Aquí tenéis los cuatro primeros capítulos, justo hasta el primer y sorprendete giro de esta historia.
1
Juan Barreto había
decidido esperar en su puesto de trabajo. Una parte de su conciencia le acusaba
de estar, en realidad, escondiéndose como un cobarde, y otra parte celebraba su
valentía por defender la necesidad de la enseñanza hasta el final, aunque solo
fuera de modo testimonial, pues bien sabía que no era hombre para una guerra y,
mucho menos, para una guerra como aquella. Precisamente, para dignificar, aún
más, su presencia en la escuela, había añadido a sus habituales pantalones
negros y camisa blanca una chaqueta corta, también negra y con hombreras. La
elegancia no tiene porqué desentonar con la muerte, aunque, todo hay que
decirlo, la chaqueta lucía algo gastada.
Si se nos pidiera
describir físicamente a Juan Barreto con una sola palabra, la más atinada
sería, sin duda, enclenque. Efectivamente, su porte no era del tipo que
inspirase ánimo o coraje en las adversidades de la vida; ni siquiera acudirías
a él para que te ayudase en una mudanza, a no ser que supiera conducir, que
tampoco era el caso. Su desafortunado físico era acompañado por un rostro
delgado, de mejillas hundidas y, como no podía ser de otra manera, ojos grandes
y oscuros. Eran estos los que mejor podían hablar por él, pues en sus pequeñas
pupilas se reflejaba su conocimiento, vasto, aunque también su timidez,
infinita; una timidez, no obstante, que lo humanizaba a tal punto que con un
primer golpe de vista le descartabas como un ser vil o ladino para calificarlo
de inmediato como víctima. Enclenque y víctima, nunca antes estas dos palabras habían
estado tan felizmente cercanas. Las mezclas, las agitas y, ante la indiferente
mirada de cualquier transeúnte, aparece,
como por arte de magia, el maestro de escuela que estamos presentando.
Su rostro enjuto no
se debía, no obstante, a una cuestión genética sino a una infancia de
constantes privaciones aunque plena en amor maternal; el hambre compensada, que
no mitigada, por los abrazos. Consciente de sus limitaciones para cualquier
tipo de trabajo físico, se decantó por la enseñanza, pero la más temprana, la
de los infantes, pues primaba en su interior el deseo y la esperanza de poder
contribuir a que disfrutaran de una infancia mejor que la suya. Se sumergió, pues,
en los libros y de ellos aprendió todo lo que se podía aprender en aquella
época, que era más bien poco, teniendo en cuenta el lugar olvidado donde había
nacido.
Aunque la
comparación resulte contradictoria o, si se quiere, antinatural, el
advenimiento de la Segunda República fue para Juan Barreto como un milagro.
Resignado a ver marchitar su sueño de ser maestro en aquel pueblo arrinconado,
el nuevo gobierno le becó para estudiar magisterio en Madrid, ciudad en la que
continuó siendo enclenque y víctima, pero feliz, que, al fin y al cabo, es lo
que buscamos todos. Fue allí donde sus ojos brillaron por primera vez para no
apagarse ya hasta el aciago día en el que da comienzo esta historia, su
extraordinaria historia.
La finalización de
sus estudios fue coronada por su nombramiento como maestro del pueblo que le
había visto nacer; ese pueblo triste y subyugado a las circunstancias o, como
dirían aquellos que buscan siempre la explicación fácil, a su trágico destino.
Orgullo y rabia sintió desde el momento en que lo supo. Sí, Juan Barreto, así
como le vemos, era capaz de sentir rabia, no esa rabia que te cierra el puño y
que lo mismo te hace cometer locuras como derrotar al enemigo, sino un tipo de
rabia interna que te corroe por dentro y de la que nada nace salvo un fuerte
sabor amargo que, como mucho, te hace acabar escupiendo. Aquel amargor lo
endulzaba el sano orgullo que le henchía el pecho en su primer día como
enseñante y la causa era la misma para ambos sentimientos, pues tanto su
hermana como su madre, hijas de la miseria, habían fallecido en los momentos
anteriores a su marcha a la capital y nada deseó más en su primer día de
trabajo que ambas hubieran podido ser testigos de su entrada en aquella barraca
desvencijada que había hecho siempre las veces de escuela. Rabia y orgullo,
mezcladas y agitadas.
¿Pero qué son todas
nuestras penas comparadas con la sonrisa de un niño que aprende?, ¿con el dulce
gesto de la corrección ante un verbo mal conjugado o una suma mal computada? ¿Y
esos ojos que brillan cuando descubren ellos solos la utilidad de lo que se les
enseña? No digamos ya su mueca de pilluelos cuando tiran la piedra, entiéndase
bola de papel, y esconden la mano. ¿No es el progreso de un infante más
gratificante que la más grande de las riquezas? Así pensaba Juan Barreto en su
puesto de maestro y siguió pensándolo a pesar del avance inapelable de la
guerra, a pesar de que a los niños les fuera ya imposible acudir a recibir sus
enseñanzas y su saludo agradecido.
Allí estaba él,
sentado en su silla de maestro. Esa era su trinchera o, al menos, así quería
imaginarlo. Sobre su mesa, ocupando justo el punto intermedio entre la posición
de sus manos nerviosas, descansaba un libro de historia cuya cubierta
acariciaba con los pulgares para recordar que valía la pena morir por sus
principios, aunque en su caso más que morir fuese dejarse ejecutar, y sin
honores. Sus ojos caían intermitentemente en el siglo XVIII de la portada. Le
apasionaba esa etapa de la singladura de España, llena de luces y sombras y
donde solo había brillado, a su juicio, el talento incomparable de Goya, al que
veneraba. Le gustaba recordar la primera vez que visitó el museo de El Prado y
se encontró con sus pinturas. Aunque nunca se había enamorado, sintió que
aquello debía de ser algo similar pues ya no pudo apartar el pensamiento de sus
lienzos. ¿Cómo era posible que la luz y las tinieblas pudieran pertenecer con
tanta equidad al mismo artista? ¿Qué especie de transformación hubo de
acontecer en su pensamiento para trocar la alegría de vivir en el más absoluto
pesimismo? Por otro lado, ¿Cómo hacía para penetrar en el alma de sus
retratados?, porque esas pinturas hablaban por sí mismas; no eran simples
retratos. Allí estaban sus miradas, sus ojos, hablándote, felices porque les
habías honrado con tu visita.
Gustaba Juan
Barreto en recrearse con la moda de aquel siglo, “apretada”, como él la
calificaba, hallando sumamente ridículo el uso generalizado de las pelucas
entre los hombres de la alta sociedad. Incluso ante el retrato de Carlos III,
con su pequeña peluca de tirabuzones, debía disimular la risa ocultando la boca
con la mano, no fueran a pensar los asistentes al museo que su delgadez le
había provocado una prematura locura. Cuánta bondad respiraba el rey Borbón
bajo el pincel del genio aragonés, pensaba siempre nuestro protagonista ante su
contemplación. Precisamente, acompañando
al título de aquel tomo de historia que pretendía defender con uñas y dientes,
los editores habían impreso una reproducción de “duelo a garrotazos” del artista
aragonés. Con la mirada triste, y con la
resignación de quien sabe que todo está perdido, Juan Barreto no pudo estar más
conforme: la historia de España había sido una constante lucha a garrotazos.
Frente a él, los pupitres vacíos iluminados
tenuemente por la luz que se filtraba desde las ventanas. Ningún paisaje, por
desolador que se mostrara, podía parecerle más desangelado que unos pupitres
vacíos. Nada estaba más fuera de lugar que una escuela sin estudiantes. A pesar
del silencio, se esforzaba por escuchar el griterío de sus alumnos; los veía
discutir entre ellos, reír, reñir, jugar, insuflar vida como lo haría Dios en
el paraíso, a su pequeña escuela unitaria, parte irrenunciable de su niñez, de
su existencia, guarida donde se ocultaba del mundo que le angustiaba y que no
comprendía a medida que los años le iban dando un entendimiento que prefería no
haber poseído; cubil donde descubrió los libros y su profesión; templo donde
luchó junto a Sandokán y compartió miserias con Oliver Twist, donde rió con
Sancho Panza y lloró por don Alonso Quijano; donde gritó, amó, tembló, como
temblaba ahora ante el final que sabía inminente.
Con esa aflicción que solo tienen los
condenados a muerte que, aun sabiendo su destino, se agarran con desespero a
una última esperanza, miró las estanterías que tanto le habían iluminado
durante su vida. ¿También irían a por los libros? Suspiró desconsolado pues
sospechaba la respuesta.
Llevaba
días preguntándose si vendrían a por él, si le correspondería el mismo trágico
final que habían tenido tantos habitantes de su pueblo. El corazón, inquieto,
acelerado, le decía que no, pero la cabeza, más pragmática y fría, le aseguraba
que sí. No se trataba de un motín, tampoco de una insurrección; el pueblo había
sido invadido por ese mal nacional que se llamaba guerra. Nada puede detener el
avance de esta palabra cuando los que la pronuncian lo hacen con la boca llena
y el puño cerrado. Le aterraba la idea de morir tan joven, con tanto por
descubrir aún, tanto que leer, tanto que amar…Nunca había probado las mieles de
una mujer, tampoco sus hieles y, aunque su espíritu le pedía protestar
enérgicamente ante tamaña injusticia, su cuerpo, responsable en última
instancia de cualquier resolución que se tome, no le obedecía, solo sus pulgares,
que continuaban acariciando la cubierta del libro de historia. De pronto,
olvidó la barbarie para reprocharse su timidez. Si no se hubiera sumergido
tanto en la lectura, si hubiera salido a respirar, a encontrarse con el sol
radiante, a tropezar a ciegas con la aventura que tuviera a bien cruzarse en su
camino, quizás hubiera tenido la oportunidad de conocer los encantos del sexo
opuesto.
Un murmullo de
malas intenciones empezó a invadir el silencio reinante y lo distrajo de sus
reflexiones tan inútiles como masoquistas. Fue una señal para él. Apretó con
fuerza el libro de historia, quizás para contagiarse de algo de valor, o quizás
para liberarse de parte de su miedo. ¿Por qué él? Solo era un humilde maestro.
Todos le conocían, nunca había hecho mal a nadie. Tal vez su pecado había sido
precisamente que todos le conocieran. Su corazón se aceleró al mudar el
murmullo en una plaga de gritos, órdenes, motores, chirrío de frenos y pasos al
trote. Con cada sonido amenazante de la marabunta devoradora, la mirada de Juan
Barreto caía en el cuadro de Goya que ilustraba el tomo de historia, no por
bella sino por el terror que desprendía; la mirada del duelista de la izquierda,
aquel al que se le distinguía el rostro, era la mirada del horror, del desastre
que estaba a punto de protagonizar a su pesar. Con ese miedo de los niños, que
huyen del peligro sin dejar de sentirse atraídos por él, Juan Barreto clavaba
sus ojos en los del duelista. No quería mirarlos, pero todo aquel sonido de
muerte que se acercaba a la escuela y que le señalaba inexorablemente como
víctima, le empujaba a hacerlo. La mirada de la locura definitiva,
inquebrantable; la sinrazón hecha muerte. Posó entonces la vista en el duelista
de la derecha, que se cubría el rostro con el brazo, y no pudo menos que
identificarse con su figura. Así se veía él, a punto de recibir el garrotazo de
gracia. Por fin, una violenta patada en
la puerta de la escuela le anunció la llegada del infierno.
2
-Ahí está el muy
cobarde, hijo de la gran puta- le señaló Santiaguito, primero en entrar entre
todos aquellos falangistas sedientos de venganza-, escondido como una
lagartija.
Cobarde,
hijo de la gran puta y lagartija; algo le decía a Juan Barreto que de esa no
salía con vida, aunque no eran en sí estos vocablos tan hirientes los que le
habían impactado hasta dejarle helado, sino la rabia con la que habían sido
escupidas, máxime si añadimos que la boca de la que habían salido pertenecía al
que fuera su mejor amigo de la infancia. Los ojos de Santiaguito se ajustaban
con simetría a los del duelista de la izquierda, coincidencia que espantó aún
más al joven maestro. Permaneció inmóvil, aunque con los pies temblantes,
mientras veía venir hacia él, cual huracán espumante de furia, al hijo del
cacique. Antaño amigos inseparables, su afición por los libros había ido
creando una animadversión incomprensible en Santiaguito que haría retirarle la
palabra, algo que nunca había podido entender el joven maestro; como si de
aquellas páginas llenas de vida y aventuras, y de las que se veía incapaz de
salir, hubieran provocado en su amigo unos celos inconfesables, pero evidentes,
físicos; al menos, así quiso creerlo Juan Barreto ante los primeros síntomas de
tan extraño comportamiento. La ojeriza del hijo del cacique no tardaría en
convertirse en claro desprecio al verle como maestro de su pueblo. Alguna vez
había intentado Juan Barreto un acercamiento, obteniendo con ello el deshonroso
calificativo de traidor. Le turbaba la palabra, ¿a quién no?, pero más le
turbaba no verse merecedor de ella,
porque viéndose hubiera podido dormir tranquilo, pero vivir con la acusación
constante de haber herido a un amigo e ignorar la causa, le había hecho sentirse
irremediablemente culpable, algo del todo previsible conociendo la naturaleza
de Juan Barreto.
En los diez segundos que mediaron
entre su atronadora entrada en la escuela y su llegada a la mesa, Juan Barreto
tuvo el recuerdo claro de la sima del pueblo donde los dos solían reunirse para
arrojar piedras, entretenimiento habitual de los niños del lugar, permaneciendo
embelesados al ver cómo las oscuras profundidades engullían las piedras hasta
oír el débil sonido de su impacto. Por qué extraños mecanismos el cerebro, en
un momento tan manifiesto de peligro, le
recreaba recuerdos de una amistad que había sido fraternal, resultaban de un
misterio irritante, al punto de preferir desviar su mirada al duelista de la
izquierda y regresar así a la barbarie de aquel día.
-
A este nos lo
llevamos también- ordenó Santiaguito apuntando con el dedo a su antiguo amigo.
Juan
Barreto quiso protestar, convencer con su oratoria a su captor de la futilidad
de su acto frente al esplendor de su profesión de enseñante, de la superioridad
de las letras sobre la violencia, pero el terror le tapó la boca y solo pudo
ofrecerle una mirada suplicante que, como podía preverse, fue ignorada. Tal era
su miedo que no reparó en que se dejaba su ejemplar de la historia de España
cuando le cogieron de los brazos. Al percatarse de su terrible olvido, alargó
las manos para cogerlo como lo haría con una rama en las arenas movedizas, pero
no lo alcanzó y sintió que se ahogaba, que perdía un hijo, un sueño, la vida.
La claridad del
mediodía le cegó por un momento. La calle estaba desierta, mostrando con
descaro la soledad que provocaba el miedo. Sus captores, con la impaciencia que
incita el asesinato premeditado, le obligaron a subir a la parte trasera de una
camioneta. Desde ahí pudo mirar a su
escuela con la certeza de que esa sería la última vez que lo haría. No eran más
que cuatro paredes de barro cocido cubierta por un techo lleno de parches, pero
era su escuela. Su corazón se oprimió hasta alcanzar el tamaño de la oliva más
amarga. La camioneta arrancó y tras ella
un automóvil repleto de falangistas armados de rabia y fuego.
Juan
Barreto no podía lamentarse de no haberlo visto venir, pero sí de haber tenido
la ingenuidad sincera, irresponsable, ¿por qué no?, de creer que era inocente,
que su pacifismo había sido edificado a prueba de odios, independientemente de
su procedencia. En ese instante, rumbo a la muerte, se despreció a sí mismo por
haber ignorado la inocencia de los ejecutados por los anarquistas al comienzo
del conflicto, cuando la violencia no era más que el germen de una revolución, ¿os
es que ese mismo pacifismo le había impedido levantar la voz, sembrar la
cordura, cercenar el aguijón de aquel escorpión rojo y negro? Mucho se temía
que iba siendo tarde para pretender morir con la conciencia tranquila.
Abandonar este mundo en paz con uno mismo; ni eso.
Le quedaba el triste consuelo de no ir solo pues
los falangistas, muy numerosos desde que los sublevados ocuparan el pueblo,
habían ido haciendo una ronda matutina desde que le apresaran, cargando la
camioneta de todos aquellos señalados por Santiaguito con ese mismo dedo índice
injurioso. En cuanto el transporte funerario improvisado salió del pueblo, su
cargamento no tardó en adivinar el lugar al que se dirigían. Hombres vencidos,
sometidos, taciturnos. Era su silencio el de la entrega resignada a la muerte.
Todos se conocían pero ninguno abría la boca; se hablaban con los ojos, casi
avergonzados. Sus miradas reflejaban la ocupación de cada uno de ellos, su
afiliación a uno u otro partido, su pertenencia a un sindicato, su creencia en
la democracia. Estos últimos eran los más abatidos. Quién sabe si debido a su pacifismo, o a su
escasez de coraje, el único pensamiento de Juan Barreto en aquel instante era la
niñez compartida con Santiaguito. Podía haber estado evocando el dulce rostro
de su madre o la risa contagiosa de su hermana y, sin embargo, su mente solo
reproducía una y otra vez a esos dos niños entretenidos en tirar piedras a las
profundidades de la tierra.
La sima
del pueblo había sido por los siglos de los siglos el lugar más recurrido por los
infantes para divertirse, seguida de muy cerca por cazar culebras, torturar
lagartos y nadar en el río en busca de alguna rana dócil a la que diseccionar
con fines seudocientíficos. Alguna pelota de trapo se veía muy de vez en cuando
en la plaza.
Nadie hasta la
fecha había sido capaz de medir aquel socavón natural con precisión pero
calculaban con orgullo que debía de tener unos veinte metros. Son muchos
metros. Ni siquiera había en el pueblo una cuerda tan larga como instrumento de
medición o para que alguien se atreviera a bajar, hasta el día en que uno,
nadie recuerda bien quién, se le ocurrió amarrar varias cuerdas pequeñas con lo
que consiguió aproximarse bastante a su profundidad exacta. Eso sí, a pesar del
hallazgo de las cuerdas atadas, se continuó sin que nadie se atreviera a
descender, sentimiento comprensible teniendo en cuenta que las sombras propias
del lugar impedían ver con claridad el suelo, con la excepción del mediodía,
momento en el que algún indicio de base se podía intuir. Y la oscuridad no solo
asusta a los más pequeños.
Entre
las pandillas de niños lo habitual era retarse para explorar la sima, pero
nunca habían ido más allá de las palabras, sobre todo desde que uno de ellos,
hacía ya bastantes años, se precipitara al vacío rompiéndose la crisma. Los
padres nada pudieron hacer por recuperar el cuerpo y dotarle así de cristiana
sepultura. Además, tuvieron que vivir con el suplicio de imaginar el cadáver de
su hijo siendo devorado con apetito
insaciable por el temible oso.
No solo
el escaso desarrollo técnico e industrial había contribuido a que nadie hubiera
osado a bajar nunca a la sima. Las leyendas también habían mediado lo suyo,
aportando lo que, por lo general aportan: miedo, superstición, conformismo. Y a
pesar de ello, ¿qué pueblo, castillo,
pantano, puente, mansión, carretera no esgrime con sano y morboso orgullo la
posesión de una leyenda? Sabemos de lugares que serían pasto de la indiferencia
de no ser por la estrambótica, sangrienta y desgraciada leyenda que, no se sabe
bien por qué, alguien empezó a atribuirle.
En el pueblo de
Juan Barreto el protagonista absoluto de su leyenda era el oso de la sima.
Monstruoso, fiero, brutal, cuanto más brutal mejor, inmisericorde aunque
ninguno lo hubiera visto jamás. Sin embargo, sí que habían podido oírlo. Sus
rugidos escalaban la sima hasta alcanzar la seca pradera que la rodeaba helando
los corazones de quienes habían tenido la oportunidad de escucharle. Los más
escépticos esgrimían que lo del oso era producto de la imaginación propia de la
ignorancia, defendiendo con cierto desdén científico, es preciso apuntarlo, el
argumento de que aquellos sonidos seguramente provendrían del mar pues se
presumía que la sima estaría conectada a través de diversas grutas con el
Mediterráneo. Era mucho suponer, pero preferían aquella versión a la del fiero
animal, porque, argumentaban ellos, no era posible que allá abajo hubiera
sobrevivido un oso durante los cerca de doscientos años que atesoraba la
leyenda. Los partidarios del oso, argüían que la sima estaba demasiado lejos
del mar como para poder conectar con él mediante túneles naturales. Así y todo,
la historia preferida era, sin duda, la del oso, especialmente entre los niños.
Juan Barreto había sido uno de esos niños incapaces de dormir en la oscuridad
de su cuarto por temor a una repentina aparición del temido omnívoro. Precisamente,
en venganza por tantas horas de sueño agitado, adoraba tirar piedras al fondo
de la sima imaginando que le alcanzaba en el hocico. Lo que no podía imaginar
es que ahora estuviera a punto de suplantar a las piedras y ser arrojado al
interior.
Cada vez más
próximo su fin, daba un repaso rápido a sus actos más recientes, desesperándose
ante la incomprensión que le envolvía. La confusión le devoraba su conciencia
pues él se había limitado simplemente a enseñar a los niños. Es cierto que a
veces se había implicado en alguna que otra protesta contra el sistema caciquil
que en el pueblo llevaba imperando desde hacía tanto tiempo como la leyenda del
oso; es cierto que había gritado por un mejor y más equitativo reparto de las
tierras, pero siempre de forma pacífica y ordenada, negándose a creer que en
plena democracia aquello constituyera un delito que debía pagarse con la muerte.
No comprendía Juan Barreto que la democracia había expirado, dormía el sueño de
los justos junto al cadáver de España. Nada podía salvarle.
Habiendo sido el primero
en subir a la camioneta, Juan Barreto sería el último en bajar. Desde aquella
posición distinguía el placer de Santiaguito viendo caer a los prisioneros en
la sima, como si la violencia implícita en aquella tragedia actuara en el hijo
del cacique con la misma efectividad que una enfermedad contagiosa, la rabia
probablemente. Al primero de aquellos desgraciados hubo de dispararle en el pecho
pues se negaba a saltar. Surtió efecto, pues los demás condenados prefirieron
arrojarse a ser disparados; así, fueron cayendo hasta solo quedar el joven
maestro.
- Salta -
le ordenó desde el suelo al ver a Juan Barreto en el fondo de la camioneta. La
mirada de Santiaguito destilaba saña agria e intensa.
- Yo no
he hecho nada y lo sabes- señaló con voz débil Juan Barreto, que se resistía a
acercarse al filo de la camioneta.
- ¿Te
parece poco enseñar el comunismo a los niños? Tú eres el peor de todos. Salta
de una vez, cojones- gritó.
Juan
Barreto se horrorizó al escuchar el concepto de enseñanza que le acaban de
arrojar a la cara, pero más le horrorizaba mirar al vacío que parecía acogerle
con los brazos abiertos y sonrisa hambrienta. Pensó en el oso. ¿Sería cierta su
existencia? Colérico de impaciencia, Santiaguito desenfundó su pistola y
disparó. El arma encasquillada proporcionó unos segundos más de vida a Juan
Barreto.
-
Que alguien dispare
a este hijoputa - gritó Santiaguito.
Un
falangista dispuso su arma para hacer fuego, momento en el cual Juan Barreto,
sin esperar a comprobar si el fusil también se encasquillaría, se arrojó a la
sima. Por supuesto que gritó y hasta tuvo
tiempo de imaginar la cara de satisfacción de su antiguo amigo al oír su último
alarido fatal.
3
La muerte a la
velocidad del vértigo; lo infinitesimal se agigantaba en un pestañeo hasta
entrar en sus vísceras. Difícil explicar lo que Juan Barreto pudo pensar en
cuatro segundos de caída. No da tiempo para mucho; de hecho, ni siquiera el tiempo
es una opción contando con cuatro segundos de vida. Se trata, simplemente, de
entregarte al vacío. ¿A qué podía agarrarse?, ¿qué alternativa podía hallar
para vencer la gravedad? Maldita manzana, no la de Eva sino la de Isaac. Pues
por increíble que nos resulte creer a nosotros, que andamos siempre
preguntándonos no solo cuál será nuestro último momento, sino qué seremos
capaces de hacer o decir en él, Juan Barreto dedicó su pensamiento postrero a
Isaac Newton apoyando con parsimonia su espalda en un manzano presto a aguardar
el prodigioso retozo de su fruto. Quizás por tener una asociación de ideas tan
extraña como inapropiada para el momento, Juan Barreto abrió los ojos.
A medida que se
acercaba al fondo pudo distinguir los cuerpos rotos y amontonados de los otros
presos. Caer sobre ellos le salvó, aunque el golpe le lastimara de arriba
abajo. No había sido el único superviviente pues otros caídos agonizaban o
susurraban un auxilio que no llegaba. Justo el compañero que le había precedido
en la ejecución, se movía lacerado por el dolor de sus pulmones aplastados. Sin
preocuparse por sí mismo, Juan Barreto se incorporó sobre la montaña de
cadáveres tratando de ayudarle. Sin embargo, algo le distrajo, una chispa, un
soplo caliente que le murmuró en el oído a la velocidad del viento. Cuando
quiso darse cuenta de su origen, el cráneo del preso herido reventó en tres
pedazos salpicando de sesos el rostro del maestro.
Santiaguito, con el
desenfreno que nace del caos y se reproduce sin remedio, ordenaba a sus
compañeros que remataran desde arriba a los heridos. Sin tiempo para
reaccionar, las balas empezaron a caer alrededor del maestro. ¿Dónde ir?, ¿qué
dirección tomar? El destino obró por él haciéndole caer del tambaleante
promontorio de la ignominia humana. Ahora sí había alcanzado el suelo de la
sima. De las alturas bañadas por el sol a la más trágica y fría de las sombras.
Espinosa decisión la dirección a tomar en medio de la penumbra. Además, el olor
nauseabundo de los cadáveres en descomposición, víctimas de los anarquistas
semanas antes, y devorados por las ratas, le sofocaba hasta la asfixia. Corrió
por instinto huyendo del sonido de las armas, pegándose cuanto pudo a las
paredes de la sima. Imposible pensar con claridad, de modo que la casualidad,
hija de la fortuna, buena o mala, hizo que encontrara una enorme entrada que se
abría en un lateral. Su aspecto inspiraba todo menos ánimo, apareciéndole a sus
ojos como las fauces de un monstruo que esperaba paciente para engullirle. Justo
en aquel instante un rugido huracanado le llegó a la cara helándole el alma.
Creyó que el corazón le reventaba. El oso, pensó. Aquella gruta representaba un
seguro de vida contra los disparos, pero le angustiaba la idea de ser devorado
por una fiera.
- ¡Allí, en aquel lado, hay un hijoputa!
La voz,
ronca ya de tanta muerte, era, por supuesto, de Santiaguito. Los disparos
silbaron junto a la cabeza de Juan Barreto y alguna piedra salpicada por el
impacto de las balas le arañó la cara. No había más remedio que entrar en la
gruta. Una vez que se sintió a salvo del tiroteo palpó su cuerpo en busca de
algún hueso roto. Nada. Suspiró aliviado, pero un nuevo rugido huracanado
desvaneció sin contemplaciones su aliento. ¿Qué hacer? Su instinto le sugería
sumergirse en la oscuridad de la gruta en busca de alguna salida, pero sus
piernas, rígidas hasta el dolor, clamaban por permanecer allí. Decidió esperar.
Los falangistas no estarían todo el día allá arriba vigilantes a la espera de
algún tiro de gracia más que administrar. Así fue, pues hasta los perros saben
cuándo se hartan de comer. Pasadas unas dos horas, el silencio acompañó a los
muertos dándole el coraje suficiente como para explorar el fondo de la sima. El
primero del pueblo en hacerlo, aunque no estaba seguro de sentirse orgulloso.
Pronto
le asaltó la desilusión y, con ella, su amiga infatigable, la desesperanza.
Nada a lo que agarrarse para escalar unas paredes que ascendían rectas y
afiladas como témpanos de hielo hasta el
mismo borde del exterior. Vegetación inexistente, ningún alimento o fruto
silvestre que llevarse a la boca. Todo apuntaba, pues, a la nada deseada
exploración de la gruta infausta. Para llegar a la luz hay que atravesar las
tinieblas, pensó recordando algún sermón escuchado de su párroco en una época
remota pero latente en su memoria.
Había llegado,
pues, el momento de enfrentarse a la gruta. Él, que había sido incapaz toda su
vida de defenderse de las adversidades; él, que se desviaba del camino para no
pisar un hormiguero; él, que había bajado siempre la vista ante la mirada de
una mujer, ahora se enfrentaba a aquella cueva que le sonreía como lo haría un
payaso en la oscuridad. Justo en el momento en que suspiraba para terminar de
resignarse y dar el primer paso, le llegó un nuevo rugido al rostro, pudiendo
distinguir algo que antes le había pasado inadvertido y era que en aquel rugido
huracanado viajaba cierto sabor a salado. ¿Sería verdad, después de todo, que
la sima conectaba con el mar a través de una gruta? Inspirado por aquella
novedad se introdujo en lo desconocido.
4
La oscuridad era
tal, que lo mismo hubiera avanzado con los ojos cerrados. Caminaba tanteando la
pared de su izquierda, húmeda y porosa a partes iguales. Con la desdicha del ciego,
su imaginación se disparó generando imágenes incesantes de osos, todos
rugiendo, todos devorando, ninguno absolviendo. La gruta era en verdad profunda
pues pronto llegó a perder la noción de los metros que llevaba recorridos.
Sin apenas
advertirlo, las paredes se fueron estrechando en su camino hasta rasparle los
costados. De pronto, se atascó y el pánico le atenazó la garganta, como en las
pesadillas. No podía ni avanzar ni retroceder, empezando su estómago a ser
seriamente presionado por la roca desnuda. La respiración, agitada por la
impotencia, le hizo marear. Decidió continuar como hacen las mulas más tozudas,
de modo que tiró de su cuerpo cuanto pudo. Como las calamidades no vienen solas,
y Juan Barreto ya atesoraba unas cuantas ese día, una alarido desgarró el aire
viciado de la gruta. Detuvo sus movimientos con la esperanza de que su
imaginación, mezclada con el terror y las emociones vividas, le hubiera gastado
una mala jugada, pero no, aquello había sido un alarido humano, y lo supo
porque volvió a repetirse una y otra vez. Era un sonido espantoso, de súplica
absoluta, provocado sin duda por algún tipo de tormento o descuartizamiento
especialmente violento. Los gritos de espanto le provocaron una ansiedad
terrible por liberarse de las rocas; el eco, además, le impedía identificar
bien la procedencia de aquella aterradora novedad. ¿Es que no iba a parar nunca
de gritar?
Fue como si la
gruta hubiera leído su pensamiento: los gritos cesaron, quedando su eco
únicamente en la cabeza de Juan Barreto, como esa melodía pegadiza de la que no
podemos desprendernos. Respiró aliviado e hizo un último esfuerzo por
desatascarse, esfuerzo que se vio recompensado con el éxito y el estómago
maltratado. Quiso reír de satisfacción ante su pírrica victoria pero la
oscuridad y el recuerdo de los gritos se lo impidieron, de modo que continuó avanzando,
ahora con más holgura, pues las paredes volvían a ensancharse. El olor a
humedad y salitre eran cada vez más intensos, lo que le animó a apresurar el
paso. Guiado únicamente por su sentido olfativo, caminó durante eternos minutos
hasta que se detuvo golpeado por la esperanza. Un minúsculo punto de luz apareció
frente a él, haciéndole recordar de nuevo el sermón del párroco, aunque esta
vez provocándole una ligera, casi imperceptible, sonrisa.
A cada paso que
daba, más intenso y ancho era el punto de luz, empezando a definirse ya lo que
prometía ser el contorno de una salida. Cuánta vida despierta una esperanza
cumplida. No supo de dónde sacó las fuerzas pero empezó a correr. Poco le
importaban ahora los sufrimientos recientes. Incluso aquellos alaridos de
tortura que le habían congelado la sangre le quedaban muy lejanos; lo único que deseaba era escapar
de aquel maldito lugar. Sin embargo, toda esa esperanza que le rebosaba ya de
su rostro como una presa desbordada se vio truncada por un gruñido prolongado
que sonó muy cerca de él. No quiso ni respirar. Un nuevo gruñido le confirmó
que su procedencia era animal y, con toda certeza, poco amistoso, como si con
ese sonido prolongado y siniestro le estuviera lanzando una advertencia. Con la
luz que le llegaba pudo distinguir una nueva gruta que se abría a su izquierda.
Una intuición, probablemente su instinto de supervivencia, le advirtió que ahí
le aguardaba el animal, presto a lanzarse contra su yugular en cuanto osara
pasar por delante.
La duda le
angustiaba más que el silencio deliberado que ahora presentaba la bestia.
Frente a Juan Barreto se hallaba lo que definitivamente se había mostrado como
una salida, a unos doscientos metros de su posición. Suya era la decisión: pasar
delante de la fiera y tratar de alcanzar
la luz o retroceder sigilosamente hacia el lugar donde fuera arrojado como un
guijarro. Decidió correr hacia la luz, pero antes de acometer un acto tan
temerario como desesperado, la comparación que se había hecho con una piedra le
había sugerido una idea. Tanteó el suelo con los pies hasta hallar lo que
parecía un pedrusco bien contundente. Lo cogió sin apartar los ojos de la gruta
y lo palpó buscando su lado más resistente. Tomó aire y se preparó para la
carrera. No era fácil dar el primer paso, pero en cuanto lo dio, un animal, una
bestia semejante a un oso pardo inmenso como una montaña se arrojó contra él
acompañando su veloz movimiento con el preceptivo rugido paralizante.
Juan Barreto
también grito, pero de horror, como es lógico, y de inmediato comprendió los
alaridos que minutos antes le habían desgarrado el ánimo desde la lejanía y que
ahora le desgarraban el pecho pues la fiera ya le había alcanzado con su zarpa.
Determinado a no acabar en el estómago de ningún animal, golpeó con el
pedrusco, más por instinto que por puntería, el hocico de la fiera, quien,
sorprendida y algo lastimada, retrocedió un metro. Juan Barreto no necesitaba
más para escapar. Nunca antes había corrido tan rápido, nunca antes había experimentado
un ansia tan intensa por sobrevivir, superior incluso a su caída en la sima.
Emergiendo de la oscuridad para entrar en las penumbras, cada vez que giraba su
cabeza queriendo medir la distancia a la que se encontraba de la muerte, más se
convencía de que su perseguidor era un oso.
No supo cómo lo
hizo, pero en cuanto se percató de que una nueva gruta se abría a la derecha,
la tomó en un rápido giro que hizo al oso golpearse contra la roca. La luz era
más intensa en esa dirección, al igual que olor a salitre; de hecho, hubiera
jurado que una infinitesimal gota de mar le había impactado en la mejilla. Un
nuevo vistazo hacia atrás y comprobó sorprendido, pero aliviado, que el animal
había desistido en su empeño. Se detuvo exhausto y, aunque desconfiado, no pudo
resistir apoyar las manos en las rodillas para que su ritmo cardiaco se
recuperara. En ello estaba cuando por fin sus ojos se fijaron en la cercana
salida de la gruta. La luz era diáfana y el sonido que por ella entraba sabía a
libertad. Esa visión fue estímulo suficiente para continuar su senda hacia la
salvación.
Antes de salir de
la inmensa cueva sus pies entraron en contacto con el agua de un charco de
piedras. Con la garganta árida por el miedo, se agachó para sorber de ella. Justo
en el momento en el que su rostro reaccionaba con asco y decepción ante la sal
que contenía, notó que algo frío y macizo se posaba sobre su frente. Levantó la
vista lentamente temiendo que los falangistas le hubieran encontrado y le
estuvieran apuntando con una pistola. En lo segundo acertó, pues,
efectivamente, un arma presionaba con firmeza su cabeza; en lo primero, no pudo
estar más lejos de la realidad.
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