano, supongo.
-Pero
habíamos hablado del ballet- protestó ella con pesar.
-¿Por
qué?, ¿Porque tu madre y tú fuisteis
bailarinas y hay que mantener la tradición?
-Pues
sí- contestó Sonia molesta-, me hace mucha ilusión y lo sabes perfectamente.
¡Que hay un viejo dentro!
Así que lloraban al interior de
las cajas. ¿Pero qué podía ser? Los rostros compungidos en dolor, las lágrimas
inclementes, incluso personas que se derrumbaban justo en el momento en que mi
padre empezaba con la pala o introducía con tío Berto la caja en una pared. Era
imposible que yo pudiera conciliar el sueño con el nuevo dato aportado por mi
madre.
No
duré ni dos vueltas en la cama. Me levanté al amparo de la noche. La oscuridad
era mi mejor aliada y el silencio mi única estrategia. Recuerdo haber sonreído
al pasar delante del dormitorio de mis padres. Menudos ronquidos, ambos. La
sensación me resultaba familiar. Entonces vino a mi mente la película de sesión
de tarde que habían echado en la televisión. Me sentía como un pirata, o como
un ladrón; como un ladrón bueno, se entiende, que los había, al menos en aquel
film.
El
frío me golpeó en la cara pero no consiguió echarme atrás. Sin embargo, todo
aquel ímpetu inicial reconozco que se me fue atenuando a medida que me alejaba
de mi casa, y no entiendo por qué, pues en aquel momento desconocía yo el
significado de lo que era una tumba y jamás había escuchado historias de
horrores nocturnos o de zombis. Imagino que la oscuridad se ocupaba ella solita
de hacer mella en mi corazón de intrépido. Me agaché en aquella inmensa losa de
mármol con la que mi padre había terminado de encerrar la caja aquel día.
Imposible abrirla. Aún recuerdo su tacto tan frío como suave, una contradicción
que incluso con aquellos años llamó mi atención. Por aquel entonces empezaba en
mis primeras letras, de modo que me esforcé por leer lo escrito en la losa.
“Yace”, “alma”, “Señor”, ¿qué era todo aquello? Podía leerlo pero no entendía
su significado.
Suspiré
desilusionado. Mi aventura acababa en aquel punto. ¿O no? Vi luz donde mi padre
o tío Berto solían quedarse algunas noches, algo que tampoco me sabían
explicar, aunque insistían siempre en que jamás apareciera por ahí. Sabiendo
que era mi tío quien estaba aquella noche, sonreí y corrí como un jabato. Mi
respiración se agitaba al punto de poder delatarme. Tuve que contener las ganas
de reír al ver a mi tío sentado, con las manos sobre su inmensa barriga y la
cabeza hacia atrás roncando más fuerte incluso que mis padres, juntos. Asomé mi
pequeña e inquieta cabeza: nadie. Entré con la emoción apunto de desbordárseme
y pasé junto a mi tío sin despertarle. Ahora solo faltaba entrar en la
siguiente estancia.
Mi
cabeza volvió a asomarse mostrando una sonrisa que tenía mucho de pícara. Solo
había una persona. Curiosamente, también dormía. Quizás aquel pequeño edificio
no fuera más que un sitio para dormir. Hice una mueca de incomprensión, pues
con aquella conclusión mía entendía todavía menos las razones por las que mis
padres me prohibían acercarme siquiera a él. La otra persona no roncaba. Debía
de estar sumida en un sueño muy profundo pues ni su respiración podía
escucharla. Sin embargo, lo que más me sorprendió, lo que me hizo acercarme a
él era el lugar que había elegido para dormir y el pijama que llevaba.
Me
acerqué con tanto sigilo que pensaba estar pisando el aire. Se trataba de un
hombre mayor, blanco, muy blanco, el hombre más blanco que jamás hubiera vito
en mi corta existencia. Vestía unas ropas muy similares a las de mi padre
cuando fuimos a la boda de mi tío Berto. Tenía que ser muy incómodo dormir con
aquello puesto. Pero lo que me maravillaba era que estaba durmiendo dentro de
una de las cajas por las que la gente tanto lloraba. Me rasqué la cabeza no sé
cuánto tiempo tratando de hallar una explicación lógica. Al fin lo logré;
estaba claro. Aquel hombre de edad avanzada ocupaba esa caja para custodiar
aquello de tanto valor que mi madre me había dicho que encerraban. Era lógico
que se hubiera dormido en medio de la noche. Si alguien quería robar en su
interior tendrían primero que despertarlo. Era perfecto. Sonreí ante la astucia
del anciano y me fui con el firme propósito de presentarme muy de temprano al
día siguiente para comprobar qué tipo de tesoro se guardaba en las cajas.
Deshice el camino con la facilidad que lo había hecho y, sin apenas percatarme,
mi cabeza volvía a reposar en la almohada. Cerré los ojos y me dormí como un
angelito.
Sucede
que cuando queremos despertarnos a una hora determinada y nos acostamos con la
firme determinación de que ello suceda, no es necesario despertador alguno para
lograrlo. Viví por primera vez semejante sobrenaturalidad aquella mañana. No
tenía yo una idea clara del significado de la hora pero sabía perfectamente que
necesitaba abrir los ojos con los primeros rayos del sol. Así sucedió. Sabía
muy bien que las cajas solían enterrarlas antes del mediodía; incluso había
habido ocasiones en que mi padre y tío Berto habían estado muy ocupados
enterrando más de dos de esas enormes cajas en una mañana.
Sin
el tiempo, ni la vergüenza, de salir en pijama al cementerio, corrí veloz hacia
la habitación de las cajas. Rabié al ver unas cuantas personas reunidas en la
puerta. De nuevo esa seriedad, esa tristeza que acompañaba siempre a las cajas.
Una de las mujeres allí presentes lloraba desconsoladamente en el hombro de un
joven. Pensé que lo que habían guardado
en la caja debía de ser de gran valor y más ganas me entraron de verlo.
Descartada la puerta, corrí hacia la ventana. Imposible encaramarme a ella.
Ocurría por aquel entonces que yo era un niño muy vivaz, no como ahora, y de
inmediato surgió una idea para escalar al alfeizar. No lejos de ahí, mi padre
había ido reuniendo ladrillos de las distintas reformas y ampliaciones del
camposanto. La primera parte de mi plan, correr hasta los ladrillos, se
desarrolló sin demora; la segunda parte, trasladar el ladrillo hasta la
ventana, fue otro cantar. Resoplé aliviado cuando conseguí llegar con él hasta
la ventana. Cuál sería mi sorpresa al ver que de ninguna de las posiciones
posibles en las que colocaba el ladrillo podía yo alcanzar la ventana. Mis
manos, sí, llegaban al alfeizar, pero, por mucho que lo intentaba, no podía
encaramarme. De vuelta a por otro ladrillo.
Qué
alegría cuando mi cabeza pudo alcanzar la ventana y mirar al interior; cuánto
asombro al encontrar que en el espacio de tiempo en el que había estado ocupado
con los ladrillos, se había reunido en aquella habitación un enorme número de
personas. Apenas alcanzaba a ver la caja. Sonreí, aunque seguidamente me
extrañé, al ver que el anciano seguía dormido en la caja. ¿Cómo no se despertaba
con todo aquel murmullo y llanto? De pronto sonó una especie de campanilla, que
en el fondo me resultaba familiar, y vi cómo mi padre y tío Berto entraban en
la habitación. Aquella mujer que había visto llorar minutos antes pareció
entender bien el significado de la presencia de mi padre pues su llanto se
intensificó considerablemente hasta llegar a lo desgarrador. Lo menos debía de
haber unos tres tesoros juntos en aquella caja.
Lo
que sucedió entonces me dejó helado. Mi padre y Tío Berto habían cogido la tapa
de la caja y la habían cerrado, ¡con el anciano dentro! ¿Pero cómo no se habían
dado cuenta? Me quedé tan impresionado que no pude articular palabra,
simplemente señalaba a la caja pensando así conseguir que alguien mi hiciera
caso. Pero todos estaban demasiado ocupados con lo que allí acontecía para
darse cuenta de mi presencia. Mi padre hizo una señal con la cabeza y unos
cuantos hombres se acercaron a la caja para cogerla. Justo en el momento en que
empezó a salirme la voz, los ladrillos sucumbieron al precario equilibrio en el
que los había colocado y caí al suelo. No me hice daño, o sí, no me acuerdo. Lo
prioritario en aquel instante era avisar de la locura que estaban cometiendo
todas aquellas personas.
Corrí
hacia la entrada de la habitación para encontrarme con una pared humana.
Imposible penetrarla. Por mucho que grité que me dejaran pasar no hubo forma de
avanzar más de dos metros. Como ya dije antes, mi cerebro funcionaba muy
deprisa en aquella época, ahora está demasiado acomodado, y pronto entendí que
la mejor opción era rodear el cementerio para llegar a ellos de frente.
Entonces sí que podría hacerme oír, podría detener semejante barbaridad y
además todos me lo agradecerían; quién sabe si incluso mi madre me haría alguno
de sus maravillosos dulces. Avancé tan
veloz y ligero como el más veloz y ligero de los elfos. No recuerdo cuántas de
aquellas lápidas pisé para atajar camino, cuantas flores tiré o aplasté. Pensé
que la ocasión lo merecía. El caso es que en menos tiempo del que me di cuenta,
tenía a la comitiva de frente.
Frené
en seco: mi padre había abierto la caja. Menos mal, pensé, ahora saldría el
anciano. Pero no se movió, ni siquiera cuando sobre él mi padre arrojó un polvo
blanco que hizo apartar la mirada a más de uno. ¡Volvían a cerrar la caja!,
¿pero cómo era posible? ¿Estaban todos ciegos? Tío Berto entendía a la
perfección cada gesto de su jefe. En su profesión el silencio era
imprescindible. Viendo la mirada de mi padre se situó delante de la caja y,
ante una nueva señal, ambos la levantaron con una agilidad que siempre me
pareció sobrehumana.
-¡No,
no, párate, no lo hagas!
No
era ningún familiar quien gritaba esas palabras. Ay, sí, era yo corriendo hacia
mi padre.
-¡Que
hay un viejo dentro, que hay un viejo dentro!
Repetía
tirando de la camisa de mi padre. Los presentes no terminaban de creer lo que
estaban viendo. Un enorme “oh” exclamativo surgió de sus bocas al ver cómo
tanto tío Berto como mi padre perdían el equilibrio justo en el momento en que
introducían la caja en un agujero de la pared. Todavía hoy me pregunto cómo fue
capaz de mi padre de, con una sola mano, enderezar el rumbo de la caja y con lo
otra mano cogerme de la oreja. Así me llevó de camino a casa no sin antes
disculparse ante los familiares por mi comportamiento.
-¡Que
hay un viejo dentro, que hay un viejo dentro!- repetía yo angustiado y mirando
hacia atrás.
El blanco de tu yeso
Por fin te levantas, Sonia. Has
descubierto que nuestra hija está sola, que no tiene amigos. Te preguntas cómo pudo
engañarte todo este tiempo; te castigas demasiado tachándote de ciega. Sandra
es inteligente, jugó bien sus cartas. Incluso te engañó en tus propias narices
cuando la dejaste en el cumpleaños de una de sus compañeras de clase. Ahora lo
piensas: viste cómo se despedía con la mano en la puerta de la casa pero no la
viste entrar. ¿Dónde fue entonces? Tiemblas al imaginártela vagando por un
parque o en la soledad de una biblioteca pública. Vuelves a hundir tu cabeza en la almohada.
No, no se trata de eso, Sonia. Se trata de afrontar la situación. Ve a hablar
con ella.
Llego
a pensar que me has escuchado pues te incorporas; por fin. Caminas hacia el
cuarto de Sandra. El siguiente paso es más difícil, ¿verdad? Tu puño se queda a
un centímetro de la puerta. Dudas. ¿Debes tocar o entrar directamente? La
educación te dicta lo primero, pero eres su madre. No hay barreras entre padres
e hijos. Decides tocar. En mi opinión te has equivocado: tocando le estás dando
la opción de que te rechace. Yo hubiera entrado directamente, sin mediaciones.
-¿Sí?-
la oyes decir al otro lado con voz débil.
-¿Puedo
entrar?- le preguntas con miedo.
Ahora
es el silencio lo que obtienes por respuesta. Te dije que no tocaras. Vuelves a
cerrar la mano y cuando estás a punto de golpear, he aquí que nuestra hija abre
la puerta. No te dice nada, pero al menos te ha abierto. Entras y no sabes
dónde sentarte, ni siquiera sabes cómo plantear la situación. Ella se sienta en
la cama con el arco del violonchelo en la mano.
-Intenté
tocar-dice señalando al instrumento-, pero con este maldito yeso es imposible.
-Bueno,
dos semanas más. No es mucho tiempo.
-Dos
semanas más- se queja Sandra sin apartar los ojos del violonchelo-, es una
eternidad.
El
silencio se impone de nuevo. No sabes dónde posar los ojos.
-¿Cómo
te diste cuenta?- te pregunta ella a bocajarro.
-Tu
yeso- le respondes.
Ella
se mira el brazo derecho sin comprender cómo has podido descubrir á través de
su yeso que es una marginada. Confieso que también a mí me tienes en ascuas.
Decides darle la explicación antes de que te lo pregunte.
-Te
estaba esperando en la puerta del colegio. Desde el coche podía ver algunos
niños jugando en el patio. Dos de ellos tenían el brazo escayolado. Me fijé que
a ninguno de los dos apenas le podía distinguir el blanco del yeso. Lo tenían
completamente firmado; de hecho, había un niño en ese momento buscando algún
rincón donde poder escribir. Entonces pensé que tú llevabas dos semanas con el
yeso y el blanco seguía intacto.
Vaya,
me has dejado tan blanco como ese yeso. Creo que yo no hubiera podido
relacionarlo como lo has hecho tú.
-Qué
casualidad- empieza Sandra a decir sin quitar los ojos de su escayola-,
precisamente hoy pensé en escribir algo en el yeso para que no sospecharas.
Te
llevas las manos a la boca. Tienes ganas de llorar. Lo sé, conozco bien esas
cejas que descienden en busca de la nariz cuando tus lágrimas están por
desbordarse.
-¿Desde
cuándo te pasa esto?
-¿Quieres
decir desde cuándo soy una marginada?- escupe ella ya sin cortesía- No lo sé,
no tengo ni idea; solo sé que un día me quedé sin amigas.
-¿Pero
cuánto hace de esto?, ¿un mes?
A
Sandra se le escapa una sonrisa. En
su expresión ves lo ciega que has estado con ella.
-¿Un
mes? No veas cómo me dolía cuando duraba un mes. Después de tres años ya ni me
afecta.
Te
congelas. Tres años es mucho tiempo para una adolescente de quince.
-¿Pero
cómo no me lo dijiste?- protestas ahogada por las primeras lágrimas.
-¿Para
qué?, ¿para que hablaras con la directora y las cosas fueran a peor? Además, tú
y yo no es que hablemos mucho.
No
sabes lo que es boxear, no sabes lo que es que la sangre te baje de la frente y
te nuble la vista; no sabes lo que se sufre cuando el hígado se hincha de tanto
golpe, pero imaginas que debe de ser lo mismo a cómo te sientes justo ahora. Te
ha dicho una gran verdad. Llevo advirtiéndolo no sé cuánto tiempo: estás
perdiendo a Sandra; la pierdes por momentos. Decides no entrar en ese tema.
Quieres centrarte en lo que has descubierto hoy.
-¿Y
no tienes ningún amigo?- preguntas esperanzada-, ¿ni siquiera en el
conservatorio?
-Mamá,
en el conservatorio no se hacen amigos. Ahí cada uno va a lo suyo.
-¿Y
en el instituto?
Sandra
calla; da la sensación de que quiere decirte algo, hablarte de su amigo, pero
se lo guarda. Su silencio te conduce a una cuestión que te gustaría eludir pero
que tienes que plantear.
-¿Alguien
te ha pegado?
Sandra
vuelve a mostrar esa sonrisa vencida.
-Ojalá.
No, mamá, no me han tocado, no te preocupes.
CLARA DICE
Editorial E-Litterae
La podéis adquirir en páginas como la de La Casa del Libro o Amazon.es, así como un largo etc. Solo tenéis que poner el título de la obra en Google. Del mismo modo, la podéis adquirir en las principales librerías de vuestra localidad.
I
Mi psiquiatra siempre me
recomendó que te escribiera; decía que sería bueno para desahogarme; que con
las sesiones y el tratamiento no bastarían. Claro que no bastarían; ni un
millón de sesiones y pastillas servirían para sustituir tu presencia, tu olor,
tu sonrisa, tu voz. Sin embargo, y a mi pesar, algo de razón debía de tener
porque al escribirte siento que te tengo más cerca. Llevo horas delante del
papel sin saber qué contarte exactamente. La pluma resbala impaciente por mis
dedos, pero es que no quisiera agobiarte describiéndote mi sufrimiento; no
sería justo, especialmente ahora que sé la verdad. ¿Cómo culparte? Durante
mucho tiempo, más del que pude soportar, sentí que yo había sido la única
culpable de tu pérdida; ni siquiera quise compartir esa responsabilidad con tu
padre. Me hundí y no permití que nadie me ayudara a levantarme. Viajé a un
infierno del que aún no he podido escapar del todo. Quizás contarte mi historia
sea el último empujón que necesite para poner en paz mi conciencia.
Aquel día me acompañó al trabajo
un presentimiento. Ni siquiera podría
calificarlo como tal; era una sensación extraña, un vacío que insistía en
distraerme. Había algo que no me encajaba
y me fastidiaba no dar con ello, como cuando quieres dar con un nombre y se te
queda estancado en la punta de la lengua.
-Mami, hoy no me encuentro bien.
Reconocí al momento esa
expresión de tu rostro.
-¿La regla, cariño?
Casi no te salió la voz.
Asentiste como buenamente pudiste y te inclinaste por el dolor hasta recostarte
de nuevo en la cama.
-¿Quieres que llame al instituto
y diga que hoy no vas?
Volviste a asentir, aliviada con
mi sugerencia.
-Pero te quedarás sola todo el
día.
-Mamá, ya soy mayor.
Te sonreí ilusionada ante el
descubrimiento que me hacías, pues, era cierto, yo aún creía estar viendo a mi
niña.
-Sí, ya eres mayor-dije
acariciándote la frente-Si necesitas algo llámame al trabajo, o, mejor, al
móvil.
-No te preocupes.
Y me sonreíste. Si hubiera
sabido que ésa era la última de tus sonrisas jamás te hubiera dejado sola. He
retenido con todas mis fuerzas en mi memoria esa expresión tuya, las caricias
que te di, el tacto de tu piel. Aún creo estar viendo tus ojos, respirar tus
palabras. “No te preocupes”. Ojalá hubieras cerrado esa frase con “mamá”; ojalá
te hubiera dicho en ese momento todas las cosas que aún no te había dicho y que
te tenía guardadas para las ocasiones oportunas, como cuando te expliqué lo que
era estar enamorada.
No pude seguir tu recomendación
ese día. Había algo en tu conversación que no me invitaba al sosiego. Pensé en
llamarte, pero no quería parecer la típica madre agobiante. Siempre he odiado
ese tipo de control sobre los hijos.
De pronto, un sinfín de números
inconexos empezaron a removerse como locos en mi mente. Del uno al treinta y
uno. Por mucho que sacudía mi cabeza, aquellos números se empeñaban en llamar
mi atención con sus apariciones. Probé con cerrar los ojos, apretarlos con
fuerza hasta llegar incluso al dolor, pero aquello fue peor: los números se
hicieron más nítidos y más veloces, como si las hojas de un calendario pasaran
a una velocidad excesiva esperando a que alguna mano las detuviera. Al pensar
en la imagen del calendario me di cuenta de que ése era el mensaje, el sentido
de esos números que no paraban de llamar mi atención.
-¿Te encuentras bien?
Era mi jefe; imagino que aquella
sería la segunda o tercera vez que me hacía esa pregunta. Es un maniático de la
puntualidad, pero buena persona.
-¿Eh? Sí, sí, estoy bien. Estaba
distraída, perdona.
-Te decía que no te olvides de
presentarme esos informes a mediodía.
-Sí, sí, descuida.
Me miró no muy convencido de mis
palabras, sonrió y se fue.
En cuanto quedé sola, los
números volvieron a hacer acto de presencia. En realidad, no es que hubieran
desaparecido; más bien habían quedado en letargo esperando a que mi jefe
desapareciera. Esta vez, sin embargo, se me presentaron lentamente, como si
quisieran que me fijara en un número determinado, en una fecha determinada. Me
parecía estar viendo la ruleta de un casino que dejaba de girar ante la atenta
mirada de los jugadores ansiosos por conocer el número en el que se detendría
la flecha. El cinco, se había parado en el cinco. ¿Por qué?, ¿por qué ese
número y no otro? Ahí estaban mis informes esperándome, el reloj avanzando sin
remedio y yo sin poder apartar mis pensamientos de ese maldito número, y cuanto
más pensaba en él más intenso era el mal presentimiento con el que había
llegado a la oficina. Empecé a repasar todos los actos de mi vida en los que
ese número tendría algún significado en especial, pero nada hallé: ni mi
cumpleaños, ni el de tu padre o hermanos, ni el día de mi boda o el de tu
comunión. Lo único que aparecía relacionado con el cinco era el insulso,
mecánico y anodino acto de hacer la compra del mes en el supermercado, que
generalmente lo hacíamos coincidir en esa fecha.
El corazón me dio un pequeño
vuelco comprendiendo él antes que yo mi descubrimiento. Al aparecer la imagen
del supermercado en mi cabeza, entendí la razón por la que esos números, esas fechas,
habían insistido tanto en molestarme. Era mi presentimiento que tomaba forma.
Tú me habías acompañado al supermercado; nunca querías venir pero ese día te
apeteció. Fue maravilloso; quizás el recuerdo reciente más hermoso que guardo
de tu existencia. Más que madre e hija, parecíamos amigas ilusionadas por
buscar el producto a mejor precio.
-¿Te ocurre algo?-recuerdo que
te pregunté mientras nos tomábamos un batido como victoria por nuestro día de
compras-tienes mala cara.
Entonces arrugaste la cara como
lo hiciste esa última mañana tuya.
-Me está bajando la regla.
Empecé a repetirme una y otra
vez esa frase en la oficina. Busqué un almanaque en mi mesa. Una estupidez: yo
sabía perfectamente el día en el que estábamos. Era veinticinco, estábamos a
veinticinco. Tú no podías tener la regla esa mañana. Era absolutamente
imposible. Me habías mentido; me habías mentido para quedarte sola en casa.
Lejos de preocuparme, me quedé más tranquila al descubrir el engaño. Recuerdo
incluso que llegué a sonreír ante tu picaresca. Nunca me habías hecho algo así,
de modo que la curiosidad pasó a sustituir a la intriga. En el mismo instante
en que había decidido llamarte a casa, sonó mi móvil. Me quedé mirando aquel
aparatejo sin atreverme a cogerlo. Sabía quién era sin necesidad de mirar a la
pantalla, de ahí mi temor. La melodía que identificaba a tu padre circulaba a
sus anchas por toda la oficina. Imagino que los compañeros me mirarían molestos
o pensando que me iba a ganar la bronca del jefe. En todos nuestros años de
matrimonio, tu padre jamás me había llamado en horario de trabajo. Por fin, me
atreví a cogerlo.
-¿Sí?-dije tratando de simular
mi incertidumbre.
-Cariño, tienes que venir a
casa-reconocí en su voz un esfuerzo por no derrumbarse. Sonaba débil pero sin
intención de parecerlo, más bien lo contrario-ha ocurrido algo.
“Algo”. Cabe tanto en esa
pequeña palabra…Pero tu padre no me quiso aclarar nada, probablemente porque se
sentía incapaz; ni siquiera una frase orientadora para prepararme.
II
-¿Quién la encontró?-preguntó el
comisario.
-El padre.
El policía señaló hacia la sala.
El comisario vio entonces a un hombre apoyado en un sofá con la cabeza hundida
entre los hombros y pasándose el móvil de una mano a otra. Se acercó hasta él
pensando en el tono en el que debía hablarle. De todas las tragedias a las que
se había acostumbrado, ésta era, sin duda, la más dura de llevar.
-¿Usted es el padre?
El movimiento de Matías fue
mecánico; probablemente ni siquiera fue consciente de quién le estaba hablando.
Con la vista fija en la pared, y el pensamiento anclado en su esposa, parecía
una estatua esperando a ser embalada.
-Soy el comisario Trápaga. Sé
que ésta situación es muy difícil pero tengo que hacerle unas preguntas.
El mensaje tardó en llegar al
receptor, como si Matías fuera el corresponsal de un telediario que, en tierras
lejanas, aguarda delante de la cámara, sin hacer una mueca, a que le llegue la
pregunta del presentador.
-Deberían llamar a un médico.
-¿Cómo dice?-preguntó Trápaga
confundido.
-Deberían llamar a un
médico-repitió Matías lo mismo que un robot; un robot triste.
Trápaga odiaba estas
situaciones. Sabía que los afectados reaccionaban de las formas más
impredecibles, pero aquella pregunta le había cogido totalmente desprevenido.
¿A qué venía?, ¿acaso no sabía que ya no había nada que hacer? Lo más duro era
tratar con los vivos, pensó, tratando de buscar cómo aclararle la situación a
aquel hombre sin hacer más daño del que ya había en la casa.
-Verá, supongo que sabe que
ya…que su hija…
Matías miró por primera vez al
comisario. Aquellos ojos bañados de tragedia le cortaron el habla.
-No estoy pidiendo un médico
para mi hija-miró entonces hacia el cuarto de baño como si quisiera despedirse
de ella-estoy pidiendo un médico para mi mujer. ¿No cree que debería venir un
médico para mi mujer?
El comisario no pudo disimular
su desconcierto.
-¿Es que su mujer está aquí?
-No, pero no tardará en llegar.
Harían bien en traer un médico.
-Ya-dijo el comisario en un
susurro equivalente a una especie de velada indiferencia-¿Usted fue quien la
encontró?-Matías asintió-¿no había nadie más en la casa?
-No, nadie más.
-¿Por qué estaba su hija en
casa? Quiero decir: ¿por qué no estaba en el colegio?
Matías no pudo contestar. Una
voz femenina que llegaba de la escalera insistía al policía que custodiaba la
entrada su derecho a entrar en el piso.
-Es mi mujer-suspiró Matías
olvidándose de la pregunta del comisario. El momento que más había temido había
llegado. Miró al suelo tratando de pensar en mil formas de explicar lo
sucedido.
LOS
TRENES PERDIDOS
Editorial E-Litterae
La podéis adquirir en páginas como la de La Casa del Libro o Amazon.es, así como un largo etc. Solo tenéis que poner el título de la obra en Google. Del mismo modo, la podéis adquirir en las principales librerías de vuestra localidad.
1. El padre Gregorio
Puedo
imaginarme al padre Gregorio abriendo sus enormes y saltones ojos negros ante
los inevitables y repetitivos cantares del gallo. Incluso, si hiciera el
esfuerzo, podría imaginarme a esa espantosa y maloliente ave de corral pavoneándose
por sus dominios sabiéndose observado por los miembros de su muy particular
harén. Sí, ¿por qué no imaginarlo? Tengo tiempo. El viaje promete ser largo, o
puede que ése sea mi deseo, que este tren al que he subido de forma del todo
imprevista e intempestiva me porte lo más lejos posible de mi propia persona.
Quién iba a decirme esta mañana que acabaría yo inmerso en esta aventura tan
deliciosa; quién iba a decirme que conocería a éstos mis nuevos amigos. En todo
el tiempo que llevaba viniendo a este mágico balneario de la bella Aragón,
jamás pensé que me sucedería algo así; ni siquiera se me pasó por la cabeza la
posibilidad de que me resucitaran de semejante modo. Me siento vivo. Mi corazón
late aceleradamente. He de serenarme, recomponer mis pasos, recrear en mi mente
todos los elementos de esta historia antes de que el tren me aleje
definitivamente de mi pasado.
Detengo pues mi imaginación un instante en ese apestoso gallo,
inservible bípedo de inútiles alas; no merece mucho más tiempo en esta historia.
Me lo imagino deleitándose con su reflejo, cual narciso enamorado, en un mísero
charco, pero con el desdén característico de los de su especie. Con ese mismo
desdén bravucón e ibérico marca sus patas de palillo en el fango rumbo a la
carretera donde nos otorgará a los demás seres miserables de este planeta la
gracia de despertarnos con su voz altisonante ante los primerísimos centelleos
del astro rey. Probablemente fruto de alguna desagradable experiencia anterior,
nuestro gallo mira a ambos lados de la carretera antes de comenzar a
atravesarla. Desobedeciendo o, quizás más apropiado, desafiando cualquier
lógica se detiene justo en medio. Tras de sí, su legión de admiradoras cluecas;
ante sus ojos, el pueblo de Alhama de Aragón. Ese es su objetivo a batir,
aunque más correcto, sin duda, sería decir a levantar. Cual Caruso de cuarta
fila se aclara la garganta. No desea decepcionar a su auditorio. Contonea un
poco su cuerpo, provocando una pequeña hecatombe en la microscópica y copiosa
población de sus alas, y cuando el primero de los rayos solares contrae sus
pupilas, empieza a cantar, por calificarlo de alguna manera. No cesa en su
canto y no cesará hasta que el último de los habitantes de Alhama se haya
despertado.
No había sido el padre Gregorio precisamente de los últimos en
alzarse ese día, sino más bien de los primeros. Persona de costumbres bien
arraigadas, gustaba de hacer un buen rato de oración antes de comenzar los
quehaceres diarios propios de su vocación, que en Alhama, además, no deben ser demasiados.
Esa mañana temprana de primavera, el padre Gregorio había
adelantado toda su mecánica rutina para acudir a tiempo a la estación del
pueblo. Le fastidiaba en extremo estar rodeado por aquella multitud y que la
banda del pueblo no cesara en sus desafinos, pero ¿Qué le iba a hacer? No podía
irse, tenía que estar presente en el momento en que llegara el tren. La ocasión
lo precisaba; a eso se había comprometido. Mientras oteaba el férreo horizonte
no dejaba de suspirar pensando en cuánto se trastocaría a partir de aquel día
su ya tan añorada rutina.
Uno de los aspectos que distinguen al sacerdote de este peculiar
pueblo es que se aleja en modo absoluto de la imagen que podamos tener de un
miembro de la iglesia, o al menos derrumba con virulencia todos mis prejuicios
en este sentido. Asombra su delgadez. Al observar sus huesos marcados en el
rostro me pregunto siempre si no anda muy lejana la última vez que probó
bocado. Preocupa la humildad de una sotana milenaria o quizás muy pocas veces
lavada. Impone su seriedad; he oído incluso que por aquí nadie aún le ha visto
sonreír, y ya son años. No podría atinar con su edad; sus canas y clareas me
dan una pista; los surcos en frente y mejillas me orientan en la dirección de
la sesentena, pero me confunden irritantemente la agilidad de sus piernas y la
vida que desprende su mirada. Es sin duda esto último lo que a mi juicio
destaca sobremanera en el padre Gregorio, sus chispeantes ojos oscuros que en
muchas ocasiones hablan por él. Asusta, aunque ahora el asustado sea él. No es
para menos. Los minutos pasaban inexorablemente
para el sacerdote en la estación. “los caminos del señor son inescrutables” se
repetía a modo de consolación, ¿o era flagelación?
Nunca he tenido el placer, ni la curiosidad, y las ganas tampoco,
gastando así una sinceridad de la que apenas me quedan ya unas migas, de entrar
en la casa del sacerdote. Pero a tenor
de los comentarios de sus feligreses y de las pocas ocasiones en que con él he
cruzado unas palabras, no me resultará muy laborioso imaginármela. En su lecho,
yo le adjudicaría categoría de catre, permanece el padre Gregorio con los ojos
abiertos, fija la vista en algún punto de su descascarillado techo,
agradeciendo al Señor la visión de un nuevo día. La austeridad en persona es quien
le rodea. Sólo una gastada imagen de la Virgen del Pilar adorna la desnudez de unas
paredes entristecidas por años de desinterés hacia ellas. Sorprende que como
único mobiliario de su dormitorio encontremos otra cama, algo improvisada, eso
sí, pero cama después de todo. Al incorporarse, el padre Gregorio detiene su
mirada en el lecho vacío e inevitablemente se le escapa un suspiro cargado de
resignación. Y no es para menos sabiendo lo que ha de atender a partir de esa
mañana. Se le ha encomendado una complicada tarea; una labor que sin duda le
apartará de su anodina aunque placentera monotonía; y no se sabe capaz de
afrontarla con éxito. A pesar de que lleva días preparándose para ello, siente
que sus energías son escasas, o quizás sea la voluntad lo que escasee. Sacude
con brusquedad su cabeza queriendo desprenderse de tal debilidad y endereza el
rumbo hacia una nueva jornada.
En el frío
silencio de su cocina, gasta el padre Gregorio un gran tazón de leche caliente,
su único sustento hasta el almuerzo. Presiona la parca cerámica queriendo
contagiarse del calor que desprende su frugal desayuno. Las mañanas en Alhama
siempre son frías. Tras rociarse la cara con el agua gélida de su palangana, se
endosa su larga y holgada sotana que le cae sin resistencia alguna hasta los
pies. Sorprende pensar que bajo esa oscura tela haya un cuerpo que respire.
Incluso el alzacuello se desenvuelve con desparpajo por encima y debajo de su
huesuda nuez. Diríase que nada hay en su aspecto físico que pueda importarle lo
más mínimo. Misal en mano, coge su sombrero, la llave de la iglesia, se
santigua y emerge al exterior.
Aunque la banda continuaba con su tortura acompasada, el padre
Gregorio había abstraído todos sus sentidos hacia el reloj de la estación. No
quedaban más que dos minutos para que el tren demostrara a todos una vez más su
conocida impuntualidad. ¿Sería verdad todo lo que había leído en aquel
telegrama? ¿Qué clase de cristiano podía ser una persona que huye por
semejantes motivos, que provoca tan enconados odios? Cómo deseaba el párroco
estar en su querida iglesia en ese momento y olvidarse de todo.
Todo el desapego que pueda albergar el sacerdote hacia su propia
persona se desvanece cuando entramos en la iglesia de Alhama de Aragón. Al ver
el esplendor que exhala tan pequeño templo, podemos suponer que en realidad el
padre Gregorio guarda todo su afecto, su mimo, su gusto, su amor exclusivamente
para su parroquia. Baldosas, bancos, santos, vírgenes, órgano, retablo, todos
brillan incólumes ante los sorprendidos ojos de un visitante inadvertido,
aunque estos sean pocos, pues la fama de su belleza ha sobrepasado con mucho
los límites del pueblo hasta llegar incluso a ser tema de interés en los cafés
tertulianos de la propia Zaragoza.
Y es
precisamente ahí, en la iglesia, donde el padre Gregorio consideraba que daba
comienzo el día. Los pesados giros de la llave resonaron en el templo
anunciando la inminente entrada de su pastor. Siempre había albergado el padre
Gregorio la impresión de que aquellas imágenes que tanto gustaba de cuidar se
alegraban de verle. Él les respondía con una sentida genuflexión general al
tiempo que se descubría la cabeza; acto seguido mortificaba sus rodillas con
media hora de rezos y plegarias. A continuación, se sentaba y clavaba sus ojos
en el sagrario, perdiendo, como era habitual, la noción del tiempo. En su
contemplación no dejaba de rogar por unas fuerzas que creía más que necesarias
para afrontar lo que se le venía encima. Buscaba continuamente la vía más
clara, el camino más llano para conducir la situación con la competencia que se
le había solicitado.
Absorto como
estaba, tardó en asimilar que esos sonidos que se habían ido introduciendo en
su cabeza desde unos minutos atrás no eran propios de esas horas de la mañana,
no eran propios del lugar, ni siquiera eran propios del mes en el que estaban.
No era lógico, se saltaba todas las normas de lo común que la banda del pueblo
se estuviera exhibiendo a todo volumen con una de sus fanfarrias más sonadas.
Además, a esas horas incluso el desafino era mayor de lo habitual. Con el gesto
propio de un incómodo enfado, el padre Gregorio se alzó para avanzar con
resolución hacia la puerta. El espectáculo le sorprendió aún más.
Efectivamente, la banda del pueblo, con sus mejores galas, con sus instrumentos
desprendiendo brillo además de notas, avanzaba calle abajo. A punto estuvo el
sacerdote de lanzar un enérgico grito de protesta, cuando se percató de que
tras los músicos se encontraban el alcalde, sus concejales, el cacique del
pueblo con su señora, y tras ellos toda una representación de los estratos
sociales del lugar portando algo en común, alegría. Sólo cuando alcanzó a leer
la pancarta de la cabecera entendió toda aquella algarada . El acto de
bienvenida; lo había olvidado por completo. Todo el pueblo había reaccionado
entusiasmado cuando se supo que el famoso coronel Jiménez pasaría unos días en
el pueblo con su señora. Harto conocido por sus hazañas bélicas en Marruecos,
ahora había añadido a su brillo la realización de unos programas radiofónicos
que levantaban emociones enfrentadas en todos los rincones de la joven
República, incluida Alhama de Aragón. Merecía un recibimiento digno de su
persona. Y con esa sana intención marchaban todos hacia la estación de tren.
En medio de
aquel trajín, recordó nuestro cura que él también debía ir a la estación, que a
él le correspondía igualmente dar una bienvenida, aunque fuera a una persona
bien distinta a la del prestigioso militar. Entró raudo en la iglesia a por su
sombrero y tras amasar todo el fuelle del que era capaz se apresuró hacia su
destino. Pero por mucho que se esforzaba, no era capaz el padre Gregorio de
abrirse paso entre aquella ilusionada marabunta. Conocida era su escasa
paciencia, sus arrebatos incontrolados cuando ésta alcanzaba su mínimo de
existencias, sus subidas de tono cuando algo le exasperaba. Pero por muchos
empujones que dio, sólo pudo alcanzar la comitiva de autoridades que seguía los
pasos de la banda.
—Hombre, padre
Gregorio, ya empezábamos a pensar que no venía —dijo sonriendo el alcalde—.
Tenga, tenga.
Se desprendió
el alcalde de la parte de su pancarta para dársela a un despistado padre
Gregorio que de inmediato se sintió como ratón en una ratonera. De la sartén
había caído de lleno al fuego. Nada que hacer. Con los dientes apretados hasta
el dolor, aguantaba su rabia el sacerdote caminando en esa colección de hombres
ilustres hasta alcanzar la estación. Un camino que se le hizo interminable.
Cientos y cientos de pasos soportando aquel desafinado trombón que tenía
delante de él. Aquella mañana, quién sabe si por lo inusual de la hora, la
banda se mostraba más desacertada que nunca. Diríase que aún no habían
despertado. El gallo, después de todo, no había hecho del todo correcta su
labor. Siempre había pensado el sacerdote que aquel estropicio musical se debía
al erróneo reparto vocacional de sus músicos, de tal manera que el trombón era
tocado por un fideo de hombre, el flautín por un orondísimo aficionado, el
bombo por el que tenía el honor de ostentar el título de vecino más delgado del
pueblo, el triángulo por un rechoncho niño que andaba siempre con la boca
manchada de chocolate, los platillos por un adolescente bizco y enclenque que
apenas sí acertaba cada vez que debía enfrentar aquellos dos dorados metálicos, y así con el resto de músicos e instrumentos.
Formaban todo un esperpento de estampa. Para el cura de Alhama aquello sólo
podía presagiar malos vientos para la difícil tarea que estaba a punto de
emprender.
Ya en la
estación, le resultaba demasiado embarazoso apartarse de aquella multitud
expectante, de modo que continuó, pancarta en mano, deseando que el tren
llegase de una maldita vez.
De pronto, la
banda interrumpió su lamento y todos los presentes giraron sus cabezas hacia la
lejana izquierda. Un remolino de humo blanco acompañado de unos silbidos
rebosantes de entusiasmo anunciaba la presta llegada del caballo de hierro. Un
rumor cargado de expectación pronto superaría a aquellos sonidos. En medio del
creciente murmullo no pudo menos el sacerdote que lanzar un suspiro de
resignación sazonado con algo de nerviosismo. Pronto seguirían a aquella
exhalación unas palabras que sólo él pudo oír.
—Será lo que
tú quieras que sea, Señor.
2. Lorenzo
Puedo
imaginarme perfectamente a Lorenzo. Quiero imaginármelo. A pesar de que ahora
mismo lo tengo frente a mí, prefiero cerrar los ojos e imaginármelo en aquel
vagón rumbo a Alhama. Le veo sonriendo. Es una sonrisa la suya un tanto
socarrona, está pidiendo algo; en aquella mañana soleada, aunque algo fría
todavía, la sonrisa de Lorenzo hablaba por él. ¿De qué hablaba? De sexo, como
de costumbre cuando veía a una mujer, y a ésta en concreto llevaba ya tiempo
mirándola. Era una mujer que podría estar rondando perfectamente la
cincuentena. Me atrevería a decir que veinte años antes gozaría de muy buen
ver, pero ahora el otoño de sus años había empezado a marchitarla haciéndose
evidente el paso del tiempo en sus pequeños y proporcionados mechones
blanquecinos y en su rostro cansado. Sin embargo, uno de sus atributos lo
conservaba aún de manera notable, sus pechos, y era esto lo que llamaba
poderosamente la líbido del joven Lorenzo. Nada importaba que estuviera
acompañada por el que probablemente fuera su marido, un hombre del que hasta
ese momento sólo había podido ver el periódico abierto al que se aferraba
ocultando su cuerpo de cintura para arriba, unos pantalones impecablemente
planchados y unos zapatos que resplandecían hasta hacer apartar la vista. El
hecho de que llevara al menos media hora agarrado a la misma página hacía
suponer que estaba durmiendo. Ideal para los improvisados planes de Lorenzo.
En cuanto se
sintió observada, la mujer trató de apartar la vista como mejor pudo. Bien
miraba por la ventanilla, bien jugaba nerviosa con los dedos tratando de
mantener la mirada lo más baja posible, bien trataba de buscar a su acompañante
tras aquel desplegable de noticias con la reforma del cuerpo de militares en
portada. Pero de nada servía. Acababa siempre por encontrar, cada vez con más
interés, los ojos de tan atractivo desconocido.
Como cada cual
en su oficio o en sus aficiones más apasionadas, Lorenzo poseía un hábil
control sobre cada una de las fases de su seducción. La primera ya la había
llevado a cabo: captar la atención de su presa. La segunda era, sin duda, la
más satisfactoria, la que más henchía su orgullo, pues era la que daba luz
verde al resto de las fases y consistía en iluminar el rostro del objeto de su
pasión. Esa luz que todos poseemos, pero con frecuencia olvidamos y pronto se
apaga sucumbida por los avatares cotidianos de nuestra existencia, Lorenzo era
capaz de encenderla. A veces le bastaban unos simples segundos, en otras
ocasiones era cuestión de avivar con constancia la llama. La mujer de aquel
vagón de primera clase se podía enmarcar como un caso intermedio. Su rostro fue
recuperando su luz a medida que se convencía de que era cierto, ese joven
helénico la miraba con ojos de lobo en celo. ¿Quién sabe cuántos años de
monotonía se esfumaron sabiéndose admirada por alguien veinte años menor que
ella y además con semejante porte? Ya no retiró sus ojos de los suyos. Su
rostro resplandecía como adolescente que se abre a la vida. Luz verde.
La siguiente
fase era la que más excitaba a Lorenzo, el contacto físico, y cuanto más
arriesgado mejor. En esa ocasión, la escena implicaba un riesgo considerable.
Un movimiento brusco y se encontraría con un marido ofendido demasiado cerca y
además sin vía de escape. Irresistible. Sin previo aviso, se inclinó con sigilo
hasta alcanzar con su mano la pierna derecha de la mujer, que de inmediato
reaccionó tensando todo su cuerpo, aunque procurando no despertar sospechas con
ruidos indeseables y, por supuesto, sin apartar la pierna. Acto seguido, la
mano de Lorenzo empezó a avanzar bajo la falda con dirección inequívoca. El
placentero escalofrío que recorría el cuerpo de la mujer ante el experimentado
tacto de su pretendiente fue interrumpido bruscamente cuando su marido dio
señales de vida. Con un movimiento enérgico, aquel hombre pasó página a su
periódico aunque dejándolo en la misma posición de cortina cerrada. Después de
todo, no estaba dormido. Los reflejos de Lorenzo fueron dignos de elogio, pues
como el rayo simuló que se ataba uno de sus zapatos. Una vez pasado el peligro,
Lorenzo volvió a coger camino con su mano compartiendo una sonrisa de
complicidad con su dama. Sin embargo, antes de que los espasmos contenidos de
ella les delataran ante el calor del contacto llegando a su muslo, Lorenzo
interrumpió su ascenso y regresó a su posición anterior.
No fue un acto
casual ni un súbito arrepentimiento; formaba parte de su siguiente fase: la
desesperación. Poner un caramelo en la boca para luego arrebatarlo a medio
saborear. Sin apartar los ojos de su víctima, Lorenzo sabía con certeza que en
aquel momento ella aceptaría con ciega pasión cualquier propuesta que le
insinuara. Y la insinuación no tardó en llegar. Con un simple movimiento de sus
cejas y una leve inclinación de la cabeza, la mujer entendió que Lorenzo la
estaba invitando a salir para encontrarse lejos de su marido. Lorenzo suponía
que la mujer terminaría por utilizar la excusa más previsible, aunque eficaz,
en estos casos. No se equivocó.
—Querido, no
me encuentro muy bien, voy un momento al servicio.
En cierto modo
no mentía. El volcán que se estaba encendiendo en su interior la había
acalorado hasta el punto de empezar a ahogarla. Tras el corto refunfuño
afirmativo de su marido, salió medio tambaleándose del vagón. Ahora era sólo
cuestión de una pequeña y cauta espera.
Tiene Lorenzo
la virtud, o quizás la fortuna, de poseer en propiedad unos atributos que le
proporcionan muchos éxitos, sobre todo entre las mujeres, y le ahorran muchas
palabras, también entre las féminas. La sonrisa ya la he mencionado, aunque me
gustaría añadir que es capaz de amoldarla con precisión a cada uno de sus
propósitos, en especial el de hacerle el amor al sexo opuesto. Es ese
propósito, precisamente, el que le porta hacia el pueblo de Alhama, contra su
voluntad, todo sea dicho de paso.
¿Qué puedo
decir de sus ojos? Desprenden un candor que quien fija la vista en ese azul
turquesa ya no puede librarse de ellos. Aunque baje con presteza sus párpados
fruto del estupor, la imagen de esa mirada permanece inexorablemente en la
retina durante un buen rato, quizás para siempre. Al igual que hace con su
sonrisa, tiene Lorenzo un repertorio de miradas para salir exitoso en cada una
de las circunstancias que le presenta la vida, en concreto la de seducir a las
mujeres. Ninguna puede resistir su mirada. Incluso la más abstemia queda
embriagada por esos ojos cazadores. Metaforizando un poco, si nuestro efebo
seductor fuera el majestuoso Ebro no habría presa que aguantara los embates de
su corriente demasiado tiempo. Por mucho que se hubieran esmerado en la dureza
de los materiales, más tarde o más temprano los muros acabarían cediendo y el
río seguiría su curso hasta encontrar un nuevo obstáculo que derribar. A veces
las paredes se desploman con suma facilidad a su paso, sin embargo en otras
ocasiones debe esforzarse más de lo supuesto, hasta el punto de tener que
filtrarse en sus cimientos y no parar hasta corroerlos y contemplar satisfecho
como cede la estructura. El agua siempre se abre camino, al igual que Lorenzo,
y en ello sus cautivadores ojos contribuían sobremanera.
Su rostro
representa la mezcla equitativa de un efebo griego y un macho ibérico. Ninguna
desproporción, ningún error, todo delicadeza pero al mismo tiempo unos rasgos
que lo masculinizan evitando cualquier tipo de confusión. En cuanto a su
físico, los mismísimos genios del Renacimiento disputarían por tenerlo como
modelo, aunque yo encuadraría su cuerpo más en el prototipo de Donatello que en
el de Miguel Ángel.
Su elegancia
es natural, aunque la endosa con un excelente gusto en el vestir. Debo añadir
que hasta en esto es afortunado, pues sus progenitores se preocuparon desde muy
temprano en otorgarle todo tipo de lujos, costumbre que todavía hoy, con tres
décadas encima, no ha dejado de disfrutar. Su padre es un prestigioso ingeniero
madrileño enriquecido especialmente con el último de los tramos de la tan
discutida Gran Vía, y por lo que sé está empezando a perder la paciencia con
los desmanes amorosos de su hijo. Pero cualquier tentativa en este aspecto por
su parte me atrevo a pronosticar que se saldará con un estrepitoso fracaso,
porque sencillamente su hijo es encantador, y Lorenzo es plenamente consciente
de su propio encanto, de su personalidad arrebatadora capaz de brillar en la
más oscura de las cavernas. Es imposible enfadarse con él, hacerle un reproche,
incluso desearle algún mal, con una sola excepción, la de los maridos ofendidos
cuando le descubren con el objeto de sus deseos: las esposas. Es entonces
cuando sus encantos se dejan de remoloneos y huyen lo más rápido que pueden
hasta protegerse bajo la falda de su madre y la influencia de su padre. Pero
incluso esta influencia ha llegado a su límite.
Aquella
mañana, en el tren que se dirigía a Alhama de Aragón, nuestro joven seductor
sabía muy bien que no era ni apropiado ni sensato salir inmediatamente detrás
de su nueva conquista. Con la calma que da la experiencia, dejó Lorenzo pasar
unos minutos para salir luego con la
naturalidad que sabía gastar en tales ocasiones. Incluso antes de abrir
la puerta se permitió lanzar una sonrisa de superioridad a aquel marido
envuelto en periódico.
Según decía
Óscar Wilde, la mejor forma de vencer la tentación es caer en ella. Se ve que
aquella mujer madura, casada y de aspecto recatada había leído al autor
irlandés pues no diría yo que cayera en la tentación, más bien, y a juzgar por sus
jadeos y suspiros, se lanzó de cabeza en ella con una pasión que sorprendió al
propio Lorenzo. En la penumbra del vagón de equipajes, los dos pecadores daban
rienda suelta a sus instintos más primarios. Para Lorenzo no era más que la
realización de su necesidad diaria, lo cual no significaba que el muchacho no
pusiera empeño en tan placentero menester. Sus manos expertas recorrían el
cuerpo aún macizo de su conquista deteniéndose con interés en aquellos dos
promontorios que llevaba por pechos. Pero por mucho que intentara sumergir su
cabeza entre ellos, le resultaba imposible pues su víctima insistía con
vehemencia en que sus labios carnosos continuaran dejando huella en los suyos.
Demasiada vehemencia empezaba a pensar el joven seductor, cuya iniciativa había
quedado ya ahogada por la de su víctima, y cuyo cuerpo comenzaba a estar a
expensas de aquella inesperada loba hambrienta. ¡Quién lo hubiera dicho!,la
presa convertida en cazador. En muy pocas ocasiones se le había virado la
tortilla a Lorenzo, y sucedía que en tales casos perdía muy fácilmente el
interés, evaporándose su libido por el calor de su amante que, en su sofoco,
aún no había notado la diferencia.
Era preciso
reaccionar con presteza, despabilar su habitual ingenio para buscar una vía de
escape, una manera de protegerse de aquel terremoto. Pero era inútil, cada vez
que intentaba emitir algún sonido, su voz quedaba absolutamente anegada por la
estertórea pasión de la mujer que, bajo ningún concepto, deseaba interrumpir su
particular retorno a tiempos mejores. Tenía en mente Lorenzo hacerla despertar
con la amenaza del tiempo transcurrido y la más que probable preocupación de su
marido ante su tardanza, obteniendo únicamente pequeños triunfos a modo de
palabras sueltas.
—Es... tarde…
—ahogo—, es —ahogo— tarde… —ahogo prolongado— Mi marido… —ahogo preocupante—
…volver —toma de aire urgente.
No se
imaginaba Lorenzo que la solución a tan agobiante problema estaba a punto de
llegar sin llamar. Había cometido el error de menospreciar a aquel bulto onomatopéyico
que se ocultaba tras un periódico. Error habitual en él, por cierto, el de
subestimar a los maridos. No podía imaginar que tras ese gran diario se
escondía un rostro imponente de severidad, de mirada desafiante y perspicacia
aguda que transcurridos unos más que razonables diez minutos inclinó su
periódico al tiempo que sacaba el reloj de su bolsillo. No podía sospechar
Lorenzo que ese hombre tenía por costumbre endosarse su uniforme de militar
incluso en sus viajes de descanso, acompañado, además de su señora esposa, de
su arma reglamentaria. Sus ojos de soldado en permanente estado de guerra
llevaban posados unos segundos en el asiento vacío de Lorenzo. Era evidente que
el engranaje de su cerebro se había puesto en marcha, cavilando, atando cabos a
marchas forzadas. Decidió que era poco probable que aquello que le sugería su
imaginación estuviera pasando en la realidad. No creía que ese joven fuera tan
insensato. Además, alguien escucharía sin duda los gritos de su mujer pidiendo
auxilio. Asunto zanjado; vuelta al periódico. Pero he aquí que cuando sus ojos
revolotearon de nuevo por la diminuta letra de la actualidad española, se
detuvieron inconscientes en un anuncio publicitario. Unos brillantes mocasines
negros parecían sonreírle desde la zapatería Fernández, todo a buen precio.
¿Por qué le llamaban tanto la atención esos zapatos? Si ni siquiera le
gustaban. La sensación de estar a punto de descubrir algo sensacional era
demasiado intensa como para abandonarla sin más. Sus pupilas permanecían fijas
escudriñando la fotografía. Tenía que ser algo reciente, cercano, de lo
contrario no se explicaba tanta intriga. Pasó revista a sus recuerdos más
actuales; los llevaba perfectamente ordenados y clasificados. Fue desechándolos
todos hasta que llegó a su más cercana vivencia. Eso es: el joven presuntuoso
que les acompañaba en el vagón. ¿Pero que tenía que ver él con esos zapatos del
anuncio? No había terminado de hacerse la pregunta cuando cayó en la cuenta,
dio con el acertijo y se levantó hecho una furia llevándose la mano a la
cartuchera. Había visto a ese joven atándose los zapatos. Entonces no se
percató, pero ahora estaba seguro. Los zapatos de ese mequetrefe no llevaban
cordones: eran mocasines.
Atrapado aún
en aquella trampa que era la boca de la apasionada señora, Lorenzo tuvo el
reflejo, aunque me inclino a pensar que una vez más se trató de su
buenaventurada fortuna, de mirar hacia la puerta del vagón. Una sombra emergía
amenazante desde el umbral e iba directo hacia él.
—¡Maldito
canalla! ¡Hijo de perra! —gritó el militar.
Lorenzo
aprovechó el tremendo susto que se llevó el marido ante el histérico grito de
su mujer para escabullirse entre el mar de apelotonadas maletas y baúles que
flotaban en la penumbra.
—Calla, coño
—le increpó el ofuscado militar, pero cuando volvió a apuntar con su pistola
Lorenzo ya había desaparecido.
—Me forzó,
querido —balbuceó la mujer— me obligo a venir aquí y...
No terminó la
frase. Se lanzó al hombro de su marido y rompió a llorar.
—Tranquila,
querida —su voz desprendía un claro tono de venganza—, está en un tren. No
podrá ir muy lejos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario