PRIMEROS CAPÍTULOS DE MIS NOVELAS

En esta página hallaréis los primeros capítulos de mis novelas publicadas, "Mis ojos llenos de ti", "Clara dice" y "Los trenes perdidos". Aparecen este orden.


MIS OJOS LLENOS DE TI

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Una entre un millón

Te diré una cosa: un día, un conocido de mi foro de internet, no importa su nombre, entró en una gasolinera tarareando el comienzo del estribillo de “Let the Midnight Special” de los Creedence y, cuando llegó al mostrador, la cajera le respondió con el siguiente verso del mismo.  En serio, seamos honestos, ¿qué posibilidades hay de que eso te ocurra con una canción de los Creedence, aquí, en España? ¿Hace falta una explicación para entender que estaban hechos el uno para el otro? ¿Les hizo falta el móvil, una cena, un paseo romántico cerca del mar? No, rotundamente no.  Lo suyo fue un flechazo instantáneo. Mi historia de amor, sin embargo, tardaría algo más en gestarse.


¿No te huele raro?

Nací entre muertos y he crecido entre ellos. Es lo que tiene ser hijo del enterrador y de la florista del cementerio. Para ambos fue, por lo visto, una cuestión hereditaria: el padre de su abuelo era…, y su hijo fue…, etcétera, etcétera. ¿Y yo?, ¿qué soy yo? ¿Un florista?, ¿un enterrador? No lo sé. Lo que sí es una certeza es que siempre fui el hijo del enterrador. Nunca en el colegio me llamaron el hijo de la florista, aunque casi lo agradecía; no puedes presumir de virilidad si para todos eres el hijo de la florista.
Así como no me costó entender el objetivo de la profesión de mi madre, con la de mi padre lo tuve algo más difícil.
-¿Por qué llora toda esa gente a esa caja grande?
Mi padre era hombre de pocas palabras. Nunca me tocó, ni para la ira ni para el afecto, pero yo era demasiado pequeño para detectar lo insoportable que se le hacían ese tipo de cuestiones, y mucho más si era en la hora del almuerzo y aparecía Jesús Álvarez con su sección de deportes en el telediario.
-Bueno, Leo- mi madre siempre usaba mi diminutivo, al contrario que mi padre que parecía querer gastar mi nombre con su voz cavernosa cada vez que me llamaba- En realidad, no lloran a la caja- me decía sirviendo el postre. Era una gran repostera.
-Sí, yo lo vi, lloraban a esa caja.
-¿Por qué has llevado al niño contigo? Es demasiado pequeño- le reprochó a mi padre.
-Cuando quise darme cuenta estaba detrás de mí y de Berto.
Berto era su ayudante, además de su hermano. Tradición familiar. Si mi padre no sabía lidiar con niños, a Berto parecían salirle sarpullidos solo con mi presencia.
-Mira, Leo- continuó mi madre-, no es a la caja a quien lloran sino a lo que hay dentro.
Mi madre poseía una inconsciencia única para despertar mi curiosidad.
-¿Y qué hay dentro?
La pobre quedó muda, estancada, como un actor que pide ayuda desesperadamente al apuntador.
-Mira, Leonardo- intervino mi padre para zanjar el asunto-, coge el postre-lo interrogué con la mirada-. Coge el postre, eso es. Ahora huélelo, ¿no te huele raro?
Inocente, ¿cómo iba a imaginar yo la trampa en la que estaba a punto de caer? Me llevé aquel hermoso trozo de tarta de chocolate y nata a la nariz, momento en el que mi padre empujó mi mano hacia ella estallándome el dulce en toda la cara. Reconozco que tuvo su gracia, pero mi padre ni se inmutó. Qué raro era. Ni siquiera apartó la vista de su querido deporte del telediario. Yo lloré. Como es natural, no entendí que aquello no había sido más que una broma. Lo interpreté como una agresión. No me había hecho daño, pero mi angustia la provocaba el estar seguro de no haber hecho nada malo. Solo estaba preguntando.
-Oh, qué bruto eres- le espetó mi madre-. Ven, ven, Leo, querido, ven que te limpie la cara.
Lo cierto es que el objetivo de mi padre se había alcanzado plenamente pues había olvidado yo el llanto de la gente, la caja grande y mis preguntas, al menos hasta la noche. En cuanto apoyé la cabeza en la almohada, la última respuesta de mi madre regresó a mi mente dispuesta a despertar mi imaginación. Ni que decir tiene que no tardó en conseguirlo. “La gente llora a lo que hay dentro”  Lo repetí  varias veces hasta ver aquellas cajas, enormes a mi vista, llenas de codiciados y añorados tesoros.


Tira mi ropa

Sonia, Sonia, ¿no reaccionas? Sigues en la cama pensando en la soledad de tu hija, aunque en realidad tus pensamientos vuelan hacia mi imagen. Qué guapo era; siempre te lo decían tus amigas, y tú lo confirmabas orgullosa. Reacciona, Sonia, levántate y ve a hablar con nuestra hija. No puedes, tu cuerpo se ha anquilosado, tu cerebro se paraliza. Te sientes desbordada. ¿Por qué no estoy?, ¿por qué ese maldito cáncer? Sí, ya lo sabes, yo mismo te lo decía: nada de preguntas sin respuestas. Lo importante es Sandra, apóyate en ella; nuestro fruto ha de servirte para recomponer tu vida. Lo intentaste, sé que lo hiciste. Hasta hoy mismo pensabas que tu existencia cogía camino, incluso hasta habías empezado a acceder a las presiones bien intencionadas, aunque alguna incordiante, de tus amistades para que conocieras hombres. Rechazas las páginas de internet que te aconsejan; siempre te gustó ver la cara de la gente. Piensas en aquel bar, ¿verdad?
Nos conocimos en ese bar, la noche de un sábado. Yo estaba más locuaz que de costumbre, o quizás había bebido más de lo acostumbrado, no sé; el caso es que te gusté, el caso es que nos enamoramos. Nada ocurrió ese fin de semana, ni los siguientes, pero nos conocíamos un poco más cada sábado en ese bar, en ese trozo de barra, sin que hubiéramos fijado una cita previa. Sabíamos que allí nos encontraríamos.
Sonia, Sonia, olvídame. Tu hija te necesita más que nunca. Piensa, trata de recordar. Te di una caja antes de morirme. Recuérdalo, haz el esfuerzo. No. Te das media vuelta y sigues llorando. Tu mirada cae en la fotografía de la mesa de noche. ¿Nuestra última fotografía? Sonreíamos, a pesar de todo. Mi sonrisa era sincera, de agradecimiento puro por la vida, por haberte conocido, por darme una hija maravillosa. La tuya era una sonrisa desconsolada, feliz, pero turbada por mi final tan próximo como injusto. De fondo, los canales de Venecia. Siempre lo habíamos postergado y cuando nos dijeron el diagnóstico no tardamos ni un día en ir a la agencia de viajes. Recuerdo la mirada extraviada, confusa, de la dependienta al ver tus lágrimas mientras decidíamos el hotel y yo le decía que llorabas de la emoción. No reparamos en gastos. Normal, iba a ser nuestro último viaje. ¿Y la niña?, ¿con quién la dejaríamos? Con tus padres.
Retienes tu mirada en esa fotografía. Deberías quitarla de ahí, ponerla en un sitio menos visible; quizás en un cajón debajo de mi ropa. Aún no has tirado mi ropa. Sonia, han pasado tres años. Céntrate. Nunca me haces caso. Qué tozuda podías llegar a ser, como cuando te empeñabas en que el coche te cabía en ese sitio y acabas aparcándolo después de cuarenta maniobras; y la sonrisa de satisfacción que me echabas cuando lo conseguías.  Alargas la mano hasta que tus dedos alcanzan mi rostro. Quisieras que ese cristal que protege la foto, y que con tanto esmero siempre limpias, fuera mi piel. Lo haces cada noche. Ojalá el descubrimiento que has hecho hoy te sirva para empezar de nuevo. Descubrimiento doloroso, pero quizás sea una catarsis. No sé, es mi esperanza.

Solo unas castañuelas de Sevilla

Fue en la escuela donde primero detectaron el don con el que Sandra había nacido.
            -¿Está seguro de eso?- preguntó su padre gratamente sorprendido.
            Sandra tenía siete años, o quizás no los había cumplido todavía. El caso es que la profesora de música la hizo venir al despacho del director, alegrándose mucho de ver a sus padres ahí. Todos notaron la efusividad del abrazo con su padre y el saludo alegre, aunque monótono, quizás distante, que tuvo con su madre.
            -Sandrita, querida- empezó la profesora de música-, ¿por qué no tocas la melodía que nos enseñaste ayer?
            Sandra miró a su padre, quien le confirmó su permiso con la mirada. Se acercó al pequeño teclado que había sobre la mesa del director y empezó a tocar con la mano derecha. Su padre no tardó en tararearla.
            -La conozco, es el himno de la alegría- dijo él feliz por lo que estaba viendo.
            -Sí, de Beethoven- puntualizó presta la profesora-. Muy bien, Sandra, puedes parar; lo has hecho muy bien.
            Sandra obedeció sentándose en las piernas de su padre.
            -Muy bien, Sandra- la felicitó su padre estampándole un sonoro beso en la mejilla-, la has aprendido muy bien. ¿No sabía que les enseñaran desde tan pequeños a tocar instrumentos?- dijo mirando a la profesora.
            -Verá, ese es el caso. Nadie le ha enseñado.
            El silencio invadió la habitación, aunque no por mucho tiempo.
            -¿Có-cómo?, ¿qué quiere decir?- preguntó el padre.
            -Nosotros no se lo hemos enseñado- le contestó el director con ganas de intervenir desde hacía tiempo-, ¿se lo han ensañado ustedes?
            -No, claro que no, ni siquiera tenemos instrumentos en casa- se apresuró a contestar la madre.
            -Bueno, unas castañuelas de nuestro viaje a Sevilla, pero con eso no se aprende a tocar un teclado, ¿no?- añadió en tono de broma el padre.
            -No es una melodía difícil de aprender y de tocar- añadió la profesora de música-, lo sorprendente es que lo haya hecho de oído y a la primera. Les puse esa audición y mientras hacíamos unos ejercicios, Sandra se levantó de su sitio, se acercó al teclado y la tocó.
            Los allí presentes miraron asombrados a la niña, quien sonrió como si hubiera hecho una trastada.
            Al salir de la reunión, Arturo y Sonia se apresuraron a tomar un café en el primer bar que encontraron. Ambos llevaban varios minutos sin hablarse, absortos seguramente en la experiencia recién vivida.
            -Es asombroso, ¿no crees?- dijo él rebañando con la cuchara los restos de café del vaso, algo que no soportaba su esposa.
            -Sí que lo es- dijo ella con más pesar que admiración.
            -¿Ocurre algo?- preguntó Arturo tras detectar el sabor de aquellas palabras.
            -Nada, que sé en lo que estás pensando.
            -Pues imagino que en lo mismo que estarás pensando tú.
            -¿Sí?, ¿estás pensando que a pesar de lo que acabamos de ver vamos a continuar con nuestra idea de meter a Sandra en ballet?
            -¿En ballet?- dijo él casi con desprecio.
            -¿Ves?, no estabas pensando lo mismo que yo.
            -Pero amor, ¿quién puede estar pensando en el ballet después de lo que hemos visto?
            -Baja la voz, ¿quieres?
            -Lo lógico- continuó él en tono más moderado- es que probemos con algún instrumento. El piano, supongo.
            -Pero habíamos hablado del ballet- protestó ella con pesar.
            -¿Por qué?, ¿Porque  tu madre y tú fuisteis bailarinas y hay que mantener la tradición?
            -Pues sí- contestó Sonia molesta-, me hace mucha ilusión y lo sabes perfectamente.


¡Que hay un viejo dentro!
           
Así que lloraban al interior de las cajas. ¿Pero qué podía ser? Los rostros compungidos en dolor, las lágrimas inclementes, incluso personas que se derrumbaban justo en el momento en que mi padre empezaba con la pala o introducía con tío Berto la caja en una pared. Era imposible que yo pudiera conciliar el sueño con el nuevo dato aportado por mi madre.
            No duré ni dos vueltas en la cama. Me levanté al amparo de la noche. La oscuridad era mi mejor aliada y el silencio mi única estrategia. Recuerdo haber sonreído al pasar delante del dormitorio de mis padres. Menudos ronquidos, ambos. La sensación me resultaba familiar. Entonces vino a mi mente la película de sesión de tarde que habían echado en la televisión. Me sentía como un pirata, o como un ladrón; como un ladrón bueno, se entiende, que los había, al menos en aquel film.
            El frío me golpeó en la cara pero no consiguió echarme atrás. Sin embargo, todo aquel ímpetu inicial reconozco que se me fue atenuando a medida que me alejaba de mi casa, y no entiendo por qué, pues en aquel momento desconocía yo el significado de lo que era una tumba y jamás había escuchado historias de horrores nocturnos o de zombis. Imagino que la oscuridad se ocupaba ella solita de hacer mella en mi corazón de intrépido. Me agaché en aquella inmensa losa de mármol con la que mi padre había terminado de encerrar la caja aquel día. Imposible abrirla. Aún recuerdo su tacto tan frío como suave, una contradicción que incluso con aquellos años llamó mi atención. Por aquel entonces empezaba en mis primeras letras, de modo que me esforcé por leer lo escrito en la losa. “Yace”, “alma”, “Señor”, ¿qué era todo aquello? Podía leerlo pero no entendía su significado.
            Suspiré desilusionado. Mi aventura acababa en aquel punto. ¿O no? Vi luz donde mi padre o tío Berto solían quedarse algunas noches, algo que tampoco me sabían explicar, aunque insistían siempre en que jamás apareciera por ahí. Sabiendo que era mi tío quien estaba aquella noche, sonreí y corrí como un jabato. Mi respiración se agitaba al punto de poder delatarme. Tuve que contener las ganas de reír al ver a mi tío sentado, con las manos sobre su inmensa barriga y la cabeza hacia atrás roncando más fuerte incluso que mis padres, juntos. Asomé mi pequeña e inquieta cabeza: nadie. Entré con la emoción apunto de desbordárseme y pasé junto a mi tío sin despertarle. Ahora solo faltaba entrar en la siguiente estancia.
            Mi cabeza volvió a asomarse mostrando una sonrisa que tenía mucho de pícara. Solo había una persona. Curiosamente, también dormía. Quizás aquel pequeño edificio no fuera más que un sitio para dormir. Hice una mueca de incomprensión, pues con aquella conclusión mía entendía todavía menos las razones por las que mis padres me prohibían acercarme siquiera a él. La otra persona no roncaba. Debía de estar sumida en un sueño muy profundo pues ni su respiración podía escucharla. Sin embargo, lo que más me sorprendió, lo que me hizo acercarme a él era el lugar que había elegido para dormir y el pijama que llevaba.
            Me acerqué con tanto sigilo que pensaba estar pisando el aire. Se trataba de un hombre mayor, blanco, muy blanco, el hombre más blanco que jamás hubiera vito en mi corta existencia. Vestía unas ropas muy similares a las de mi padre cuando fuimos a la boda de mi tío Berto. Tenía que ser muy incómodo dormir con aquello puesto. Pero lo que me maravillaba era que estaba durmiendo dentro de una de las cajas por las que la gente tanto lloraba. Me rasqué la cabeza no sé cuánto tiempo tratando de hallar una explicación lógica. Al fin lo logré; estaba claro. Aquel hombre de edad avanzada ocupaba esa caja para custodiar aquello de tanto valor que mi madre me había dicho que encerraban. Era lógico que se hubiera dormido en medio de la noche. Si alguien quería robar en su interior tendrían primero que despertarlo. Era perfecto. Sonreí ante la astucia del anciano y me fui con el firme propósito de presentarme muy de temprano al día siguiente para comprobar qué tipo de tesoro se guardaba en las cajas. Deshice el camino con la facilidad que lo había hecho y, sin apenas percatarme, mi cabeza volvía a reposar en la almohada. Cerré los ojos y me dormí como un angelito.
            Sucede que cuando queremos despertarnos a una hora determinada y nos acostamos con la firme determinación de que ello suceda, no es necesario despertador alguno para lograrlo. Viví por primera vez semejante sobrenaturalidad aquella mañana. No tenía yo una idea clara del significado de la hora pero sabía perfectamente que necesitaba abrir los ojos con los primeros rayos del sol. Así sucedió. Sabía muy bien que las cajas solían enterrarlas antes del mediodía; incluso había habido ocasiones en que mi padre y tío Berto habían estado muy ocupados enterrando más de dos de esas enormes cajas en una mañana.
            Sin el tiempo, ni la vergüenza, de salir en pijama al cementerio, corrí veloz hacia la habitación de las cajas. Rabié al ver unas cuantas personas reunidas en la puerta. De nuevo esa seriedad, esa tristeza que acompañaba siempre a las cajas. Una de las mujeres allí presentes lloraba desconsoladamente en el hombro de un joven.  Pensé que lo que habían guardado en la caja debía de ser de gran valor y más ganas me entraron de verlo. Descartada la puerta, corrí hacia la ventana. Imposible encaramarme a ella. Ocurría por aquel entonces que yo era un niño muy vivaz, no como ahora, y de inmediato surgió una idea para escalar al alfeizar. No lejos de ahí, mi padre había ido reuniendo ladrillos de las distintas reformas y ampliaciones del camposanto. La primera parte de mi plan, correr hasta los ladrillos, se desarrolló sin demora; la segunda parte, trasladar el ladrillo hasta la ventana, fue otro cantar. Resoplé aliviado cuando conseguí llegar con él hasta la ventana. Cuál sería mi sorpresa al ver que de ninguna de las posiciones posibles en las que colocaba el ladrillo podía yo alcanzar la ventana. Mis manos, sí, llegaban al alfeizar, pero, por mucho que lo intentaba, no podía encaramarme. De vuelta a por otro ladrillo.
            Qué alegría cuando mi cabeza pudo alcanzar la ventana y mirar al interior; cuánto asombro al encontrar que en el espacio de tiempo en el que había estado ocupado con los ladrillos, se había reunido en aquella habitación un enorme número de personas. Apenas alcanzaba a ver la caja. Sonreí, aunque seguidamente me extrañé, al ver que el anciano seguía dormido en la caja. ¿Cómo no se despertaba con todo aquel murmullo y llanto? De pronto sonó una especie de campanilla, que en el fondo me resultaba familiar, y vi cómo mi padre y tío Berto entraban en la habitación. Aquella mujer que había visto llorar minutos antes pareció entender bien el significado de la presencia de mi padre pues su llanto se intensificó considerablemente hasta llegar a lo desgarrador. Lo menos debía de haber unos tres tesoros juntos en aquella caja.
            Lo que sucedió entonces me dejó helado. Mi padre y Tío Berto habían cogido la tapa de la caja y la habían cerrado, ¡con el anciano dentro! ¿Pero cómo no se habían dado cuenta? Me quedé tan impresionado que no pude articular palabra, simplemente señalaba a la caja pensando así conseguir que alguien mi hiciera caso. Pero todos estaban demasiado ocupados con lo que allí acontecía para darse cuenta de mi presencia. Mi padre hizo una señal con la cabeza y unos cuantos hombres se acercaron a la caja para cogerla. Justo en el momento en que empezó a salirme la voz, los ladrillos sucumbieron al precario equilibrio en el que los había colocado y caí al suelo. No me hice daño, o sí, no me acuerdo. Lo prioritario en aquel instante era avisar de la locura que estaban cometiendo todas aquellas personas.
            Corrí hacia la entrada de la habitación para encontrarme con una pared humana. Imposible penetrarla. Por mucho que grité que me dejaran pasar no hubo forma de avanzar más de dos metros. Como ya dije antes, mi cerebro funcionaba muy deprisa en aquella época, ahora está demasiado acomodado, y pronto entendí que la mejor opción era rodear el cementerio para llegar a ellos de frente. Entonces sí que podría hacerme oír, podría detener semejante barbaridad y además todos me lo agradecerían; quién sabe si incluso mi madre me haría alguno de sus maravillosos dulces.  Avancé tan veloz y ligero como el más veloz y ligero de los elfos. No recuerdo cuántas de aquellas lápidas pisé para atajar camino, cuantas flores tiré o aplasté. Pensé que la ocasión lo merecía. El caso es que en menos tiempo del que me di cuenta, tenía a la comitiva de frente.
            Frené en seco: mi padre había abierto la caja. Menos mal, pensé, ahora saldría el anciano. Pero no se movió, ni siquiera cuando sobre él mi padre arrojó un polvo blanco que hizo apartar la mirada a más de uno. ¡Volvían a cerrar la caja!, ¿pero cómo era posible? ¿Estaban todos ciegos? Tío Berto entendía a la perfección cada gesto de su jefe. En su profesión el silencio era imprescindible. Viendo la mirada de mi padre se situó delante de la caja y, ante una nueva señal, ambos la levantaron con una agilidad que siempre me pareció sobrehumana. 
            -¡No, no, párate, no lo hagas!
            No era ningún familiar quien gritaba esas palabras. Ay, sí, era yo corriendo hacia mi padre.
            -¡Que hay un viejo dentro, que hay un viejo dentro!
            Repetía tirando de la camisa de mi padre. Los presentes no terminaban de creer lo que estaban viendo. Un enorme “oh” exclamativo surgió de sus bocas al ver cómo tanto tío Berto como mi padre perdían el equilibrio justo en el momento en que introducían la caja en un agujero de la pared. Todavía hoy me pregunto cómo fue capaz de mi padre de, con una sola mano, enderezar el rumbo de la caja y con lo otra mano cogerme de la oreja. Así me llevó de camino a casa no sin antes disculparse ante los familiares por mi comportamiento.
            -¡Que hay un viejo dentro, que hay un viejo dentro!- repetía yo angustiado y mirando hacia atrás.


El blanco de tu yeso

Por fin te levantas, Sonia. Has descubierto que nuestra hija está sola, que no tiene amigos. Te preguntas cómo pudo engañarte todo este tiempo; te castigas demasiado tachándote de ciega. Sandra es inteligente, jugó bien sus cartas. Incluso te engañó en tus propias narices cuando la dejaste en el cumpleaños de una de sus compañeras de clase. Ahora lo piensas: viste cómo se despedía con la mano en la puerta de la casa pero no la viste entrar. ¿Dónde fue entonces? Tiemblas al imaginártela vagando por un parque o en la soledad de una biblioteca pública.  Vuelves a hundir tu cabeza en la almohada. No, no se trata de eso, Sonia. Se trata de afrontar la situación. Ve a hablar con ella.
            Llego a pensar que me has escuchado pues te incorporas; por fin. Caminas hacia el cuarto de Sandra. El siguiente paso es más difícil, ¿verdad? Tu puño se queda a un centímetro de la puerta. Dudas. ¿Debes tocar o entrar directamente? La educación te dicta lo primero, pero eres su madre. No hay barreras entre padres e hijos. Decides tocar. En mi opinión te has equivocado: tocando le estás dando la opción de que te rechace. Yo hubiera entrado directamente, sin mediaciones.
            -¿Sí?- la oyes decir al otro lado con voz débil.
            -¿Puedo entrar?- le preguntas con miedo.
            Ahora es el silencio lo que obtienes por respuesta. Te dije que no tocaras. Vuelves a cerrar la mano y cuando estás a punto de golpear, he aquí que nuestra hija abre la puerta. No te dice nada, pero al menos te ha abierto. Entras y no sabes dónde sentarte, ni siquiera sabes cómo plantear la situación. Ella se sienta en la cama con el arco del violonchelo en la mano.
            -Intenté tocar-dice señalando al instrumento-, pero con este maldito yeso es imposible.
            -Bueno, dos semanas más. No es mucho tiempo.
            -Dos semanas más- se queja Sandra sin apartar los ojos del violonchelo-, es una eternidad.
            El silencio se impone de nuevo. No sabes dónde posar los ojos.
            -¿Cómo te diste cuenta?- te pregunta ella a bocajarro.
            -Tu yeso- le respondes.
            Ella se mira el brazo derecho sin comprender cómo has podido descubrir á través de su yeso que es una marginada. Confieso que también a mí me tienes en ascuas. Decides darle la explicación antes de que te lo pregunte.
            -Te estaba esperando en la puerta del colegio. Desde el coche podía ver algunos niños jugando en el patio. Dos de ellos tenían el brazo escayolado. Me fijé que a ninguno de los dos apenas le podía distinguir el blanco del yeso. Lo tenían completamente firmado; de hecho, había un niño en ese momento buscando algún rincón donde poder escribir. Entonces pensé que tú llevabas dos semanas con el yeso y el blanco seguía intacto.
            Vaya, me has dejado tan blanco como ese yeso. Creo que yo no hubiera podido relacionarlo como lo has hecho tú.
            -Qué casualidad- empieza Sandra a decir sin quitar los ojos de su escayola-, precisamente hoy pensé en escribir algo en el yeso para que no sospecharas.
            Te llevas las manos a la boca. Tienes ganas de llorar. Lo sé, conozco bien esas cejas que descienden en busca de la nariz cuando tus lágrimas están por desbordarse.
            -¿Desde cuándo te pasa esto?
            -¿Quieres decir desde cuándo soy una marginada?- escupe ella ya sin cortesía- No lo sé, no tengo ni idea; solo sé que un día me quedé sin amigas.
            -¿Pero cuánto hace de esto?, ¿un mes?
            A Sandra se le escapa una sonrisa. En su expresión ves lo ciega que has estado con ella.
            -¿Un mes? No veas cómo me dolía cuando duraba un mes. Después de tres años ya ni me afecta.
            Te congelas. Tres años es mucho tiempo para una adolescente de quince.
            -¿Pero cómo no me lo dijiste?- protestas ahogada por las primeras lágrimas.
            -¿Para qué?, ¿para que hablaras con la directora y las cosas fueran a peor? Además, tú y yo no es que hablemos mucho.
            No sabes lo que es boxear, no sabes lo que es que la sangre te baje de la frente y te nuble la vista; no sabes lo que se sufre cuando el hígado se hincha de tanto golpe, pero imaginas que debe de ser lo mismo a cómo te sientes justo ahora. Te ha dicho una gran verdad. Llevo advirtiéndolo no sé cuánto tiempo: estás perdiendo a Sandra; la pierdes por momentos. Decides no entrar en ese tema. Quieres centrarte en lo que has descubierto hoy.
            -¿Y no tienes ningún amigo?- preguntas esperanzada-, ¿ni siquiera en el conservatorio?
            -Mamá, en el conservatorio no se hacen amigos. Ahí cada uno va a lo suyo.
            -¿Y en el instituto?
            Sandra calla; da la sensación de que quiere decirte algo, hablarte de su amigo, pero se lo guarda. Su silencio te conduce a una cuestión que te gustaría eludir pero que tienes que plantear.
            -¿Alguien te ha pegado?
            Sandra vuelve a mostrar esa sonrisa vencida.
            -Ojalá. No, mamá, no me han tocado, no te preocupes.
           

CLARA DICE

Editorial E-Litterae          

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I

                Mi psiquiatra siempre me recomendó que te escribiera; decía que sería bueno para desahogarme; que con las sesiones y el tratamiento no bastarían. Claro que no bastarían; ni un millón de sesiones y pastillas servirían para sustituir tu presencia, tu olor, tu sonrisa, tu voz. Sin embargo, y a mi pesar, algo de razón debía de tener porque al escribirte siento que te tengo más cerca. Llevo horas delante del papel sin saber qué contarte exactamente. La pluma resbala impaciente por mis dedos, pero es que no quisiera agobiarte describiéndote mi sufrimiento; no sería justo, especialmente ahora que sé la verdad. ¿Cómo culparte? Durante mucho tiempo, más del que pude soportar, sentí que yo había sido la única culpable de tu pérdida; ni siquiera quise compartir esa responsabilidad con tu padre. Me hundí y no permití que nadie me ayudara a levantarme. Viajé a un infierno del que aún no he podido escapar del todo. Quizás contarte mi historia sea el último empujón que necesite para poner en paz mi conciencia.
                Aquel día me acompañó al trabajo un  presentimiento. Ni siquiera podría calificarlo como tal; era una sensación extraña, un vacío que insistía en distraerme.  Había algo que no me encajaba y me fastidiaba no dar con ello, como cuando quieres dar con un nombre y se te queda estancado en la punta de la lengua.
                -Mami, hoy no me encuentro bien.
                Reconocí al momento esa expresión de tu rostro.
                -¿La regla, cariño?
                Casi no te salió la voz. Asentiste como buenamente pudiste y te inclinaste por el dolor hasta recostarte de nuevo en la cama.
                -¿Quieres que llame al instituto y diga que hoy no vas?
                Volviste a asentir, aliviada con mi sugerencia.
                -Pero te quedarás sola todo el día.
                -Mamá, ya soy mayor.
                Te sonreí ilusionada ante el descubrimiento que me hacías, pues, era cierto, yo aún creía estar viendo a mi niña.
                -Sí, ya eres mayor-dije acariciándote la frente-Si necesitas algo llámame al trabajo, o, mejor, al móvil.
                -No te preocupes.
                Y me sonreíste. Si hubiera sabido que ésa era la última de tus sonrisas jamás te hubiera dejado sola. He retenido con todas mis fuerzas en mi memoria esa expresión tuya, las caricias que te di, el tacto de tu piel. Aún creo estar viendo tus ojos, respirar tus palabras. “No te preocupes”. Ojalá hubieras cerrado esa frase con “mamá”; ojalá te hubiera dicho en ese momento todas las cosas que aún no te había dicho y que te tenía guardadas para las ocasiones oportunas, como cuando te expliqué lo que era estar enamorada.
                No pude seguir tu recomendación ese día. Había algo en tu conversación que no me invitaba al sosiego. Pensé en llamarte, pero no quería parecer la típica madre agobiante. Siempre he odiado ese tipo de control sobre los hijos.
                De pronto, un sinfín de números inconexos empezaron a removerse como locos en mi mente. Del uno al treinta y uno. Por mucho que sacudía mi cabeza, aquellos números se empeñaban en llamar mi atención con sus apariciones. Probé con cerrar los ojos, apretarlos con fuerza hasta llegar incluso al dolor, pero aquello fue peor: los números se hicieron más nítidos y más veloces, como si las hojas de un calendario pasaran a una velocidad excesiva esperando a que alguna mano las detuviera. Al pensar en la imagen del calendario me di cuenta de que ése era el mensaje, el sentido de esos números que no paraban de llamar mi atención.
                -¿Te encuentras bien?
                Era mi jefe; imagino que aquella sería la segunda o tercera vez que me hacía esa pregunta. Es un maniático de la puntualidad, pero buena persona.
                -¿Eh? Sí, sí, estoy bien. Estaba distraída, perdona.
                -Te decía que no te olvides de presentarme esos informes a mediodía.
                -Sí, sí, descuida.
                Me miró no muy convencido de mis palabras, sonrió y se fue.
                En cuanto quedé sola, los números volvieron a hacer acto de presencia. En realidad, no es que hubieran desaparecido; más bien habían quedado en letargo esperando a que mi jefe desapareciera. Esta vez, sin embargo, se me presentaron lentamente, como si quisieran que me fijara en un número determinado, en una fecha determinada. Me parecía estar viendo la ruleta de un casino que dejaba de girar ante la atenta mirada de los jugadores ansiosos por conocer el número en el que se detendría la flecha. El cinco, se había parado en el cinco. ¿Por qué?, ¿por qué ese número y no otro? Ahí estaban mis informes esperándome, el reloj avanzando sin remedio y yo sin poder apartar mis pensamientos de ese maldito número, y cuanto más pensaba en él más intenso era el mal presentimiento con el que había llegado a la oficina. Empecé a repasar todos los actos de mi vida en los que ese número tendría algún significado en especial, pero nada hallé: ni mi cumpleaños, ni el de tu padre o hermanos, ni el día de mi boda o el de tu comunión. Lo único que aparecía relacionado con el cinco era el insulso, mecánico y anodino acto de hacer la compra del mes en el supermercado, que generalmente lo hacíamos coincidir en esa fecha.
                El corazón me dio un pequeño vuelco comprendiendo él antes que yo mi descubrimiento. Al aparecer la imagen del supermercado en mi cabeza, entendí la razón por la que esos números, esas fechas, habían insistido tanto en molestarme. Era mi presentimiento que tomaba forma. Tú me habías acompañado al supermercado; nunca querías venir pero ese día te apeteció. Fue maravilloso; quizás el recuerdo reciente más hermoso que guardo de tu existencia. Más que madre e hija, parecíamos amigas ilusionadas por buscar el producto a mejor precio.
                -¿Te ocurre algo?-recuerdo que te pregunté mientras nos tomábamos un batido como victoria por nuestro día de compras-tienes mala cara.
                Entonces arrugaste la cara como lo hiciste esa última mañana tuya.
                -Me está bajando la regla.
                Empecé a repetirme una y otra vez esa frase en la oficina. Busqué un almanaque en mi mesa. Una estupidez: yo sabía perfectamente el día en el que estábamos. Era veinticinco, estábamos a veinticinco. Tú no podías tener la regla esa mañana. Era absolutamente imposible. Me habías mentido; me habías mentido para quedarte sola en casa. Lejos de preocuparme, me quedé más tranquila al descubrir el engaño. Recuerdo incluso que llegué a sonreír ante tu picaresca. Nunca me habías hecho algo así, de modo que la curiosidad pasó a sustituir a la intriga. En el mismo instante en que había decidido llamarte a casa, sonó mi móvil. Me quedé mirando aquel aparatejo sin atreverme a cogerlo. Sabía quién era sin necesidad de mirar a la pantalla, de ahí mi temor. La melodía que identificaba a tu padre circulaba a sus anchas por toda la oficina. Imagino que los compañeros me mirarían molestos o pensando que me iba a ganar la bronca del jefe. En todos nuestros años de matrimonio, tu padre jamás me había llamado en horario de trabajo. Por fin, me atreví a cogerlo.
                -¿Sí?-dije tratando de simular mi incertidumbre.
                -Cariño, tienes que venir a casa-reconocí en su voz un esfuerzo por no derrumbarse. Sonaba débil pero sin intención de parecerlo, más bien lo contrario-ha ocurrido algo.
                “Algo”. Cabe tanto en esa pequeña palabra…Pero tu padre no me quiso aclarar nada, probablemente porque se sentía incapaz; ni siquiera una frase orientadora para prepararme.


II

               
                -¿Quién la encontró?-preguntó el comisario.
                -El padre.
                El policía señaló hacia la sala. El comisario vio entonces a un hombre apoyado en un sofá con la cabeza hundida entre los hombros y pasándose el móvil de una mano a otra. Se acercó hasta él pensando en el tono en el que debía hablarle. De todas las tragedias a las que se había acostumbrado, ésta era, sin duda, la más dura de llevar.
                -¿Usted es el padre?
                El movimiento de Matías fue mecánico; probablemente ni siquiera fue consciente de quién le estaba hablando. Con la vista fija en la pared, y el pensamiento anclado en su esposa, parecía una estatua esperando a ser embalada.
                -Soy el comisario Trápaga. Sé que ésta situación es muy difícil pero tengo que hacerle unas preguntas.
                El mensaje tardó en llegar al receptor, como si Matías fuera el corresponsal de un telediario que, en tierras lejanas, aguarda delante de la cámara, sin hacer una mueca, a que le llegue la pregunta del presentador.
                -Deberían llamar a un médico.
                -¿Cómo dice?-preguntó Trápaga confundido.
                -Deberían llamar a un médico-repitió Matías lo mismo que un robot; un robot triste.
                Trápaga odiaba estas situaciones. Sabía que los afectados reaccionaban de las formas más impredecibles, pero aquella pregunta le había cogido totalmente desprevenido. ¿A qué venía?, ¿acaso no sabía que ya no había nada que hacer? Lo más duro era tratar con los vivos, pensó, tratando de buscar cómo aclararle la situación a aquel hombre sin hacer más daño del que ya había en la casa.
                -Verá, supongo que sabe que ya…que su hija…
                Matías miró por primera vez al comisario. Aquellos ojos bañados de tragedia le cortaron el habla.
                -No estoy pidiendo un médico para mi hija-miró entonces hacia el cuarto de baño como si quisiera despedirse de ella-estoy pidiendo un médico para mi mujer. ¿No cree que debería venir un médico para mi mujer?
                El comisario no pudo disimular su desconcierto.
                -¿Es que su mujer está aquí?
                -No, pero no tardará en llegar. Harían bien en traer un médico.
                -Ya-dijo el comisario en un susurro equivalente a una especie de velada indiferencia-¿Usted fue quien la encontró?-Matías asintió-¿no había nadie más en la casa?
                -No, nadie más.
                -¿Por qué estaba su hija en casa? Quiero decir: ¿por qué no estaba en el colegio?
                Matías no pudo contestar. Una voz femenina que llegaba de la escalera insistía al policía que custodiaba la entrada su derecho a entrar en el piso.
                -Es mi mujer-suspiró Matías olvidándose de la pregunta del comisario. El momento que más había temido había llegado. Miró al suelo tratando de pensar en mil formas de explicar lo sucedido.




LOS TRENES PERDIDOS
Editorial E-Litterae     

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1. El padre Gregorio

Puedo imaginarme al padre Gregorio abriendo sus enormes y saltones ojos negros ante los inevitables y repetitivos cantares del gallo. Incluso, si hiciera el esfuerzo, podría imaginarme a esa espantosa y maloliente ave de corral pavoneándose por sus dominios sabiéndose observado por los miembros de su muy particular harén. Sí, ¿por qué no imaginarlo? Tengo tiempo. El viaje promete ser largo, o puede que ése sea mi deseo, que este tren al que he subido de forma del todo imprevista e intempestiva me porte lo más lejos posible de mi propia persona. Quién iba a decirme esta mañana que acabaría yo inmerso en esta aventura tan deliciosa; quién iba a decirme que conocería a éstos mis nuevos amigos. En todo el tiempo que llevaba viniendo a este mágico balneario de la bella Aragón, jamás pensé que me sucedería algo así; ni siquiera se me pasó por la cabeza la posibilidad de que me resucitaran de semejante modo. Me siento vivo. Mi corazón late aceleradamente. He de serenarme, recomponer mis pasos, recrear en mi mente todos los elementos de esta historia antes de que el tren me aleje definitivamente de mi pasado.
Detengo pues mi imaginación un instante en ese apestoso gallo, inservible bípedo de inútiles alas; no merece mucho más tiempo en esta historia. Me lo imagino deleitándose con su reflejo, cual narciso enamorado, en un mísero charco, pero con el desdén característico de los de su especie. Con ese mismo desdén bravucón e ibérico marca sus patas de palillo en el fango rumbo a la carretera donde nos otorgará a los demás seres miserables de este planeta la gracia de despertarnos con su voz altisonante ante los primerísimos centelleos del astro rey. Probablemente fruto de alguna desagradable experiencia anterior, nuestro gallo mira a ambos lados de la carretera antes de comenzar a atravesarla. Desobedeciendo o, quizás más apropiado, desafiando cualquier lógica se detiene justo en medio. Tras de sí, su legión de admiradoras cluecas; ante sus ojos, el pueblo de Alhama de Aragón. Ese es su objetivo a batir, aunque más correcto, sin duda, sería decir a levantar. Cual Caruso de cuarta fila se aclara la garganta. No desea decepcionar a su auditorio. Contonea un poco su cuerpo, provocando una pequeña hecatombe en la microscópica y copiosa población de sus alas, y cuando el primero de los rayos solares contrae sus pupilas, empieza a cantar, por calificarlo de alguna manera. No cesa en su canto y no cesará hasta que el último de los habitantes de Alhama se haya despertado.
No había sido el padre Gregorio precisamente de los últimos en alzarse ese día, sino más bien de los primeros. Persona de costumbres bien arraigadas, gustaba de hacer un buen rato de oración antes de comenzar los quehaceres diarios propios de su vocación, que en Alhama, además, no deben ser demasiados.
Esa mañana temprana de primavera, el padre Gregorio había adelantado toda su mecánica rutina para acudir a tiempo a la estación del pueblo. Le fastidiaba en extremo estar rodeado por aquella multitud y que la banda del pueblo no cesara en sus desafinos, pero ¿Qué le iba a hacer? No podía irse, tenía que estar presente en el momento en que llegara el tren. La ocasión lo precisaba; a eso se había comprometido. Mientras oteaba el férreo horizonte no dejaba de suspirar pensando en cuánto se trastocaría a partir de aquel día su ya tan añorada rutina.
Uno de los aspectos que distinguen al sacerdote de este peculiar pueblo es que se aleja en modo absoluto de la imagen que podamos tener de un miembro de la iglesia, o al menos derrumba con virulencia todos mis prejuicios en este sentido. Asombra su delgadez. Al observar sus huesos marcados en el rostro me pregunto siempre si no anda muy lejana la última vez que probó bocado. Preocupa la humildad de una sotana milenaria o quizás muy pocas veces lavada. Impone su seriedad; he oído incluso que por aquí nadie aún le ha visto sonreír, y ya son años. No podría atinar con su edad; sus canas y clareas me dan una pista; los surcos en frente y mejillas me orientan en la dirección de la sesentena, pero me confunden irritantemente la agilidad de sus piernas y la vida que desprende su mirada. Es sin duda esto último lo que a mi juicio destaca sobremanera en el padre Gregorio, sus chispeantes ojos oscuros que en muchas ocasiones hablan por él. Asusta, aunque ahora el asustado sea él. No es para menos. Los minutos pasaban inexorablemente para el sacerdote en la estación. “los caminos del señor son inescrutables” se repetía a modo de consolación, ¿o era flagelación?
Nunca he tenido el placer, ni la curiosidad, y las ganas tampoco, gastando así una sinceridad de la que apenas me quedan ya unas migas, de entrar en la casa del sacerdote.  Pero a tenor de los comentarios de sus feligreses y de las pocas ocasiones en que con él he cruzado unas palabras, no me resultará muy laborioso imaginármela. En su lecho, yo le adjudicaría categoría de catre, permanece el padre Gregorio con los ojos abiertos, fija la vista en algún punto de su descascarillado techo, agradeciendo al Señor la visión de un nuevo día. La austeridad en persona es quien le rodea. Sólo una gastada imagen de la Virgen del Pilar adorna la desnudez de unas paredes entristecidas por años de desinterés hacia ellas. Sorprende que como único mobiliario de su dormitorio encontremos otra cama, algo improvisada, eso sí, pero cama después de todo. Al incorporarse, el padre Gregorio detiene su mirada en el lecho vacío e inevitablemente se le escapa un suspiro cargado de resignación. Y no es para menos sabiendo lo que ha de atender a partir de esa mañana. Se le ha encomendado una complicada tarea; una labor que sin duda le apartará de su anodina aunque placentera monotonía; y no se sabe capaz de afrontarla con éxito. A pesar de que lleva días preparándose para ello, siente que sus energías son escasas, o quizás sea la voluntad lo que escasee. Sacude con brusquedad su cabeza queriendo desprenderse de tal debilidad y endereza el rumbo hacia una nueva jornada.
En el frío silencio de su cocina, gasta el padre Gregorio un gran tazón de leche caliente, su único sustento hasta el almuerzo. Presiona la parca cerámica queriendo contagiarse del calor que desprende su frugal desayuno. Las mañanas en Alhama siempre son frías. Tras rociarse la cara con el agua gélida de su palangana, se endosa su larga y holgada sotana que le cae sin resistencia alguna hasta los pies. Sorprende pensar que bajo esa oscura tela haya un cuerpo que respire. Incluso el alzacuello se desenvuelve con desparpajo por encima y debajo de su huesuda nuez. Diríase que nada hay en su aspecto físico que pueda importarle lo más mínimo. Misal en mano, coge su sombrero, la llave de la iglesia, se santigua y emerge al exterior.
Aunque la banda continuaba con su tortura acompasada, el padre Gregorio había abstraído todos sus sentidos hacia el reloj de la estación. No quedaban más que dos minutos para que el tren demostrara a todos una vez más su conocida impuntualidad. ¿Sería verdad todo lo que había leído en aquel telegrama? ¿Qué clase de cristiano podía ser una persona que huye por semejantes motivos, que provoca tan enconados odios? Cómo deseaba el párroco estar en su querida iglesia en ese momento y olvidarse de todo.
Todo el desapego que pueda albergar el sacerdote hacia su propia persona se desvanece cuando entramos en la iglesia de Alhama de Aragón. Al ver el esplendor que exhala tan pequeño templo, podemos suponer que en realidad el padre Gregorio guarda todo su afecto, su mimo, su gusto, su amor exclusivamente para su parroquia. Baldosas, bancos, santos, vírgenes, órgano, retablo, todos brillan incólumes ante los sorprendidos ojos de un visitante inadvertido, aunque estos sean pocos, pues la fama de su belleza ha sobrepasado con mucho los límites del pueblo hasta llegar incluso a ser tema de interés en los cafés tertulianos de la propia Zaragoza.
Y es precisamente ahí, en la iglesia, donde el padre Gregorio consideraba que daba comienzo el día. Los pesados giros de la llave resonaron en el templo anunciando la inminente entrada de su pastor. Siempre había albergado el padre Gregorio la impresión de que aquellas imágenes que tanto gustaba de cuidar se alegraban de verle. Él les respondía con una sentida genuflexión general al tiempo que se descubría la cabeza; acto seguido mortificaba sus rodillas con media hora de rezos y plegarias. A continuación, se sentaba y clavaba sus ojos en el sagrario, perdiendo, como era habitual, la noción del tiempo. En su contemplación no dejaba de rogar por unas fuerzas que creía más que necesarias para afrontar lo que se le venía encima. Buscaba continuamente la vía más clara, el camino más llano para conducir la situación con la competencia que se le había solicitado.
Absorto como estaba, tardó en asimilar que esos sonidos que se habían ido introduciendo en su cabeza desde unos minutos atrás no eran propios de esas horas de la mañana, no eran propios del lugar, ni siquiera eran propios del mes en el que estaban. No era lógico, se saltaba todas las normas de lo común que la banda del pueblo se estuviera exhibiendo a todo volumen con una de sus fanfarrias más sonadas. Además, a esas horas incluso el desafino era mayor de lo habitual. Con el gesto propio de un incómodo enfado, el padre Gregorio se alzó para avanzar con resolución hacia la puerta. El espectáculo le sorprendió aún más. Efectivamente, la banda del pueblo, con sus mejores galas, con sus instrumentos desprendiendo brillo además de notas, avanzaba calle abajo. A punto estuvo el sacerdote de lanzar un enérgico grito de protesta, cuando se percató de que tras los músicos se encontraban el alcalde, sus concejales, el cacique del pueblo con su señora, y tras ellos toda una representación de los estratos sociales del lugar portando algo en común, alegría. Sólo cuando alcanzó a leer la pancarta de la cabecera entendió toda aquella algarada . El acto de bienvenida; lo había olvidado por completo. Todo el pueblo había reaccionado entusiasmado cuando se supo que el famoso coronel Jiménez pasaría unos días en el pueblo con su señora. Harto conocido por sus hazañas bélicas en Marruecos, ahora había añadido a su brillo la realización de unos programas radiofónicos que levantaban emociones enfrentadas en todos los rincones de la joven República, incluida Alhama de Aragón. Merecía un recibimiento digno de su persona. Y con esa sana intención marchaban todos hacia la estación de tren.
En medio de aquel trajín, recordó nuestro cura que él también debía ir a la estación, que a él le correspondía igualmente dar una bienvenida, aunque fuera a una persona bien distinta a la del prestigioso militar. Entró raudo en la iglesia a por su sombrero y tras amasar todo el fuelle del que era capaz se apresuró hacia su destino. Pero por mucho que se esforzaba, no era capaz el padre Gregorio de abrirse paso entre aquella ilusionada marabunta. Conocida era su escasa paciencia, sus arrebatos incontrolados cuando ésta alcanzaba su mínimo de existencias, sus subidas de tono cuando algo le exasperaba. Pero por muchos empujones que dio, sólo pudo alcanzar la comitiva de autoridades que seguía los pasos de la banda.
—Hombre, padre Gregorio, ya empezábamos a pensar que no venía —dijo sonriendo el alcalde—. Tenga, tenga.
Se desprendió el alcalde de la parte de su pancarta para dársela a un despistado padre Gregorio que de inmediato se sintió como ratón en una ratonera. De la sartén había caído de lleno al fuego. Nada que hacer. Con los dientes apretados hasta el dolor, aguantaba su rabia el sacerdote caminando en esa colección de hombres ilustres hasta alcanzar la estación. Un camino que se le hizo interminable. Cientos y cientos de pasos soportando aquel desafinado trombón que tenía delante de él. Aquella mañana, quién sabe si por lo inusual de la hora, la banda se mostraba más desacertada que nunca. Diríase que aún no habían despertado. El gallo, después de todo, no había hecho del todo correcta su labor. Siempre había pensado el sacerdote que aquel estropicio musical se debía al erróneo reparto vocacional de sus músicos, de tal manera que el trombón era tocado por un fideo de hombre, el flautín por un orondísimo aficionado, el bombo por el que tenía el honor de ostentar el título de vecino más delgado del pueblo, el triángulo por un rechoncho niño que andaba siempre con la boca manchada de chocolate, los platillos por un adolescente bizco y enclenque que apenas sí acertaba cada vez que debía enfrentar aquellos dos dorados metálicos,  y así con el resto de músicos e instrumentos. Formaban todo un esperpento de estampa. Para el cura de Alhama aquello sólo podía presagiar malos vientos para la difícil tarea que estaba a punto de emprender.
Ya en la estación, le resultaba demasiado embarazoso apartarse de aquella multitud expectante, de modo que continuó, pancarta en mano, deseando que el tren llegase de una maldita vez.
De pronto, la banda interrumpió su lamento y todos los presentes giraron sus cabezas hacia la lejana izquierda. Un remolino de humo blanco acompañado de unos silbidos rebosantes de entusiasmo anunciaba la presta llegada del caballo de hierro. Un rumor cargado de expectación pronto superaría a aquellos sonidos. En medio del creciente murmullo no pudo menos el sacerdote que lanzar un suspiro de resignación sazonado con algo de nerviosismo. Pronto seguirían a aquella exhalación unas palabras que sólo él pudo oír.
—Será lo que tú quieras que sea, Señor.




2. Lorenzo

Puedo imaginarme perfectamente a Lorenzo. Quiero imaginármelo. A pesar de que ahora mismo lo tengo frente a mí, prefiero cerrar los ojos e imaginármelo en aquel vagón rumbo a Alhama. Le veo sonriendo. Es una sonrisa la suya un tanto socarrona, está pidiendo algo; en aquella mañana soleada, aunque algo fría todavía, la sonrisa de Lorenzo hablaba por él. ¿De qué hablaba? De sexo, como de costumbre cuando veía a una mujer, y a ésta en concreto llevaba ya tiempo mirándola. Era una mujer que podría estar rondando perfectamente la cincuentena. Me atrevería a decir que veinte años antes gozaría de muy buen ver, pero ahora el otoño de sus años había empezado a marchitarla haciéndose evidente el paso del tiempo en sus pequeños y proporcionados mechones blanquecinos y en su rostro cansado. Sin embargo, uno de sus atributos lo conservaba aún de manera notable, sus pechos, y era esto lo que llamaba poderosamente la líbido del joven Lorenzo. Nada importaba que estuviera acompañada por el que probablemente fuera su marido, un hombre del que hasta ese momento sólo había podido ver el periódico abierto al que se aferraba ocultando su cuerpo de cintura para arriba, unos pantalones impecablemente planchados y unos zapatos que resplandecían hasta hacer apartar la vista. El hecho de que llevara al menos media hora agarrado a la misma página hacía suponer que estaba durmiendo. Ideal para los improvisados planes de Lorenzo.
En cuanto se sintió observada, la mujer trató de apartar la vista como mejor pudo. Bien miraba por la ventanilla, bien jugaba nerviosa con los dedos tratando de mantener la mirada lo más baja posible, bien trataba de buscar a su acompañante tras aquel desplegable de noticias con la reforma del cuerpo de militares en portada. Pero de nada servía. Acababa siempre por encontrar, cada vez con más interés, los ojos de tan atractivo desconocido.
Como cada cual en su oficio o en sus aficiones más apasionadas, Lorenzo poseía un hábil control sobre cada una de las fases de su seducción. La primera ya la había llevado a cabo: captar la atención de su presa. La segunda era, sin duda, la más satisfactoria, la que más henchía su orgullo, pues era la que daba luz verde al resto de las fases y consistía en iluminar el rostro del objeto de su pasión. Esa luz que todos poseemos, pero con frecuencia olvidamos y pronto se apaga sucumbida por los avatares cotidianos de nuestra existencia, Lorenzo era capaz de encenderla. A veces le bastaban unos simples segundos, en otras ocasiones era cuestión de avivar con constancia la llama. La mujer de aquel vagón de primera clase se podía enmarcar como un caso intermedio. Su rostro fue recuperando su luz a medida que se convencía de que era cierto, ese joven helénico la miraba con ojos de lobo en celo. ¿Quién sabe cuántos años de monotonía se esfumaron sabiéndose admirada por alguien veinte años menor que ella y además con semejante porte? Ya no retiró sus ojos de los suyos. Su rostro resplandecía como adolescente que se abre a la vida. Luz verde.
La siguiente fase era la que más excitaba a Lorenzo, el contacto físico, y cuanto más arriesgado mejor. En esa ocasión, la escena implicaba un riesgo considerable. Un movimiento brusco y se encontraría con un marido ofendido demasiado cerca y además sin vía de escape. Irresistible. Sin previo aviso, se inclinó con sigilo hasta alcanzar con su mano la pierna derecha de la mujer, que de inmediato reaccionó tensando todo su cuerpo, aunque procurando no despertar sospechas con ruidos indeseables y, por supuesto, sin apartar la pierna. Acto seguido, la mano de Lorenzo empezó a avanzar bajo la falda con dirección inequívoca. El placentero escalofrío que recorría el cuerpo de la mujer ante el experimentado tacto de su pretendiente fue interrumpido bruscamente cuando su marido dio señales de vida. Con un movimiento enérgico, aquel hombre pasó página a su periódico aunque dejándolo en la misma posición de cortina cerrada. Después de todo, no estaba dormido. Los reflejos de Lorenzo fueron dignos de elogio, pues como el rayo simuló que se ataba uno de sus zapatos. Una vez pasado el peligro, Lorenzo volvió a coger camino con su mano compartiendo una sonrisa de complicidad con su dama. Sin embargo, antes de que los espasmos contenidos de ella les delataran ante el calor del contacto llegando a su muslo, Lorenzo interrumpió su ascenso y regresó a su posición anterior.
No fue un acto casual ni un súbito arrepentimiento; formaba parte de su siguiente fase: la desesperación. Poner un caramelo en la boca para luego arrebatarlo a medio saborear. Sin apartar los ojos de su víctima, Lorenzo sabía con certeza que en aquel momento ella aceptaría con ciega pasión cualquier propuesta que le insinuara. Y la insinuación no tardó en llegar. Con un simple movimiento de sus cejas y una leve inclinación de la cabeza, la mujer entendió que Lorenzo la estaba invitando a salir para encontrarse lejos de su marido. Lorenzo suponía que la mujer terminaría por utilizar la excusa más previsible, aunque eficaz, en estos casos. No se equivocó.
—Querido, no me encuentro muy bien, voy un momento al servicio.
En cierto modo no mentía. El volcán que se estaba encendiendo en su interior la había acalorado hasta el punto de empezar a ahogarla. Tras el corto refunfuño afirmativo de su marido, salió medio tambaleándose del vagón. Ahora era sólo cuestión de una pequeña y cauta espera.   
Tiene Lorenzo la virtud, o quizás la fortuna, de poseer en propiedad unos atributos que le proporcionan muchos éxitos, sobre todo entre las mujeres, y le ahorran muchas palabras, también entre las féminas. La sonrisa ya la he mencionado, aunque me gustaría añadir que es capaz de amoldarla con precisión a cada uno de sus propósitos, en especial el de hacerle el amor al sexo opuesto. Es ese propósito, precisamente, el que le porta hacia el pueblo de Alhama, contra su voluntad, todo sea dicho de paso.
¿Qué puedo decir de sus ojos? Desprenden un candor que quien fija la vista en ese azul turquesa ya no puede librarse de ellos. Aunque baje con presteza sus párpados fruto del estupor, la imagen de esa mirada permanece inexorablemente en la retina durante un buen rato, quizás para siempre. Al igual que hace con su sonrisa, tiene Lorenzo un repertorio de miradas para salir exitoso en cada una de las circunstancias que le presenta la vida, en concreto la de seducir a las mujeres. Ninguna puede resistir su mirada. Incluso la más abstemia queda embriagada por esos ojos cazadores. Metaforizando un poco, si nuestro efebo seductor fuera el majestuoso Ebro no habría presa que aguantara los embates de su corriente demasiado tiempo. Por mucho que se hubieran esmerado en la dureza de los materiales, más tarde o más temprano los muros acabarían cediendo y el río seguiría su curso hasta encontrar un nuevo obstáculo que derribar. A veces las paredes se desploman con suma facilidad a su paso, sin embargo en otras ocasiones debe esforzarse más de lo supuesto, hasta el punto de tener que filtrarse en sus cimientos y no parar hasta corroerlos y contemplar satisfecho como cede la estructura. El agua siempre se abre camino, al igual que Lorenzo, y en ello sus cautivadores ojos contribuían sobremanera.
Su rostro representa la mezcla equitativa de un efebo griego y un macho ibérico. Ninguna desproporción, ningún error, todo delicadeza pero al mismo tiempo unos rasgos que lo masculinizan evitando cualquier tipo de confusión. En cuanto a su físico, los mismísimos genios del Renacimiento disputarían por tenerlo como modelo, aunque yo encuadraría su cuerpo más en el prototipo de Donatello que en el de Miguel Ángel.
Su elegancia es natural, aunque la endosa con un excelente gusto en el vestir. Debo añadir que hasta en esto es afortunado, pues sus progenitores se preocuparon desde muy temprano en otorgarle todo tipo de lujos, costumbre que todavía hoy, con tres décadas encima, no ha dejado de disfrutar. Su padre es un prestigioso ingeniero madrileño enriquecido especialmente con el último de los tramos de la tan discutida Gran Vía, y por lo que sé está empezando a perder la paciencia con los desmanes amorosos de su hijo. Pero cualquier tentativa en este aspecto por su parte me atrevo a pronosticar que se saldará con un estrepitoso fracaso, porque sencillamente su hijo es encantador, y Lorenzo es plenamente consciente de su propio encanto, de su personalidad arrebatadora capaz de brillar en la más oscura de las cavernas. Es imposible enfadarse con él, hacerle un reproche, incluso desearle algún mal, con una sola excepción, la de los maridos ofendidos cuando le descubren con el objeto de sus deseos: las esposas. Es entonces cuando sus encantos se dejan de remoloneos y huyen lo más rápido que pueden hasta protegerse bajo la falda de su madre y la influencia de su padre. Pero incluso esta influencia ha llegado a su límite.
Aquella mañana, en el tren que se dirigía a Alhama de Aragón, nuestro joven seductor sabía muy bien que no era ni apropiado ni sensato salir inmediatamente detrás de su nueva conquista. Con la calma que da la experiencia, dejó Lorenzo pasar unos minutos para salir luego con la  naturalidad que sabía gastar en tales ocasiones. Incluso antes de abrir la puerta se permitió lanzar una sonrisa de superioridad a aquel marido envuelto en periódico.
Según decía Óscar Wilde, la mejor forma de vencer la tentación es caer en ella. Se ve que aquella mujer madura, casada y de aspecto recatada había leído al autor irlandés pues no diría yo que cayera en la tentación, más bien, y a juzgar por sus jadeos y suspiros, se lanzó de cabeza en ella con una pasión que sorprendió al propio Lorenzo. En la penumbra del vagón de equipajes, los dos pecadores daban rienda suelta a sus instintos más primarios. Para Lorenzo no era más que la realización de su necesidad diaria, lo cual no significaba que el muchacho no pusiera empeño en tan placentero menester. Sus manos expertas recorrían el cuerpo aún macizo de su conquista deteniéndose con interés en aquellos dos promontorios que llevaba por pechos. Pero por mucho que intentara sumergir su cabeza entre ellos, le resultaba imposible pues su víctima insistía con vehemencia en que sus labios carnosos continuaran dejando huella en los suyos. Demasiada vehemencia empezaba a pensar el joven seductor, cuya iniciativa había quedado ya ahogada por la de su víctima, y cuyo cuerpo comenzaba a estar a expensas de aquella inesperada loba hambrienta. ¡Quién lo hubiera dicho!,la presa convertida en cazador. En muy pocas ocasiones se le había virado la tortilla a Lorenzo, y sucedía que en tales casos perdía muy fácilmente el interés, evaporándose su libido por el calor de su amante que, en su sofoco, aún no había notado la diferencia.
Era preciso reaccionar con presteza, despabilar su habitual ingenio para buscar una vía de escape, una manera de protegerse de aquel terremoto. Pero era inútil, cada vez que intentaba emitir algún sonido, su voz quedaba absolutamente anegada por la estertórea pasión de la mujer que, bajo ningún concepto, deseaba interrumpir su particular retorno a tiempos mejores. Tenía en mente Lorenzo hacerla despertar con la amenaza del tiempo transcurrido y la más que probable preocupación de su marido ante su tardanza, obteniendo únicamente pequeños triunfos a modo de palabras sueltas.
—Es... tarde… —ahogo—, es —ahogo— tarde… —ahogo prolongado— Mi marido… —ahogo preocupante— …volver —toma de aire urgente.
No se imaginaba Lorenzo que la solución a tan agobiante problema estaba a punto de llegar sin llamar. Había cometido el error de menospreciar a aquel bulto onomatopéyico que se ocultaba tras un periódico. Error habitual en él, por cierto, el de subestimar a los maridos. No podía imaginar que tras ese gran diario se escondía un rostro imponente de severidad, de mirada desafiante y perspicacia aguda que transcurridos unos más que razonables diez minutos inclinó su periódico al tiempo que sacaba el reloj de su bolsillo. No podía sospechar Lorenzo que ese hombre tenía por costumbre endosarse su uniforme de militar incluso en sus viajes de descanso, acompañado, además de su señora esposa, de su arma reglamentaria. Sus ojos de soldado en permanente estado de guerra llevaban posados unos segundos en el asiento vacío de Lorenzo. Era evidente que el engranaje de su cerebro se había puesto en marcha, cavilando, atando cabos a marchas forzadas. Decidió que era poco probable que aquello que le sugería su imaginación estuviera pasando en la realidad. No creía que ese joven fuera tan insensato. Además, alguien escucharía sin duda los gritos de su mujer pidiendo auxilio. Asunto zanjado; vuelta al periódico. Pero he aquí que cuando sus ojos revolotearon de nuevo por la diminuta letra de la actualidad española, se detuvieron inconscientes en un anuncio publicitario. Unos brillantes mocasines negros parecían sonreírle desde la zapatería Fernández, todo a buen precio. ¿Por qué le llamaban tanto la atención esos zapatos? Si ni siquiera le gustaban. La sensación de estar a punto de descubrir algo sensacional era demasiado intensa como para abandonarla sin más. Sus pupilas permanecían fijas escudriñando la fotografía. Tenía que ser algo reciente, cercano, de lo contrario no se explicaba tanta intriga. Pasó revista a sus recuerdos más actuales; los llevaba perfectamente ordenados y clasificados. Fue desechándolos todos hasta que llegó a su más cercana vivencia. Eso es: el joven presuntuoso que les acompañaba en el vagón. ¿Pero que tenía que ver él con esos zapatos del anuncio? No había terminado de hacerse la pregunta cuando cayó en la cuenta, dio con el acertijo y se levantó hecho una furia llevándose la mano a la cartuchera. Había visto a ese joven atándose los zapatos. Entonces no se percató, pero ahora estaba seguro. Los zapatos de ese mequetrefe no llevaban cordones: eran mocasines.
Atrapado aún en aquella trampa que era la boca de la apasionada señora, Lorenzo tuvo el reflejo, aunque me inclino a pensar que una vez más se trató de su buenaventurada fortuna, de mirar hacia la puerta del vagón. Una sombra emergía amenazante desde el umbral e iba directo hacia él.
—¡Maldito canalla! ¡Hijo de perra! —gritó el militar.
Lorenzo aprovechó el tremendo susto que se llevó el marido ante el histérico grito de su mujer para escabullirse entre el mar de apelotonadas maletas y baúles que flotaban en la penumbra.
—Calla, coño —le increpó el ofuscado militar, pero cuando volvió a apuntar con su pistola Lorenzo ya había desaparecido.
—Me forzó, querido —balbuceó la mujer— me obligo a venir aquí y...
No terminó la frase. Se lanzó al hombro de su marido y rompió a llorar.
—Tranquila, querida —su voz desprendía un claro tono de venganza—, está en un tren. No podrá ir muy lejos. 




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