ENTRE EL ESPERPENTO Y EL ESCALOFRÍO (primeras páginas)

1

 
Actores, cómo los detesto. Siempre tan seguros de sí mismos, siempre con esa sonrisita afectuosa con la que pretenden conquistarnos, pero en el fondo tan condescendientes, tan superiores ellos. Con esa figura bien plantada y esa voz de seductores de pacotilla. Sólo porque son famosos tenemos que sonreírles, seguirles el juego, alabarles, buscarles. Si les parece, también tendríamos que arrodillarnos ante ellos y limpiarles los zapatos. Seguro que les invitan a infinidad de fiestas, que no pagan en los restaurantes y que las azafatas de los aviones, ¿o debería decir auxiliares de vuelo?, les dan sus números de teléfono; no como a nosotros, pobres pasajeros insignificantes de segunda clase, merecedores únicamente de su típica sonrisa tan falsa como insípida. “Gracias por volar con nosotros”, te dicen al salir, como si la experiencia hubiera sido de nuestro agrado. Idiotas.
Estos actores creen que la vida es como las películas en las que trabajan; bueno, lo de trabajar es un decir, porque a cualquier cosa le llaman trabajo: pagarte por meterte en la piel de otro, por hacer de alguien que no existe mientras viajas y comes con todos los gastos pagados. Por Dios, si ni siquiera se peinan ellos. Y yo aquí, partiéndome el culo para llevar el sustento a mi familia; arriesgándome la vida sin saber si por la noche regresaré a casa o si el jodido forense de turno me estará abriendo en canal para hacerme la autopsia mientras se come un sándwich de atún con mayonesa y busca, con esas gafas de culo de botella que tiene, la bala que me ha perforado el hígado. Estos actores creen que por tener esa cara bonita se les van a abrir todas las puertas. Pues conmigo está muy equivocado ese mediatinta. ¿Quién se ha creído que es? Venir a mi comisaría a hacerme perder el tiempo con sus estupideces de fumaporros, porque eso es lo que son todos, unos fumaporros grifientos, como si yo no tuviera cosas más importantes que hacer. Que soy comisario, leches, que no tengo que aguantar estas memeces a mi edad. Pero claro, como ese niño bonito le ha enseñado su sonrisa de perlas al alcalde, y éste le lame el culo a cualquiera por ganar un voto, y mucho más si se trata de un actor famoso,  ahora resulta que yo tengo que dedicarle MI  tiempo. Pues mi tiempo es mío y bastante ocupado que lo tengo. Pensar que mi mujer admira a ese gilipollas. Cuando le cuente que ha venido a verme no se lo va a creer. Pensándolo mejor, no voy a contárselo, capaz es que me insiste para que le invite a cenar. Una mierda invito yo a ese soplagaitas a mi casa y que luego mis hijas pierdan el sueño porque no sólo les ha sonreído sino porque ha compartido mesa, MI mesa, con ellas y vayan como locas al día siguiente al instituto restregando a todo el mundo su puto autógrafo. Por mí que se meta el autógrafo por su culo de estrella. Y encima con ese gesto estúpido que hace cada vez que termina una frase, como si hubiera dicho algo importante.
            ¿Qué es esto? ¡Pero si hasta he cogido notas y todo! Lo habré hecho por instinto, para evitar mirar su cara de niño guapo y no tener que vomitar. ¿Y qué me viene a contar éste de su cumpleaños? ¿A mí qué coño me importan sus orgías pajilleras?, como si yo quisiera pillarme algo contagioso. No le he entendido ni una sola palabra. Que vaya a un vidente o a uno de esos frikis astrólogos de la tele  y que me deje en paz con sus putos fantasmas.


2


            Francisco Villalobos era actor. ¿Quién no ha oído hablar de él, aunque sea mal? Francis, como le gustaba que le llamaran. Lo tenía todo: juventud, belleza, cuerpo y una sonrisa que derribaba murallas. Él lo sabía, vaya si lo sabía. Desde su más tierna adolescencia había entendido que la naturaleza le había dotado de unos atributos con los que en este país se podía triunfar con facilidad sin necesidad de ser especialmente talentoso; y él triunfó. Sólo con su sonrisa, ni siquiera tuvo que decir una palabra, había logrado entrar en la publicidad de dentífricos; de ahí un pequeño empujón lo había introducido en el mundo de los videos musicales más o menos sin sentido, y de éstos no había tenido más que dar un paso para introducirse en las series televisivas, ávidas de caras bonitas e imberbes, destinadas a un público mayoritariamente juvenil en el que, ni que decir tiene, se desenvolvía de maravilla.
Independientemente de la calidad de aquellas series de mierda, Francisco, perdón, Francis, se convirtió en el ídolo de miles de jovencitas que, sencillamente, le adoraban. Asimilar tanta fama con veinte años no es fácil y, para ser sinceros, él no ocupó gran parte de su tiempo en hacerlo. Enriquecido y endiosado por una audiencia no muy exigente, pronto entraría nuestro joven actor en un mundo donde el dinero no daba la felicidad, la compraba. Pero él nunca se detuvo a pensar en aquella pequeña sutileza. Le importaba bien poco. Aquello por lo que se desvivía, la razón de ser de su nueva vida, era la adulación que le profesaba su ejército de acólitas histéricas, las alfombras rojas que le extendían en los restaurantes y las salas vips de las discotecas donde, ni que decir tiene, los medios de diversión corrían siempre a cargo y cuenta de sus amistades. Su encanto era tal que le permitía manejar a la prensa rosa a su verdadero antojo. De todos modos, adoraba a los fotógrafos, se relamía al ver su rostro pulido en las portadas de las revistas, se extasiaba cada vez que su agente le confirmaba una entrevista para la televisión y firmar autógrafos le reportaba a un estado semejante al del éxtasis. Nada podía frenar su ego, precisamente porque todo lo que le rodeaba contribuía a ensalzarlo.
Así las cosas, el salto al cine no tardaría en producirse. Aprovechando los últimos coletazos del éxito de una serie a la que, a ojos vista, le iban sobrando ya un par de temporadas, sus productores decidieron que había que trasladar la historia y sus personajes a la gran pantalla. El éxito fue insospechado,  demostrando aquella película que Francis era una máquina de hacer dinero. Su nivel adquisitivo alcanzó unas cotas que jamás hubiera imaginado. Bañado en oro, fama y sexo, Francis se consideraba el amo del universo. No era muy original en sus sensaciones, pero así era la realidad, su realidad.
Todo el mundo quería ser su amigo, todos querían tener algo que ver con él y con lo que le rodeaba, fuera físico, líquido o gaseoso. A medida que sus intervenciones en el cine aumentaban, su talento no sólo no mejoraba sino que continuaba tan exiguo como la sinceridad de sus nuevas amistades. Pero era inmensamente feliz, ¿quién no lo sería en sus circunstancias?
Las fiestas en su casa eran muy populares, siendo conocida la anécdota de que incluso había sido capaz en una de ellas de cautivar a los policías que habían venido a clausurarla, alertados por los vecinos,  para que se quedaran y se unieran al grupo. Si no estabas invitado a sus juergas significaba, simplemente, que no eras nadie, que no pertenecías a su mundo, que estabas fuera de juego y créanme, mucha gente perdió la dignidad por estar incluido en su lista de invitados. Francis no conocía ni a la mitad de ellos, pero a todos los  consideraba sus amigos. El alcohol, las drogas y los preservativos corrían a raudales en aquella su casa. Muchas películas fueron concretadas al amparo de una tenue lámpara de rincón,  del mismo modo que las carreras de numerosas actores y actrices fueron impulsadas o truncadas dependiendo de su disposición para divertirse en según qué habitaciones.
            Como buen divo, la impaciencia e inconstancia marcaban el devenir del joven actor. Las amistades de turno dictaban sus hábitos y aficiones, hartándose de unos y otros con suma facilidad. Su personalidad era la de una veleta, aunque él pensara siempre que era amo de su propio designio. Sus casas eran una buena muestra de la fragilidad propia en seres de excaso espíritu. Tan pronto terminaba la decoración de su nuevo hogar, ya estaba buscando una nueva vivienda donde quedara más patente aún su lugar en la cumbre; su insatisfacción en ese aspecto parecía no tener límites. Siempre había una casa más grande, más lujosa y envidiada que poder adquirir. Y nada mejor para henchir su insaciable narcisismo que dar una fiesta de inauguración.


3

            Cuatro años antes de que se diera un hecho tan insólito, y antinatural, como el que Francis Villalobos y el comisario Trápaga se conocieran, la joven estrella había convocado a casi toda la comunidad artística de la capital para festejar la compra de su nueva casa, dándose además la circunstancia de que había querido hacerlo coincidir con el día de su vigésimo quinto cumpleaños. Este hecho había causado una gran confusión entre los invitados pues, conociéndole, no atinaban  cuál de los dos motivos era más importante para el anfitrión.
            Desde luego, la casa era digna de admirar o envidiar, dependiendo del grado de amistad en el que se encontrara uno con su propietario. Se trataba de una modesta mansión situada en la sierra, justo al lado de un pequeño torrente que se perdía colina abajo entre una extensa variedad de coníferas. Las vistas eran espléndidas, tanto de día como de noche y el acceso por carretera relativamente cómodo. Era del todo irresistible hipnotizarse desde sus ventanales con la visión de la lejana ciudad iluminada a la luz de luna o con la interminable paleta de colores que ofrecía a su privilegiado morador el sol naciente.
            Los invitados, antes de emborracharse y dar paso a su más decadente lujuria no habían parado de admirarse aquella noche ante la casa de Francis Villalobos que, sobra decirlo, recibía los cumplidos con gran entusiasmo y sobreactuada humildad. Sin ser amanerado, gustaba de exagerar muchas de sus frases dándoles una entonación más aguda de lo que correspondía en realidad con su voz, lo que no dejaba de proporcionarle cierto toque gracioso. Consciente de aquella habilidad, procuraba no forzarla, no abusar de ella. Añadía al final de sus discursos, fueran largos o cortos, un ademán con el que hacía dirigir su mano derecha al corazón. Claramente artificial, lo había ensayado hasta hacerlo propio, hasta convertirlo incluso en un tic interpretativo que tanto serviría a imitadores y humoristas, de más o menos renombre, en sus números televisivos. Hasta los teléfonos móviles se servían de su voz para usarla como tono de llamada.
En sus pocos años de estrellato había sido capaz de captar la principal actitud del ser humano, la ambición, y, como no se le escapaba que toda persona, hombre o mujer, que estuviera con él lo hacía para medrar en sus propios intereses, los manejaba a su antojo. Gozaba realmente en aquella contradicción de verse rodeado de tanta falsedad; él la provocaba y la condimentaba a su gusto para luego consumirla hasta hartarse.
­—Eh, Francis, nos falta “María” —se quejaba uno de sus invitados desde lo más profundo del sillón.
—¿Ya os la habéis fumado toda?—alzó la voz simulando su enojo.
—Bueno, es que hoy es tu cumpleaños —dijo otro en un estado intermedio entre la inconsciencia y la estupidez —, ¿o eso fue ayer? ¿Qué hora es ya?
—Feliz cumpleaños, tío —expresó una especie de ser humano con el cuerpo extendido en el suelo delante del sillón.
—Incorregibles, sois unos incorregibles —se quejó Francis con un tono cercano a lo materno —, pero os adoro.
—Bueno, ¿hay María o no hay María?
—Sí, pesados, hay más en mi dormitorio —de pronto, Francis abrió los ojos iluminado por una gran idea—. Eh, ¿quién quiere ver mi colección de conchas?
Varias voces se alzaron ilusionadas contra el techo.
—Genial —gritó Francis enseñando su hermosa sonrisa —. Mariquita el último —y echó a correr. La condición física y mental de los que estaban en el sillón les hizo quedar inmóviles filosofando sobre la inmensidad del universo a la espera de la llegada de nuevos estimuladores mentales. Los otros echaron a correr tras el anfitrión.
Debido a la amplitud de la casa y a lo concurrido de la misma, el reto de Francis no era tan sencillo de cumplir, convirtiéndose desde el principio en una auténtica carrera de obstáculos. A la meta llegaron en tropel, chocándose unos con otros y contagiados todos por la risa tonta propia de estos casos.
—Yo primero —exigió con autoridad Francis —, que soy el dueño de la casa —y entró en su dormitorio dirigiéndose, como un niño que busca sus regalos el día de Reyes, a la repisa donde estaban colocadas infinidad de conchas de variado tamaño. Los demás lo siguieron en avalancha entre carcajeos y gritos.
—No se tocan —gritó medio histérico Francis al ver tanta admiración alrededor de su preciada colección.
—¡Vaya, cuántas tienes!
—Son de las distintas playas del mundo en las que he estado— explicó con tanto orgullo como vanidad—. Ésta de aquí— la cogió con delicadeza—es de El Caribe; hacían un cangrejo exquisito— y en sus ojos parecía reflejarse el crustáceo sacrificado—. Esta otra tiene una historia muy curiosa… 
            —¡He encontrado la María!—gritó uno de ellos agitando una bolsa de plástico transparente. Salió corriendo de la habitación y los demás lo siguieron como un banco de peces dejando a Francis con la bella historia de su concha en la boca. No le importó demasiado; en realidad se estaba divirtiendo. Acarició la concha con su índice y,  despidiéndose de tan bello recuerdo, la colocó en su sitio como si se tratara de la joya más hermosa y delicada. Fue entonces cuando se dio cuenta de la presencia de una mujer que, en una de las esquinas del dormitorio, miraba a través del amplio ventanal. Francis se extrañó pues no la había visto entrar. Quizás llegara cuando todos admiraban sus conchas. Pero no era eso lo que le había chocado sino su ropa. Llevaba unos pantalones de pana naranja terriblemente acampanados y una camisa de algodón a cuadros. Francis se echó un poco hacia atrás ante semejante combinación.
            —Perdona que te lo diga, querida, pero esa ropa no te va en absoluto— el actor no la había visto en su vida, pero siendo el anfitrión de la fiesta y dueño de la casa se creía con la autoridad de hablarle con ese desparpajo—. Desde luego, tú puedes ir como te dé la gana, pero créeme, no es chick, es anticuado. Con decírtelo todo, mi madre viste mejor y eso que no has visto a mi madre. Es la única de mis conocidas a la que no invito nunca a mi cumpleaños.
            Rió, pero él solo. La mujer continuaba con la mirada  clavada en el ventanal, ajena por completo a las palabras del anfitrión. Con la oscuridad cubriendo el exterior, Francis se preguntaba qué podía estar mirando esa extraña joven. No le dio mayor importancia pues seguramente sería una de las tantas personas que en el transcurso de una larga noche de fiesta necesitaría un momento de desconexión.
            —Voy a ir fuera. La fiesta está en el salón, ¿recuerdas?— silencio fue lo que obtuvo por respuesta. Permaneció unos segundos observando su belleza. Le daba rabia no poder identificarla o saber con quién había venido—. Bueno, haz lo que quieras, yo me voy— dio unos pasos para volverse de nuevo—. Me voy, ¿eh?— la joven continuaba inmóvil con la mirada perdida en la oscuridad. Francis llegó a la puerta—. Nos vemos en el salón, ¿eh? Y tomamos una copa, sí, hasta ahora—Y cerró la puerta.
            La estancia quedó sumida en un gran silencio. La joven cruzó los brazos y los apretó contra su pecho como si tuviera frío al tiempo que dejaba escapar un prolonado suspiro. De pronto, la puerta se abrió. Era Francis.
            —Y no toques mis conchas.

  
5

            El año de su vigésimo quinto cumpleaños, fue un año pletórico para Francis. Estrenó dos películas de gran éxito, atreviéndose incluso en una de ellas a demostrar sus escasas dotes para el baile y el canto. Nada se le resistía, ni siquiera el amor. En efecto, aquel año vino a conocer las delicias de Eros en la angelical figura de una de sus compañeras de reparto. Al don Juan del siglo veintiuno le habían echado el lazo.  Fue un duro golpe para sus fans, que hicieron de tripas corazón y aceptaron  estoicamente el emparejamiento de su ídolo, deseando con todas sus fuerzas que fracasara cuanto antes. De aspecto dulce y cuerpo pequeño, Johana, que así se llamaba, desplegaba un poderosísimo carácter, típico, por otro lado, en los de su complexión física. Francis no se percataba de ello, pero aquella mujer dominaba la relación. Era ella quien decidía cada uno de sus movimientos en común. Tenía esa  extraña y admirada cualidad de preguntar la opinión de su pareja e ignorarla por completo para imponer sus gustos y que todo pareciera felizmente consensuado.
Los que rodeaban a Francis no la soportaban y se preguntaban cómo era posible que su amigo no se diera cuenta de la explotación a la que estaba siendo sometido, llegando a la conclusión, porque nunca se lo plantearon abiertamente, de que esa actriz de tanto talento como su amado, debía de ser una auténtica loba en la cama; y a tenor de cómo arqueaba las cejas Francis cuando le preguntaban por ella, debía de ser cierto. Todos suspiraban entonces aliviados pues habían entendido que en cuanto su ídolo se cansara de tanto kamasutra monógamo, dejaría a la joven arpía para volver a ser el de antes.
 Había un sólo aspecto de esta relación que Johana no podía soportar: la prensa rosa, aunque al principio se sintiera el ombligo del mundo ante tanto flash ¿quién no se sentiría así?  No obstante, pronto se vio superada por las circunstancias.
—Es el precio de la fama —le comentaba alegremente Francis.
—Lo será para ti —le gritaba Johana, porque ella siempre gritaba.
 Y cuanto más gritaba más la buscaban los paparazzi. Era centro de todo tipo de especulaciones en los programas televisivos al uso y sus reporteros hacían guardia día y noche delante de su casa siguiéndola a todas partes.
—¿Queréis dejarme en paz de una vez? —les increpaba mientras caminaba velozmente y sin desviar la vista del frente.
—Pero Johana, es que tú eres una figura pública —le contestaba una de las reporteras que, con pasos acelerados, alargaba cuanto podía el micrófono hasta la cara de la perseguida.
—Pública es tu madre –replicaba siempre la novia de Francis.
No, no era cómoda aquella situación para la actriz, siendo los celos lo que peor llevaba su sistema nervioso. Celos provocados, ni que decir tiene, por esa prensa rosa que ella tanto odiaba. La pescadilla que se muerde la cola.
Los tabloides del corazón adjudicaban al joven galán un sinfín de supuestas amantes que, si bien en él eran causa de feliz vanidad, en ella desataban la más funesta de las iras. Mujer de cerril orgullo, era incapaz de entender, y no digamos aceptar, las explicaciones de su amado, al que todo aquello le hacía reír, y mucho. Cuanto más reía él, más se encolerizaba ella, llegando a cubrir sus sentimientos con una espesa y dura capa de paranoia.  Así, entre discusiones absurdas y claudicantes reconciliaciones  pasaron los meses hasta alcanzar un nuevo cumpleaños del actor, que entre tanta actividad no había tenido tiempo de pensar en cambiar de casa.
La fiesta prometía. Dejar atrás el cuarto de siglo no se hace todos los días y si además se trataba de Francisco Villalobos, pasaba automáticamente a categoría de acontecimiento del año. Ese año, además, la casa estaría más concurrida que nunca pues a sus invitados había que añadir los de ella. Tal para cual. Una variopinta fusión de actores, futbolistas, modelos, políticos y reporteros de las más viles pasiones se darían cita aquella noche de celebración. Desde meses atrás la gente había empezado a sacar las uñas en su lucha por una invitación. Hasta el alcalde había prometido asistir.
Los camareros se movían con dificultad entre tanto barullo, asemejándose sus movimientos a los de un híbrido entre campeón de esquí y funámbulo. Sumando el calor artificial y el humano, más los humos que de todo tipo se condensaban en el aire, la temperatura en el interior empezaba a ser sofocante. Pero poco importaban los grados centígrados ante el espectáculo con el que la pareja del año obsequiaba a los allí reunidos: que quién era esa; que nadie, mi amor; que por qué te miraba así si no era nadie; que sólo es una amiga; que esa lo que es una puta; que es una amiga tuya; que no me cambies de tema; que no te cambio de tema; que todos los hombres sois iguales; que por eso me gustan las mujeres; que no te rías de mí.
Y zas, bofetada femenina al canto, acompañada de una sonora exclamación de asombro, con ligera inclinación de espalda incluida, por parte de la platea, que aguardaba impaciente el segundo acto: que perdóname cariño, que no quería hacer eso; que no te preocupes; que no sé lo que me pasa; que te entiendo; que si puedes perdonarme;  que claro, mujer; que te quiero; que yo a ti más; que yo a ti mucho más.
Y muac, beso acaramelado, acompañado de una sonora exclamación de ternura por parte de los espectadores. Todas las miradas siguen a la joven y enamorada pareja que sale del salón en dirección al dormitorio para refrendar en la intimidad la pública conciliación.
—¿Y quién es esa?
Johana había dejado de reír en cuanto entraron a la habitación. Señalaba con desconfiado asombro a una joven que de pie contemplaba por el ventanal la oscuridad de la noche. Francis no sabía qué responder. Ese rostro silencioso le resultaba terriblemente familiar. Sólo cuando se fijó en sus pantalones acampanados de pana naranja y su camisa a cuadros cayó en la cuenta de quién era. De nuevo en el mismo sitio, inmóvil, con la mirada perdida en el exterior.
—No dices nada, ¿eh?— continuó Johana sin dejar de señalar a la intrusa.
—¿Qué quieres que te diga, cariño?, no sé quién es.
—Es una puta, ¿no?
—Cariño, tienes una especial fijación con las putas…
—No me cambies de tema y dime quién coño es— gritó histérica.
—Te repito que no lo sé, ¿no la has traído tú?
—¡Yo no traigo putas!
—Perdona, pero antes dijiste que aquella amiga tuya que hablaba conmigo era una puta…
—Cállate— estalló —, cállate. ¿Sabes lo humillante que es esto? Una tía esperándote en tu propio dormitorio y delante de mis narices. Luego dices que no haga caso de la prensa. Mira, hemos terminado, ¿me oyes? Hemos terminado. Me voy.
—¿No te quedas a la tarta?
Johana movió todo su cuerpo tratando de controlar el más desgarrador de los aullidos.
—¡Madura, maldita sea, madura!
Y se marchó descargando su ira en la puerta. El eco del portazo, aunque algo seco, quedó resonando unos segundos en la habitación, tiempo que se tomó Francis para pensar en algo acertado que decir a la misteriosa joven.
—De verdad que esa ropa está muy pasada, tía. No tienes un estilista o alguien que te aconseje. Buff.
Nada perturbaba la quietud de la desconocida. Francis, un tanto desconcertado, trataba de descifrar un rostro ten hermosamente sereno. Tenía la impresión de haberla visto antes, pero achacaba la sensación a sus recuerdos del cumpleaños pasado. No había cambiado en un ápice su aspecto. No era ya que llevara la misma ropa, era esa expresión entre perdida e inocente a la vez lo que le impulsaba a seguir hablando, a conocerla para disipar sus dudas.
—¿Te apetece salir al salón y tomamos una copa? O, si lo prefieres, te traigo algo y lo tomamos aquí, es más íntimo. Puedo ponerte mi colección de música new age. Es muy relajante.
A pesar de que desde que sonriera por primera vez en el anuncio del dentífrico,  conocer a una mujer jamás supuso para Francis el menor de los acobardamientos, se sentía incapaz de acercarse a ella; era como si los pies se le quedasen bloqueados.
—Bueno, quizás quieras estar sola, perdona— y caminó hacia la puerta—. Por cierto, gracias por librarme de ella, de Johana, últimamente la cosa no funcionaba, pero lo llevo bien, no te preocupes; si quieres un día me llamas y lo hablamos— la desconocida insistía en su silencio. Francis se moría por preguntarle qué es lo que tanto le llamaba la atención del exterior, pero incluso hasta a él le pareció que ya estaba empezando a parecer un pesado—. Bueno, no te vayas sin pedirme mi número, ¿vale?
Francis se contestó a sí mismo haciendo la señal de conformidad con los dos pulgares hacia arriba y salió de la habitación. No tardaría ni tres segundos en volver a abrir la puerta.
—Y no toques mis conchas.


6

            Durante los trescientos sesenta y seis días que duraron sus veintiséis años, Francis experimentaría una transformación que sorprendió a propios y extraños. El trauma de la fama tocó a su puerta. Sí, incluso después de estrenar dos películas más de rotundo éxito comercial y pésima crítica, y de lanzarse como un campeón al mundo de la música editando un disco con canciones supuestamente suyas, la joven estrella se rompió. Sin causa aparente, se vino abajo cayendo en una depresión de la que no tardaría en medicarse. ¿Cómo era posible que una persona que disponía de dinero, fama y sexo a granel pudiera considerarse la mayor mierda del planeta? La prensa lo relacionaba machaconamente con la ruptura de su relación, pero nada de cierto había en ello. La realidad era que ni siquiera los psiquiatras daban con la respuesta, aduciendo sin demasiada certidumbre a que Francis sufría un repentino efecto desmitificador del éxito, cargado de un fuerte sentimiento de culpabilidad provocado por vete a saber qué suceso de su infancia. 
            Cortó por completo su relación con el exterior, haciendo de su casa un fuerte inexpugnable al que sólo permitía entrar a su agente y a la señora del servicio. Ni que decir tiene que ambos eran asediados a diario por los periodistas a la salida de la casa, pero ninguno de los dos cayó en la tentación y se mantuvieron fieles al silencio que les exigía su patrón.
            Como es habitual entre aquellos que pasan por su situación, pronto abandonaría el cuidado e higiene de su persona, asemejando un ocupa de su propia casa. Deambular sin rumbo fijo por pasillos y estancias con una copa en la mano y copiosa barba era la única ocupación del día, deteniéndose a contemplar mecánicamente, con una insistencia rayana en locura, la galería de fotografías que abarcaban los distintos éxitos de su carrera y que había colocado estratégicamente por la vivienda, de manera que sus visitas no tuvieran otro remedio que mirar a alguna de aquellas instantáneas. Incluso en los servicios había colgado unas cuantas. Se quedaba inmóvil con las pupilas clavadas en unos recuerdos que no parecían tan lejanos pero que a él le provocaban una constante carga de melancolía difícil de llevar. Con ayudarle no se podía contar pues se había hecho inaccesible al mundo, llegando a causar una honda preocupación en su legión de púberes fans. Su estado era constante tema de debates televisivos que acababan en nada, pero que al menos servían para mantener una audiencia ávida de conjeturas indemostrables. Lo único que parecía consolarle era su colección de conchas y las caricias que sobre superficie áspera daba esperando que la noche se desvaneciera lo antes posible.
            La cercanía de su vigésimo séptimo cumpleaños no ayudaba precisamente a su recuperación. Con cada nuevo día veía el inexorable paso del tiempo en esa careta sucia y desgarbada con la que se ensañaba su espejo. Trágico fue el momento en el que la vida le enseñaba su faceta más cruel: le había salido una cana. De ahí a pensar en la muerte sólo había un paso, que no tardaría en dar. Nuestro destino final le obsesionaba y la nada absoluta, que sospechaba venía  en el mismo vagón, le impulsaba a apurar su copa y llenarse de nuevo el vaso. Se pasaba horas tratando de describir la nada y de imaginar si se sentiría cómodo en ella. No había palabra en su escaso vocabulario o en el diccionario de la academia de la lengua que llenara semejante vacío; tampoco el vacío le servía para adjetivar a la nada, provocándole aún más desasosiego. El cuento de nunca acabar.
            —Tienes que salir, tienes que salir—le repetía su agente, pero él ni siquiera le miraba. Esperaba a que le dejara su cargamento de alcohol y marihuana y ni siquiera se despedía de él cuando se marchaba.
            Su siguiente obsesión fue la lista de invitados. Aquello sí que rayó el masoquismo más autodestructivo que se viera desde los tiempos de Montgomery Clift. Sin ninguna intención de celebrar nada, analizaba los candidatos a ser bendecidos con una invitación para su cumpleaños, rechazándolos a todos por los defectos que se le ocurrían sobre la marcha y llegando a la triste conclusión de que nadie le quería. Acto seguido, daba rienda suelta a sus lágrimas más patéticas y cogía de nuevo la lista para empezar desde el principio. Nunca hubiera imaginado que a una persona se la pudiera etiquetar con tantos defectos, pero lo hacía, con cada uno de ellos y en cada nueva ronda el adjetivo era diferente.
            Sin embargo, lo peor estaba aún por llegar. La hora de la verdad demostraría ser más funesta que la más devastadora de sus previsiones. El día de su cumpleaños nadie le llamó para felicitarle, si exceptuamos a su madre, llamada que no contribuyó demasiado a edulcorar tan amargo panorama. Pronto llegaría a la triste conclusión de que nadie le quería, de que su vida entera era una falsedad, una enorme hipocresía en la que todos participaban en mayor o menor medida. ¿Quién era él?, ¿de dónde venía? ¿A qué aspiraba en los años que le quedaban? ¿Valía la pena vivir entre tanta farsa?
            Tanta reflexión en un cerebro poco entrenado como el suyo no podía traerle nada bueno. En efecto, a media tarde empezó a sentir los inconfundibles síntomas de una gripe incipiente y una hora más tarde rezumaba de febril sudor en su cama. Cercano al delirio, los escalofríos le impelían a moverse constantemente de un lado a otro, sobre todo la cabeza. La repentina enfermedad, sumada a su estado de general tristeza, hizo que se sintiera solo por primera vez en su vida,  y la soledad le cogió desprevenido con su inmensa garra. Estar cara a cara con una compañera tan poco deseada como aquella le provocó tal angustia que le hizo hundir el rostro en la almohada buscando con sus gritos un eficaz desahogo. No dio resultado. Fue entonces cuando, debilitado por la fiebre y sus inútiles alaridos de impotencia, tuvo una visión. Al menos eso pensó al principio, que sólo podía tratarse de una visión, pero cuando se restregó los ojos a conciencia y comprobó que aquella presencia era real, no pudo menos que sobresaltarse. Ahí estaba, la misteriosa mujer que hasta entonces había visto en sus cumpleaños con la mirada perdida en el ventanal, permanecía en idéntica posición. La veía de espaldas, pero era ella, estaba seguro. Los pantalones acampanados de pana naranja y su camisa a cuadros la delataban. El cabello largo y rojo que le caía en cascada sobre los hombros sólo podían ser suyos.
            De naturaleza cobarde, Francis sintió pavor, aunque, para descargo suyo, no es descabellado suponer que el resto de los mortales en iguales circunstancias hubiéramos reaccionado del mismo modo. Estaba solo en la casa. ¿Quién era esa mujer?, ¿cuánto tiempo llevaba ahí?, ¿qué intenciones tenía? Tan débil como se encontraba, no podría defenderse de un eventual ataque. No podía verle las manos; ¿y si estaba ocultando un cuchillo escamoteado previamente de la cocina? Quiso gritar, pedir auxilio, pero no tenía suficientes fuerzas para semejante hazaña. Fue entonces cuando se le encendió la bombillita anunciándole una feliz y esperanzadora idea: su móvil. Alargó la mano hasta la mesilla de noche, toda una proeza teniendo en cuenta la debilidad de sus músculos y el temblor de sus manos. Pero su gozo cayó en un pozo demasiado pronto. No podía creerlo, el teléfono se había quedado sin batería. ¿Pero cuánto tiempo llevaba acostado? Tan desilusionado como frustrado, dejó caer el aparato al suelo. Al terror se sumaba ahora la confusión.
            —¿Quién eres?, ¿qué quieres?, ¿cómo has entrado? ¿Y por qué siempre vistes tan mal?—pudo preguntar de forma espaciada en un hilo de voz al que poco le faltó para ser imperceptible. Silencio fue lo que obtuvo por respuesta, actitud que no le sorprendió en ella.
Sentía entonces Francis una repentina subida de la fiebre. Su visión empezaba, muy a su pesar, a nublarse, la inconciencia empujaba ya sus párpados. Movía la cabeza negando tal posibilidad, pero la enfermedad tenía esa noche las de ganar.
            —No to…ques…mis….
            Pero no terminó la frase. Oscuridad. Interminables y repetitivas pesadillas. Calma. Alivio. Amanecer.





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