“¿Pero de qué os reís
siempre vosotros dos?”, nos preguntaba mi padre a mi madre y a mí cuando
reíamos después de compartir una mirada cómplice.
Mi padre era un
amargado que pensaba que tenía una misión en el mundo: amargar a los demás,
empezando por su familia, por supuesto. A pesar de ello, se esforzaba por tener
más defectos, destacando entre todos el de su racismo visceral. Todo aquel que
no fuera de su color era susceptible de ser acribillado por su odio, teniendo
una especial inquina hacia los marroquíes, que él, claro está, llamaba moros.
Vivíamos una invasión y nadie hacía nada al respecto, ese era el habitual
preámbulo con el que arrancaba todas las mañanas. Insufrible, en especial para
mi madre. Tal era la obsesión de mi padre contra los marroquíes que ni siquiera
acudía a su médico de cabecera, no fuera a ser un “moro de mierda que había
venido a quitarnos los puestos de trabajo”, consultándome a mí sus dolencias, a
pesar de que yo hacía ya tiempo que me dedicaba en exclusiva a la cirugía. De
hecho, fui yo mismo quien le hizo el trasplante de corazón y os aseguro que
estuve muy tentado de cometer un pequeño error irreversible. Maldito código
deontológico. Recuerdo cuando despertó. ¿Os hacéis una idea de qué fue lo primero
que quiso saber? Pues sí, ni siquiera preguntó sobre la operación; él lo que
quiso saber era la raza del donante. Esa información es absolutamente
confidencial; ni siquiera yo tengo acceso a ella, pero para mí caer en la
tentación fue inevitable. Estoy seguro de que vosotros hubierais hecho lo
mismo. Quería saber a toda costa si la vida le había gastado una broma a mi
padre. Y sí, se la gastó, pero nunca se lo dije. Eso fue algo que solo compartí
con mi madre, y ahora con vosotros.
VERLA VESTIDA
Su enamoramiento era tan profundo que solo deseaba verla vestida.
Verla vestida
implicaba hablar con ella, pasear por el parque, cenar en el más pequeño de los
restaurantes italianos, ir al cine o a un museo; en definitiva, conocerla. Por
eso, en cuanto terminó el cuadro, y antes de que cualquier otro alumno de la
facultad se le adelantara, se inventó cualquier escusa para acercarse a ella y
saludarla.
EL TÍO GUALDO
El tío gualdo era la bomba. No son mis palabras, sino las de mi hija.
El tío gualdo era un crack, añade mi hijo. Un santo, quiere intervenir mi
mujer. El tío gualdo era eso y mucho más. A pesar de todos nuestros problemas,
a pesar de la desgracia que cayó sobre nosotros, siempre consiguió hacernos
sonreír. Personas como él son necesarias en este mundo, y, sin embargo, no
abundan, no al menos que a mí me lo parezca. Ojalá hubiéramos conocido al tío
gualdo cuando estaba vivo, aunque él dice que entonces hubiéramos sufrido al
mayor bribón de la comarca, malhumorado y salvaje. La oveja descarriada de la
familia, hacía ya doscientos años. ¿Quién sabe por qué le caímos en gracia?
¿Qué extraño mecanismo se encendió en su corazón para querernos de ese modo? Por
supuesto, habitaba nuestra casa desde mucho antes que nosotros y ahí sigue,
años después de nuestra marcha forzosa. También a nuestro desahucio acudieron
las cámaras, pero el banco fue igual de inclemente. Antes de que entrara la
policía, los cuatro echamos una última mirada a la casa. Ahí estaba el tío
gualdo, sonriéndonos con orgullo. Vimos en su mirada que se mantendría fiel a
su promesa: nadie habitaría su morada salvo nosotros. Y así sigue la casa,
deshabitada después de tres compradores que no le pudieron soportar; ahí sigue
él, mirando por la ventana, aguardando a que mis hijos pasen delante de la casa
a la salida del colegio y puedan saludarse; ahí sigue, esperando a que podamos
recuperarnos de la crisis y compremos de nuevo la casa.
MINICRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
Él no sabe que yo lo
sé. Está frente a mí, saluda al público, que le adora. Su sonrisa de perlas les
cautiva. Me mira y cree estar viendo la seguridad que siempre le ofrezco. No
sabe que yo lo sé. Se concentra. El público, nuestro público, entiende que debe
guardar silencio. Se sienta en su trapecio y vuelve a mirarme. Se balancea. Yo
me balanceo en mi trapecio. Es nuestro número más arriesgado. Dará un triple
mortal esperando que mis robustas manos le atrapen, como hasta ahora. No hay
red.
EL CANDIDATO PERFECTO
Roberto abre los ojos
a una nueva mañana; de inmediato, su instinto le avisa sobre cierto ruido que
no ha cumplido su misión, o quizás sí y haya sido él y su resaca quienes hayan
fallado. Coge el móvil de la mesilla de la noche y cerciora el dato que intuía.
Cierra los ojos por un instante, el tiempo justo para lamentarlo y reponerse.
Se incorpora apoyando la espalda en el cabecero de la cama. Su dedo índice
recorre con calma el listín de su móvil. Encuentra el número deseado y lo
marca. Carraspea sin dramatismo. Espera el tono volcando su mirada hacia el
techo. A ver cuándo se acuerda de pintarlo. Descuelgan.
-Comunicaciones internacionales,
buenos días, le atiende María.
-Buenos días, María, soy Roberto
Lozano, hoy he sido citado para una entrevista de trabajo con Jorge Vallejo.
-Ah, sí, a las diez y media.
-Verás, María, he tenido un
pequeño accidente casero, y es que estoy atrapado.
Su voz suena sin atisbo de
dudas, segura, con la entonación adecuada, sin sobreactuar.
-¿Atrapado?
-Sí, la puerta del garaje no
abre, está atascada o algo así- dice mientras golpea la mesilla de noche
imaginando la puerta de un garaje que no tiene-. No puedo salir con el coche.
He pedido un taxi, pero les llamaba para avisar que llegaré algo tarde y
pedirles disculpas.
-No se preocupe, Roberto- dice
María animada por la iniciativa del candidato- Se lo comunicaré a don Jorge. ¿A
las once y media le parece bien?
-Oh, sí, muy bien y perdona de
nuevo.
-No se preocupe. Hasta ahora.
-Adiós, gracias.
Roberto comprueba que desde el
otro lado han colgado y devuelve el móvil a la mesilla de noche. Se rasca la
cabeza y se levanta con pausa. Se estira y camina hacia el servicio. La ducha
caliente le repone las neuronas caídas en combate la noche anterior. Saborea el
desayuno, como lo hace siempre. Se viste con su mejor traje y sale de casa.
Hace un buen día para pasear, y caminando se dirige a su entrevista de trabajo.
Tiene tiempo.
CITA A CIEGAS
Juan llegó al bar convenido. Era su primera cita a ciegas. Como era de
esperar, los nervios se habían apoderado de él, pero trató de calmarlos con una
cerveza. Movió los dedos como si fuera a interpretar un concierto de piano y
tecleó en su móvil.
-¿Ya has llegado?
-Sí
Y continuaron tecleándose durante dos horas, tiempo suficiente para
gustarse y citarse otro día en algún lugar con wifi.
EL AMOR MÁS GRANDE
Cuando Susana cumplió
diez años tuvo, por primera vez en su vida, plena conciencia de lo que
significaba divorciarse. Los padres de su mejor amiga se habían divorciado y
Susana no supo cómo consolarla. Desde entonces, su mayor temor fue que a sus
padres les sucediera lo mismo. El hecho de que con el transcurso de los
siguientes años más de la mitad de sus compañeros de clase tuviera a sus padres
separados no hizo más que elevar su temor a la categoría de terror. Cuando
regresaba del colegio y, más tarde, del instituto siempre le asaltaba la
sospecha de que sus padres le fueran a comunicar la gran tragedia. Sin embargo,
a pesar de las ausencias intermitentes de ambos por sus respectivos trabajos,
nunca sucedió. Ahí estuvieron siempre los dos, apoyándola en todo, compartiendo
sus mejores momentos, llorando ante su discurso de graduación universitaria.
Siempre juntos, felices con su boda, dichosos con su primer nieto.
Fue entonces, al
cumplir Susana los treinta y cinco años, cuando recibió la noticia.
-¿Cómo has dicho?-
preguntó su marido cuando Susana se lo contó-, ¿que tus padres se divorcian?
-No- respondió ella
entre lágrimas- He dicho que están divorciados.
-Bueno, es lo mismo-
comentó temiendo haber sido demasiado brusco.
-No, no lo es.
-Ya, que no te
hubieran dicho nada antes. Los míos sí me comentaron su divorcio antes, aunque
no sé para qué si ya habían tomado la decisión. Lo siento mucho, amor, ¿cómo
estás?
-Feliz, muy feliz-
dijo ella juntando las manos y con los ojos bañados de lágrimas.
-¿Cómo dices?-
preguntó confuso- ¿feliz?
-Sí, no puedo ser más
feliz. He sido una auténtica privilegiada por tener los padres que tengo.
-¿Te refieres a que no
se divorciaron hasta ahora? Tienes razón, yo lo pasé fatal, en plena
adolescencia.
Susana le miró con
toda la emoción que pudo reunir en su rostro.
-No, me refiero a que
llevan divorciados desde que cumplí doce años.
MENSAJE EN LA BOTELLA
Arturo
se encontró la botella en uno de sus muchos momentos frente al mar. Jubilado
hacía años, viudo y con dos hijos a los que veía de San Juan a Corpus, muchos
eran los días en los que su mejor ocupación consistía en pasear. “Ojalá sea de
esas en las que hay un mensaje”. Y lo había. Con gran ilusión, y algo de
torpeza, consiguió acceder al papel sin romper la botella. El papel, viejo y
gastado, estaba escrito con letra muy simple, como la de un niño, grande y
circular. La emoción con la que encaró el escrito se esfumó en cuanto empezó a
leerla. Sintió que se le venía el alma abajo y comenzó a llorar cada vez con
más intensidad. Era como si sus lágrimas hubieran estado esperando toda su vida
para salir en ese momento, tal era la fuerza y duración de su llanto. Tras
varios minutos en ese estado, cogió valor para volver a leer el mensaje en la
botella. “Por favor, que alguien ayude a mi mamá, y a mí y a mi hermana. Papá
es malo” y bajo esa escueta frase añadía la dirección en la que Arturo había
vivido desde que se casara.
INVISIBLE
Joaquín llegó al lugar
donde había concertado su cita a ciegas, un bar de esos redecorados con recuerdos
modernistas y lámparas de pétalos de rosas. El lugar ideal, pensó; buen
ambiente, buena música. Lo había elegido ella. Miranda nunca planeaba una cita
con un desconocido al que hubiera visto el rostro en internet, del mismo modo
que ella tampoco mostraba el suyo. Estaba convencida de que hacerlo le restaba
encanto, misterio, riesgo y humildad. Sin embargo, llevaba muchas decepciones
acumuladas. No así Joaquín, pues para él era la primera vez que se arriesgaba
con lo desconocido. Miranda le había dicho que llevaría camisa blanca y falda
negra ajustada. Largos pendientes y maquillaje prácticamente ausente. Su
cabello era rizado color castaño y le caía en cascada hasta los hombros. La
descripción había emocionado a Joaquín, quien poco podía añadir a su rostro con
gafas de pasta negra, calvicie incipiente, pantalones vaqueros y polo rojo.
La ilusión con la que
Joaquín había tomado su primera cerveza a la espera de su cita, fue
desvaneciéndose con la segunda y la tercera. La camarera, siempre atenta,
atendía su pedido con la sonrisa estándar para los clientes. Pasada la primera
hora, Joaquín se resistía a rendirse. Había traído consigo un pequeño ramo de
violetas y estaba dispuesto a esperar lo que hiciera falta para entregárselo.
Miranda había insistido en no intercambiarse sus números de teléfono, por lo
del misterio, pero también por una confianza que ni siquiera había sido
concebida.
Con la segunda hora
cumplida empezó a descomponerse su ilusión. Se movía de un lado a otro,
buscando una postura que relajara su malestar. A una señal de la camarera, supo
que el cierre del local llegaría pronto. Joaquín se levantó con la pena cargada
sobre sus hombros y caminó hacia la puerta del bar sin saber bien qué hacer con
el ramo de violetas. Quedó tentado de dárselo a la camarera que, con su
habitual sonrisa le abría la puerta para que pudiera salir, pero siempre había
sido demasiado tímido para la espontaneidad. Se fue triste, acompañado por el
eco de la puerta cerrada a sus espaldas.
La camarera quedó
mirando a las luces de la calle a través del cristal de la puerta. Su sonrisa
estándar se desvaneció. Una decepción más, uno más que no se había fijado en su
camisa blanca, falda negra ajustada, pelo rizado color castaño que caía en
cascada y sus largos pendientes; uno más que no había sabido reconocerla.
LA PREGUNTA
Gregorio llevaba años
queriéndole hacer la misma pregunta a la estanquera. Como ser racional que era,
ajeno a la religión e, incluso, a la superstición, se negaba a planteársela.
Digamos que como ser inteligente que se consideraba, además de contar con un
más que destacado bagaje cultural, no
debía hacerle esa pregunta. Sin embargo, ahí estaba ese runrún, día y noche, en
su cabeza, en su conciencia. Su lucha interna la exteriorizaba paseándose
delante del estanco al menos una vez al día; bien en su Audi último modelo,
bien marcando estilo con sus trajes de Armani cuando lo hacía andando, pero
nunca se atrevía. Durante años había puesto siempre en el estanco los mismos
boletos: una apuesta de euromillón de martes y viernes y otra de una apuesta de
la primitiva para jueves y viernes. Años con lo mismo, sin variar en lo más
mínimo. Era imposible que él se hubiera equivocado al decírselo y, sin embargo,
después de tantos años, ella cambió el euromillón por el gordo de la primitiva.
Como hacía siempre, Gregorio guardó los boletos en su cartera y no los miró
hasta el domingo, día en que comprobaba en internet su mala suerte. Su
monumental enfado al ver que la estanquera no le había dado su euromillón dio
paso al más incrédulo de los asombros al comprobar que había ganado la apuesta
del gordo. Desde entonces había perdido todo sentido ir a poner ningún boleto
al estanco, pero nació en sus entrañas aquella pregunta imborrable: ¿Se
equivocó la estanquera adrede o sin querer?
LA NOTICIA (micro sobre la naturaleza humana)
Señoras y señores, los
científicos han confirmado que el hallazgo realizado por los submarinistas del
ejército corresponde al continente conocido como La Atlántida.
De la mitología a la
realidad. Las primeras dataciones arrojan unos datos de tres millones de años y
un ecosistema tan virgen como espectacular. Algunas plataformas petrolíferas ya
se han posicionado sobre la zona.
ÚNICO TESTIGO (relato policial)
-¿Pero me estás
diciendo eso en serio, Trápaga?- le preguntó el fiscal convencido de que el
comisario le estaba tomando el pelo.
-Que sí, leches, que
te lo digo en serio. ¿Puedo o no puedo llevarlo como testigo a un juicio?
El fiscal le miró con la sonrisa de quien se siente
engañado.
-¿Es una cámara
oculta?, ¿es eso?
-¿Pero qué cámara
oculta ni que cojones fritos?
-Por dios, Manuel, que
no puedes estar en serio.
Si el fiscal había
apelado al nombre de pila del comisario, muy graves debía de ser la cosa.
-Que sí, que es mi
único testigo, que lo vio todo.
-Pues no puedes
llevarlo.
-¿Pero por qué?
-Porque es un loro,
joder, que estamos hablando de un loro.
-Sí, un loro que
estaba en la habitación donde asesinaron a esa pobre mujer.
-¿Pero de verdad esta
conversación está teniendo lugar?- el fiscal se pasaba la mano por su calva
buscando el sosiego que había perdido con el comisario- ¿Y qué coño le pregunto
a un loro?
-Pues tus jodidas
preguntas de fiscal, como haces siempre.
-Ya, y el loro me
contesta, ¿no?
-Joder, los loros
hablan, ¿por qué no iba a hablar este?
Pues precisamente este
no hablaba. Por supuesto, el fiscal dio por zanjada la discusión largándose de
su propio despacho, quitándose así de vista al comisario. Trápaga, por su
parte, hubo de acudir a un especialista con su loro mudo.
-Verá usted- empezó a
explicarle el veterinario-, cuando un loro no habla puede ser por varios
motivos. Quizás no esté recibiendo el cariño que debiera. ¿Quiere usted a su
loro?
Trápaga arrugó el
rostro para mostrar su más absoluta repulsa.
-¿Cómo voy a querer yo
a un loro?, vamos, hombre, no diga memeces.
-¿Lo ve usted? Así
tiene al pobre animal.
-Que no, cojones, que
el puto loro lo tengo desde la semana pasada, que no es eso.
Al comisario no había
que apretarle mucho para que empezara a gritar. No obstante, esto no pareció
impresionar al veterinario.
-Dice usted que lo ha
adoptado…
-No, yo no he dicho
eso, lo que me faltaba. Lo he recogido. Estaba en la escena de un crimen y
quiero que hable de una jodida vez para que testifique en un juicio.
El veterinario le miró
buscando la broma en la expresión de su
cliente.
-¿En serio quiere
hacer eso?
Trápaga miró a un lado
para no perder los nervios.
-Pues no me digas más-
continuó el veterinario-. Este loro ha sufrido un shock. Dice usted que
presenció un crimen. Eso es lo que le ha hecho perder el habla.
-Pero el hambre no,
¿verdad?
-¿Cómo dice?
-Que el jodido no para
de comer.
-Eso es la ansiedad.
Trápaga se fue de la
consulta más soliviantado de lo que había entrado. No podía comprender que un
loro, un animal, en definitiva, pudiera sufrir ansiedad.
-Sal tú a las calles a
jugarte la vida y verás lo que es ansiedad- le decía al loro desde la silla de
su despacho. Nunca antes en una comisaría había habido un loro. Tan renombrado
fue que incluso vino una cadena de televisión.
-¿Cómo dice?- preguntó
Trápaga al periodista como si le hablara a un chulo de la calle.
-Que si le ha puesto
nombre al loro- le repitió intimidado.
-Sí, hombre, lo que
faltaba, ponerle nombre. Se llama loro, y punto.
El loro pasó en comisaría
los siguientes cinco años y a tenor del número de pipas que comía al día, la
ansiedad parecía no querer desaparecer. Por alguna razón que el comisario no
alcanzaba a comprender, le había cogido cariño al animal. Probablemente fuera
porque sabía escuchar.
-Ay, loro, tú sí que
me entiendes- solía decirle cuando iniciaba sus largos monólogos sobre sus
casos de investigación o cuando había tenido una discusión con su mujer. El
loro se limitaba a ladear la cabeza de un lado a otro y a escucharle en
silencio. Hasta los delincuentes se habían encariñado con él.
Sin embargo, pocos
casos como el de la dueña del loro se le habían atragantado tanto al comisario.
No pasaba una semana sin que pensara en él, lo cual era lógico teniendo en
cuenta la presencia del loro.
Un día de reflexión en
estado puro, tuvo un impulso de esos con los que te reprochas no haberte dado
cuenta antes de algo. Salió de su despacho sin despedirse del loro y no regresó
hasta al cabo de un par de horas. Traía una caja de cartón. La abrió y empezó a
sacar su contenido. El loro miraba con curiosidad desde su puesto. De pronto,
hizo algo que no había hecho (al menos el comisario nunca lo había visto) en
todos esos años: con un habilidoso brinco se posó en la mesa. En otras
circunstancias, Trápaga le hubiera dado un buen trompazo por allanamiento de su
espacio, pero ahora se limitó a observar con más curiosidad que el animal, si
cabe.
El loro se acercó a la
caja y batió las alas al tiempo que su cresta se erguía.
-Las reconoces, ¿eh?
Son las pertenencias de tu legítima dueña. Nadie las reclamó. Increíble-
murmuraba el comisario prendado de asombro ante la actitud de su amigo.- Vamos,
dime algo, dame una señal.
Trápaga comprendió que
debía colaborar sacando las cosas de la caja. Empezó a mostrarle fotografías
que nunca le llevaron a una pista segura. Las pasaba una a una pensando que
realmente se encontraba con el único testigo de un asesinato. Y entonces
ocurrió. Justo en el momento en que el comisario le enseñaba la tercera
fotografía el loro dilató sus pupilas y habló.
POR MIS COJONES (recuerdos de Celia Couto, autora de la biografía del comisario Trápaga)
Al comisario Trápaga le gustaba sentarse en la terraza de su casa y contemplar el mar. Podía estar así horas, y así era como me lo encontraba cada vez que nos reuníamos para continuar con su biografía. De hecho, me disgustaba interrumpir un estado tan lleno de paz como el suyo. Su esposa me ofrecía un café y yo lo bebía observando el rostro cansado del comisario mimetizándome con su mirada hacia el mar infinito. Nunca podía dejar de asombrarme que hubiera accedido a que escribiera su biografía. El hombre que había cambiado el curso del planeta con aquella ya más que famosa y reproducida frase suya. No solo era un honor para mí, sino un auténtico placer escucharle, a pesar de sus numerosos tacos, o quizás, precisamente, por ellos. Me sorprendió su calma, pero también su modestia. Quizás ambas habían sido aportadas por su tan ansiado retiro.
Durante meses abordamos los temas de su pasado que él tenía a bien contarme. Me resultaba del todo elogiable que incluso las situaciones más violentas que le había tocado vivir me las relatara con esa parsimonia suya, como si en verdad perdonara a los autores de semejantes tragedias. Nunca se lo dije porque sabe dios cómo hubiera reaccionado, pero, a mis ojos, el comisario se había convertido en un adorable anciano.
-Pues hemos llegado a tu frase- le anuncié tratando de ocultar mi emoción. Desde nuestro primer encuentro había estando deseando el momento en el que trataríamos los acontecimientos de aquel día. He de añadir, con algo de soberbia por mi parte, que me encantaba tutearle. Me sentía una privilegiada.
-La jodida frase- dijo él devolviendo sus ojos al mar.
-¿Te molesta hablar de ello?
-No, no me molesta, pero ojalá no la hubiera dicho nunca- me contestó con evidente cansancio.
-Vaya, ¿puedo escribir eso en el libro?
-Escribe lo que quieras, ya lo sabes.
-¿Te pesa la responsabilidad de lo que sucedió después?
El comisario se apretó la barba a la altura de la barbilla. Después de tantos meses de conversaciones, bien sabía yo que aquel gesto acompañaba la gestación de un pensamiento profundo.
-Un poco sí, pero no es que me pese. Me cansa. Figúrate que tuvimos que venirnos aquí, donde Franco perdió los calzones, para librarnos de todos ellos.
-¿Te refieres a los periodistas?
-A todos.
-Yo estoy aquí- le reté con una sonrisa del todo intencionada.
-Me convenció mi mujer. Lo que no consiga ella…
-Interpreto entonces de tus palabras que no te sientes a gusto con ser el responsable de todo el cambio.
-Es que no fui el responsable.
Aquella confesión me cogió desprevenida. Fui incapaz de articular palabra durante unos segundos.
-¿Cómo que no? Todo el mundo sabe que fuiste tú. Te vieron, te oyeron.
Trápaga fijaba la vista en el sol poniente. El brillo dejaba en su barba un tono cobrizo que lo hacía más interesante aún.
-Ya, esa es la versión oficial, pero no es la verdad.
-¿Y por qué no lo has revelado hasta ahora?
Me miró con los ojos rayados, ¿por el sol o por su conciencia?
-Recordarás el día en que toda esa multitud rodeó el parlamento…
Claro que lo recordaba, ¿quién no podía recordarlo? Ese día cambió todo. El antes y el después en el mundo civilizado. El nacimiento de un efecto mariposa imparable. Los españoles, madrileños la mayoría, cansados, hastiados de tantos recortes, de tantas leyes abusivas y, sobre todo, hartos de la corrupción, caminaron ese día hacia el parlamento convocados por el boca a boca de las redes sociales.
-Yo dirigía a las unidades de la policía esa tarde, aunque eso también lo sabes. Lo que ignoras es que ese misma mañana había discutido como un basilisco con mi hija mayor. Siempre discutíamos, era el motivo lo que cambiaba a medida que ella había ido creciendo. Nuestras diferencias en aquel momento eran políticas.
-Pero si tú eres antisitema- le interrumpí confundida-. Tú mismo has dicho en más de una ocasión que no crees en la democracia.
-En aquella democracia te aseguro que no creía, pero tienes razón, siempre me he declarado antisistema.
-Y, sin embargo, tu trabajo consistió siempre en defender ese sistema.
Trápaga me enseñó su sonrisa. Debo resaltarlo porque rara vez sonreía.
-Has dado tu solita con el motivo de nuestra discusión. Mi hija me reprochaba constantemente la respuesta desmesurada que habíamos empleado en anteriores manifestaciones. Me llamaba facha, franquista…En fin, de todo. Ese mañana ambos nos excedimos, hasta el punto de que me aseguró que no quería verme más y que no iba a permitir que su hijo, mi nieto, creciera junto a un ser tan insensible y egoísta- Trápaga buscó la alianza de los últimos rayos del sol para recuperar el aliento que se le había escapado con sus palabras- Logré recomponerme, a duras penas, porque mi mujer ni siquiera se despidió de mí.
“Ahí estaba yo delante de mis hombres y frente a una muchedumbre silenciosa pero muy cabreada. Nunca el silencio me hizo tanto daño. Mis hombres, acostumbrados a cargar desde que teníamos aquel gobierno, esperaban ansiosos mi señal. La multitud no apartaba la vista de mí. ¿Qué coño miraban? Ni que hubieran estado en mi casa escuchando la pelea con mi hija. De pronto, sentí la vibración del móvil. Era un guasap, nunca fui capaz de pronunciarlo bien. Mi hija me había enviado una fotografía. Un selfi, como se decía entonces. Recuerdo bien el texto: Estoy en la manifestación, con tu nieto. En efecto, la imagen confirmaba sus palabras. Dudé, sudé, caminé de un lado a otro. Quería gritar, insultar, sacar mi pistola y disparar al aire. Entonces me volví al sargento de mi unidad. Le dije que nos retirábamos, que toda esa gente podía ir a donde quisiera. Me preguntó por qué, pues no entendía una orden de aquel calibre; y entonces lo solté, con toda mi alma: ¡Por mis cojones! El resto es historia”
Y menuda historia, añadiría yo. La gente aplaudió la actitud de la policía y entró en el parlamento. Ahí presenciamos en directo la cobardía de la mayoría de los diputados, que corrieron o se escondieron pensando en algún tipo de revolución. No tuvieron otro remedio que escuchar a los españoles. El resultado ya lo sabemos todos. “Por mis cojones” se convirtió en viral. Más aún, se convirtió en una actitud que contagió a todas las instituciones, incluyendo a la judicatura. Hubo muchos detenidos y procesados; el gobierno cayó por su propio peso y se celebraron elecciones con nuevos partidos. La banca y las eléctricas se nacionalizaron y el referéndum fue la piedra angular de la nueva vida política. Lo más gracioso de todo, es que la economía de mercado no solo no se resintió sino que pudimos salir de la crisis.
-De verdad que no sé por qué se me da tanto mérito. Si te fijas bien, no hicimos nada que no hubieran hecho antes los islandeses- me señaló el comisario.
-Sí, pero lo de Islandia no repercutió a nivel mundial. Lo tuyo sí. Los gobiernos en la Unión Europea fueron cayendo uno tras otro, abandonados por las fuerzas de seguridad y los jueces. Al llegar nuevos partidos al poder, nuestra actitud con el Tercer Mundo giró ciento ochenta grados. Pobreza y enfermedades han sido erradicadas de esos lugares.
-Pero no fui yo- insistió Trápaga categórico-. Ahora ya lo sabes: fue mi hija.
Le sonreí agradecida. Aquel gesto suyo me hizo sentir más admiración, si cabe, por él.
-Entonces, ¿no te alegra lo que entre tu hija y tú provocasteis?
Trápaga suspiró. El sol se había escondido definitivamente.
-¿Sabes lo que me alegra de todo ese asunto? Que he podido ver crecer a mi nieto.
MADURAR
-Papá, ¿tú cuándo maduraste?
La
pregunta no le cogió, en cierto modo, por sorpresa a Juan. Esa misma tarde se
habían reunido con la tutora de su hijo, siendo la palabra clave, madurez, pero
por necesaria, no por consolidada. Incluso ya con quince años se pueden ir
abandonando ciertas actitudes más propias de la niñez que de la adolescencia ,
tomar responsabilidades y bla, bla, bla….
Juan comprendió que
aquella pregunta requería una respuesta, aunque hubiera preferido que su hijo
le hubiera preguntado por relaciones sexuales, drogas o algo así. Tras suspirar
ante lo inevitable, le indicó que se sentara a su lado.
-Verás, pues si bien todo el
mundo dice que madurar es un proceso que dura años, e incluso hay quien no
madura nunca, para mí el proceso de madurez tuvo fecha concreta. Un antes y un
después. Mira, yo antes era un auténtico capullo. ¿Sabes el significado de la
palabra capullo? Pues yo podría ser la viva imagen del capullismo en aquella
época, y lo fui durante bastante tiempo, te puedes imaginar. Además, las
personas con las que me rodeaba eran también unos capullos, aunque yo, desde
luego era el campeón y, por lo tanto, el líder de todos ellos. Un sábado en el
que la resaca me duró más de lo previsto, no tuve más remedio que quedarme en casa,
zapeando y zapeando entre tanto canal de mierda. Sin saber por qué, mi dedo se detuvo en la segunda cadena. Ahí
estaban dando uno de esos documentales sobre enfermedades raras, tragedias,
etc…El de aquella noche era sobre el acoso escolar. Por cierto, que yo tenía ya
mis buenos treinta años. Figúrate, tu tutora te pide que madures ya y yo a los
treinta seguía siendo un capullo.
“Esa noche maduré. Sí, viendo ese
documental. Desde luego, no fui consciente de ello, pero esa es la fecha.
Espera, no me pongas esa cara, que ahora te explico. A la mañana siguiente me
sentí como una mierda, y al otro y al otro también. Pensé que había caído en
alguna depresión misteriosa. Salía del trabajo y en vez de ir a tomarme
cervezas con los colegas me ponía a caminar sin rumbo fijo. Era extraño, como
si quisiera ir a algún sitio que no era capaz de identificar, o quizás sí. Ya
me pones esa cara otra vez. Enseguida lo comprenderás.”
“Uno de esos días en los que
paseaba como una veleta llegué a un edificio que no había vuelto a ver en años. Supe de inmediato que era el lugar al
que mi cuerpo había deseado ir desde el principio y que mi mente de capullo se
lo había estado impidiendo. Me quedé de pie mirando aquel lugar en el que había
crecido. También ahí había sido el líder de los capullos. Así que, tras
semejante descubrimiento, acudí durante
semanas a mi antiguo colegio al salir del trabajo. Una vez allí, me sentaba en uno de los bancos y lo observaba
hasta al anochecer”
“Una tarde, vi algo que me dejó
petrificado. Los profesores salían hacia el aparcamiento después de algunas de
sus reuniones y entonces la vi; era ella. Habían pasado, no sé, catorce o
quince años desde que la viera por última vez y me costó reconocerla, pero era
ella. De modo que trabajaba ahí. No dejaba de resultarme un poco irónico o
paradójico que después de lo mal que lo pasó ella en ese colegio, terminara
como maestra en las mismas aulas. Por supuesto, también reconocí a otros
profesores pero no llamaron mi atención”
“Desde ese momento, supe que
quería hablar con ella pero no sabía cómo hacerlo. ¿Te lo puedes creer? El rey
de las discotecas con miedo a hablarle a una chica. Pues así fue y, de hecho, pasaron semanas hasta que
tomé la firme determinación de no irme de ese aparcamiento sin saludarla”.
-Hola- le dije con timidez antes
de que abriera la puerta de su coche. Ella se volvió y al verme dejó caer las
llaves. Las recogió con torpeza y me miró con una incomodidad que no me
sorprendió-. Soy Juan, Juan Gálvez, no sé si me recuerdas.
Ella dejó pasar muchos segundos
en silencio.
-Sí, claro; claro que te
recuerdo- me contestó con desagrado y evitando mirarme a los ojos.
-Pasaba por aquí, te he
reconocido al salir y he venido a saludarte.
-Pues ya me has saludado- me
dijo. Su tono no era agresivo pero sí reflejaba su malestar. Abrió la puerta,
entró en el coche y arrancó. Justo antes de que acelerara le toqué con los
nudillos en la ventanilla. Se pensó si debía bajarla, aunque finalmente lo
hizo.
-Perdón- le dije con toda la
humildad que pude reunir. Ella me miró fijamente sin poder asimilar lo que le
había dicho, de modo que se lo repetí- Sé que ha pasado mucho tiempo y que seguramente
no sirva de nada, pero te pido perdón.
-Pues sí, hijo, ese día maduré,
ya lo creo.
-¿Y ella te perdonó?
-Sí, no ese día. Tardó un poco
en creerse la sinceridad de mis palabras, pero yo insistí.
-¿Y cómo se llamaba?
-Susana.
-Vaya, como mamá.
-Sí, como mamá.
El hijo de Juan le agradeció una
charla tan sincera y se levantó. Justo antes de salir de la sala se volvió
extrañado a su padre.
-Papá
-¿Sí?
-¿Te casaste con mamá por
remordimientos?
-No, claro que no, hijo. ¿Es que
no has entendido nada? Me casé con tu madre porque maduré.
LOS
DEMONIOS
Luisito
se había perdido; quizás un descuido de sus padres, quizás un repentino impulso
por explorarlo todo, pero el caso es que se vio solo y comenzó a llorar
caminando sin rumbo de un lado a otro. Entonces los vio. Eran los dos demonios
que aparecían siempre en sus pesadillas, solo que ahora eran reales. Avanzaban
hacia él con los brazos abiertos, le gritaban mostrando sus fauces.
Descontrolado por el pánico, o guiado por él, corría cuanto le podían permitir
sus cortas piernas. Corría y lloraba desesperado llamando a su madre. Pero por
mucho que avanzaba, nada podía evitar que aquellos dos demonios le alcanzaran.
Cada vez más cerca. Ahí estaban los
seres con los que siempre le había amenazado su madre que se lo llevarían si se
portaba mal. Pero él no había sido malo, solo se había perdido. Su terror no le
permitió distinguir que cruzaba una carretera. Nada pudieron hacer los coches
por evitar su atropello, como tampoco pudieron reanimarle los dos policías que
habían corrido detrás de él desde que lo encontraran perdido por la ciudad.
LÓGICA APLASTANTE (microrrelato)
¿De qué te sirvieron tus estudios?, ¿qué provecho sacaste de
todas esas lecturas con las que matabas los veranos? ¿Para qué te vanagloriaste
de tus matrículas de honor y no sé cuántos masters? ¿Qué te pesaron más, los años
o tu sueldo de catedrático? ¿Cómo no fuiste capaz de aplicar lo lógica más
aplastante y deducir que detrás de una pelota siempre aparece un niño? Tampoco
sirvió para nada que clavaras los frenos.
LAS CUESTAS DEL CAMINO (breve relato policial)
El comisario Trápaga
dejó caer con pesadez su cuerpo sobre el viejo sillón de la oficina. Su suspiro
prolongado dejó escapar todo el alivio que le producía haber reducido la lista
de sospechosos a un solo individuo. La presión de un caso tan mediático como
ese, el asesinato de un banquero de conocido desprestigio, le había agotado
hasta decir basta, aunque los que le conocían bien sabían que él no hubiera
dicho una cursilada semejante; seguramente se habría cagado en todos sus
muertos, en la puta que parió al banquero y un largo etcétera en el que
quedaría incluido hasta el gobierno.
Trápaga se acariciaba
la barba mientras observaba la fotografía del sospechoso, cuñado del banquero.
Era el único que no tenía coartada. El comisario lo miraba sin comprender cómo
un desgraciado como ese podía haberse ensañado de tal modo con la víctima.
Pensó que varios millones en acciones bien podían transformar a cualquiera en
un monstruo. Había conseguido una orden del juez para meterlo en prisión y
someterle así a uno de sus famosos interrogatorios. Aguardaba impaciente,
pasando de acariciarse a rascarse con fruición la barba cada vez que miraba el
reloj de la pared. ¿Cuándo iba a llegar su ayudante? Buen chico, pero algo botarate.
Por fin se abrió la
puerta de la oficina.
-¡Coño, por fin!-
soltó el comisario a modo de saludo- ¿Traes la orden?
Su ayudante tragó
saliva antes de hablar, pues conocía bien la tormenta que se le venía encima.
-No.
Trápaga se levantó
golpeando la mesa con el puño.
-¿Cómo que no?
-Es que tenemos otro
asesinato.
-¿Y a mí qué coño mi
importa? Yo quiero mi orden.
-Nos han informado que
la víctima ha sido asesinada del mismo modo que el banquero.
Trápaga detuvo su ira.
La información recibida le había hecho temer uno de sus terribles
presentimientos.
-Y además…
Su joven ayudante se
quedó en mitad de la frase. Las manos le sudaban, su respiración se agitaba.
-¿Y además qué,
cojones? Suéltalo de una puta vez.
-La víctima también era un banquero.
Trápaga no dijo nada,
simplemente dejó caer de nuevo su cuerpo sobre el sillón, pero, a diferencia de
antes, con esa pesadez que nos hunde la moral al ver que las cuestas del camino
no se terminan. Cogió la foto del sospechoso y, tras mirarla unos segundos, la
arrugó y la tiró a la papelera.
-¿Por qué ha hecho
eso?- le preguntó su ayudante.
Trápaga le miró como
se mira a los idiotas.
-¿Cómo que por qué?-
bufó ante su ignorancia- Hay un tío ahí fuera que se está cargando a los
banqueros. ¿Sabes cuántos millones de sospechosos tenemos ahora?
DOS CAÑAS, POR FAVOR
Silvia entró a
trabajar en aquel bar con la esperanza de permanecer en él al menos unos meses.
Acumulaba sobre sus hombros unos cuantos despidos, justificados o no, y ya su
alma pedía un reposo laboral. El problema radicaba en su temperamento: no lo
podía controlar. Era impulsiva y lo era para todo, ya fuera el primer beso o el
último. Numerosas eran las veces en las que había metido la pata por su
temperamento arrebatado y, tenía que reconocerlo, algunos de sus despidos
habían tenido que ver con ello.
El bar vestía de art
decó y no era mal vestido ese. De hecho, era famoso por su decoración y sus
bocadillos de jamón serrano con tomate. Las mañanas eran intensas, casi de
locos, bajando el ritmo a la tarde. Una mina de oro. Por eso Silvia estaba
contenta. Si se portaba bien (léase controlar su temperamento) podría hacer
incluso planes con su pareja para cambiar a un piso más amplio que el cuchitril
que usaban en ese momento. Si se portaba bien.
Cuando bajaba la marea
de clientes, esto es, sobre las cinco de la tarde, solía aparecer un hombre
maduro, de unos cincuenta años, pelo cano, aspecto cansado y vida gastada que
se sentaba siempre en la misma mesa. Silvia fue quien le atendió. Dos cañas le
pidió el cliente. “¿Espera a alguien?”, le preguntó ella con la ilusión de su
primer día intacta. “No”, contestó lacónico, y repitió, “dos cañas, por favor”.
Silvia quiso hacer una mueca de desagrado en cuanto fue hacer el pedido, pero,
para su tranquilidad, pudo controlar su temperamento. Le sirvió las dos cañas y
el resto de la tarde anduvo de mesa en mesa, de comanda en comanda, peros sin
dejar de echar el ojo el hombre de las dos cañas. Tras un par de horas largas,
se bebió una de las cañas, dejando la otra intacta. Con su mirada perdida en la
caña que no consumía, parecía estar viviendo en un mundo ajeno al que le
rodeaba. Se levantó y, sin despedirse de nadie, se marchó.
“Es Esteban”, le
explicó el encargado a Silvia, “un cliente fijo. Venía mucho con su mujer, pero
murió y ahora viene solo. Siempre pedían dos cañas y eso es lo que sigue
pidiendo. Coloca la otra caña frente a la suya y se queda mirándola. Solo bebe
la suya y se marcha. Así, día tras día”. Y era verdad, pues durante las semanas
sucesivas, que Silvia completó exitosamente sin provocar ningún altercado, lo
anduvo observando y la operación se había repetido sin modificación alguna.
Esa determinación, esa
fijeza de ideas, sin alterarlas lo más mínimo; esa dos cañas que se repetían
todos los días, esa mirada perdida y esos andares de vida gastada empezaron a
atentar sobre el temperamento amaestrado de Silvia. El comportamiento de aquel
cliente se le metió en la cabeza como una canción que no nos abandona, pero una
canción molesta, que no deseamos recordar. Podía aguantar a los borrachos, a
los quisquillosos, a los ruidosos, pero no podía con la ceremonia que el viudo
efectuaba en el bar. Por ello, cada tarde Silvia debía contenerse, hacer un
verdadero sacrificio de su voluntad para no estallar ante Esteban y sus dos
cañas.
Un día no pudo más.
“Dos cañas, por favor”. Se las sirvió pero no se marchó de la mesa. Con rostro
inquisitivo se sentó frente a Esteban y se bebió la caña reservada a su difunta
esposa. Esteban no reaccionó pues su mirada continuó perdida mientras Silvia
desataba su temperamento. Cuando terminó, dejó la jarra golpeándola contra la
mesa, que se notara su acto reivindicativo. Luego, le gritó al cliente. “Tío,
que la vida hay que vivirla. Déjate ya de tanta caña y de tanto recuerdo,
joder”. Dejó al viudo sumergido en sus pensamientos y en la jarra vacía para
regresar a la barra, donde le esperaba el encargado con la expresión más
sorprendida que pudo reunir. En realidad, todos los presentes mostraron la
misma reacción. Esteban, luego de unos minutos en su acostumbrada actitud, se
levantó y se marchó sin despedirse.
Al día siguiente,
Esteban no apareció y, por los comentarios del encargado ante la posibilidad de
perder un cliente fijo, Silvia se vio en la calle. Sus esperanzas de verle
aparecer esa semana se esfumaron. En realidad, nunca más se supo del viudo. Sin
embargo, Silvia no fue despedida y trabajó en el bar durante muchos años,
tantos que la mayor parte de la clientela entraba para hablar con ella. La
imagen de Esteban nunca se fue de su cabeza; los remordimientos le acompañaron
día y noche. Rezaba, incluso, por poder hallarlo algún día y pedirle perdón,
pero sus plegarias no fueron atendidas.
Diez años más tarde,
Silvia, de compras por el centro con su pareja, quedó traspuesta. Frente a un
escaparate estaba Esteban con la mirada fija en unos modelos de mujer. De
inmediato pensó si aquella no sería la tienda que frecuentaría su esposa.
Todavía anclado en el pasado, se lamento la camarera. Suspiró con dolor y se
excusó un momento con su novio pues debía atender un asunto pendiente. Con pasos tímidos se acercó al viudo y
carraspeó para llamar su atención, aunque sin éxito. Tuvo que tocarle el hombro
para que reaccionara.
“Perdone, no sé si me
recuerda, pero…” Esteban no la dejó seguir. “Claro que te recuerdo”, le dijo él
enseñando su mejor sonrisa, “pues no me iba a acordar”. Ella se sintió confusa.
“Quería pedirle perdón por lo que le hice…” De nuevo la interrumpió. “¿Lo que
me hiciste, dices?”- y la sonrisa era
cada vez más amplia y sincera. “Lo que me hiciste me salvó la vida, pequeña. Me
hiciste reaccionar. Cuando me levanté de mi sitio fue con la determinación de
pasar página y volver a la vida. Por eso no he vuelto a tu bar; forma parte de
mi pasado. Me fui de viaje, conocí gente, me volví a casar; sí, como lo oyes.
Ahora estoy esperándola. Entró a mirar trajes y esas cosas nunca las he podido
soportar. Ah, mira aquí viene. Cariño, mira qué sorpresa. Esta es la joven que
te dije que me salvó la vida”. Su esposa brilló de alegría al escucharle.
Abrazó a Silvia y le agradeció aquel gesto suyo con la caña. Luego de
agradecérselo varias veces, la pareja se marchó dejando a Silvia entre lágrimas
de emoción y de alivio.
INVOLUCIÓN
Durante
un tiempo habían sido nómadas pero acabaron asentándose. El territorio
descubierto lo valía. Los recursos eran fáciles de obtener y la protección del
lugar también. La vida era relativamente sencilla, e incluso, ante la
eventualidad de una de esas tormentas considerables, el refugio era seguro. Como
no podía ser de otro modo en semejantes circunstancias, aumentaron en
número. Como animales gregarios que
eran, se sentían felices en comunidad, o, al menos, algo parecido a la
felicidad en sí. No obstante, no todo era armonía, pues de vez en cuando
acechaban los peligros, algunos inevitables; otros, buscados.
Era
cuestión de lógica: si el grupo crecía, el territorio debía hacer lo mismo. La
expansión no resultaba muy complicada, lo cual no significaba que estuviera
exenta de riesgos; el mayor de ellos, sin duda, encontrarse con una tribu con
las mismas intenciones y en la dirección opuesta. El encuentro terminaba por
consumarse. Como sucedió en esa fresca
mañana de primavera.
Aquella
comunidad no era tan numerosa como ellos pero sí daban un aspecto más temible. Quizás era su altura, o sus espaldas más
anchas. Aún así, no se acobardaron. Como era natural, los miembros más
prominentes de ambas tribus se acercaron para mostrar sus expresiones más
feroces. Por los gestos, se aproximaba batalla. Unos se agitaban excitados ante
la posibilidad de un enfrentamiento; otros, miraban con cautela, deseando, tal
vez, que no estallara la contienda. Las hembras, refugiadas en los últimos
puestos, animaban a sus machos al enfrentamiento. El combate resultó inevitable.
Empezaron
los machos alfas con los primeros zarpazos, seguido por el resto de los machos.
Puños e incluso dientes eran sus armas más efectivas, lo mismo que sus gritos
de guerra. Algunas hembras se sumaron con sus chillidos y arañazos. El
territorio estaba en juego, lo cual significaba que el mismísimo futuro lo
estaba. La sangre empezó a brotar, llevándoles al histerismo y, con ello, a una
mayor agresividad. De pronto, el metro se detuvo: había llegado a la siguiente
estación. Los dos grupos se apearon y continuaron la pelea en el andén.
INSOMNIO (relato de horror)
Arturo nunca había
sentido celos. Los consideraba un signo de debilidad, de amor mal entendido.
Sin embargo, en una noche más donde el insomnio dominaba sus ansias de dormir,
su mujer emitió un débil sonido mientras soñaba. Que él recordara, aquello
constituía toda una novedad en ella, mucho más, cuando repitió el sonido. Esta
vez había sonado más nítido, era un nombre propio, masculino, y lo volvió a
repetir: Julián.
El nombre cayó como
una losa sobre la imaginación de Arturo pues sabía muy bien a quién se refería.
El hecho de no poder dormir le hizo caer en el abismo de las elucubraciones. No
obstante, a la mañana siguiente decidió no comentarle nada a su esposa. Durante
toda la jornada, Arturo fue incapaz de concentrarse deseando que llegara la
noche cuanto antes. Una vez cerciorado de que su mujer dormía esperó ayudado
por su insomnio. Esperó y esperó con la mirada clavada en el bello rostro de su
mujer hasta que por fin sonó, bien entrada la madrugada: Julián. Más lo decía,
más odio sentía Arturo por él, puesto que de la duda pasó a la certeza de que
su esposa tenía una aventura con su jefe. Un tópico insoportable, pensó, pero
lo que no se imaginó fue lo insufrible que le iban a ser los días con unos celos
que no dejaron de atormentarle como los violines estridentes en una escena de
terror barato. Celos silenciosos, porque nunca le dijo nada, nunca le dio pie a
que sospechara que él lo sabía. Esperaba el momento oportuno para acabar de
cuajo. Profundamente humillado, dominado por la venganza, pensó y pensó hasta
tramar el crimen perfecto, y lo fue, porque nadie sospechó de él.
Qué alivio. Aquél
había sido el mejor remedio para su insomnio. Dio las buenas noches a su
afligida esposa y apoyó la cabeza en la almohada como lo hubiera hecho un ángel
sobre una nube. Ya con los ojos cerrados comprobó cómo, una vez más, su esposa
se dormía antes que él. Su respiración profunda así se lo indicó. Unos minutos
más y él también estaría dormido. Fue entonces, cuando, en medio del silencio,
un sonido invadió la estancia. Arturo levantó incrédulo la cabeza y esperó, con
el corazón acelerado, deseando, rogando porque el sonido no se repitiera, pero
se repitió, esta vez más claro. Su mujer había hablado en sueños: Luis, Luis,
Luis…
Empezamos
este telediario conectando directamente con la localidad de….,donde se
encuentra nuestra compañera Sonia Hernández. Cuéntanos, ¿es cierto que el
ejército ha aislado a la población?
Sí,
compañeros, os confirmo la decisión que ha tomado hace apenas una hora el
ministro del interior. Es más, se ha dado la orden de disparar sobre cualquier
persona que salga del perímetro de seguridad, sea, mujer, niño, anciano,
adulto…
¿Se
sabe de algún infectado que haya podido traspasar ese perímetro?
Sí,
sospechamos que un infectado ha podido alejarse de la ciudad, pero no sabemos
si ha sido por despiste del afectado o por una distracción de los soldados. Un
momento, un momento, oigo disparos. Sí, compañeros, os confirmo que son
disparos. Veo, veo un hombre que sale de la arboleda. Oh, dios mío, está
corriendo hacia nosotros.
Hemos
visto, señores y señoras cómo el infectado ha sido abatido justo antes de
alcanzar a nuestra enviada especial. Vemos cómo llegan los cuerpos de élite del
ejército y cubren de inmediato al cadáver con un plástico. Se llevan a nuestra
compañera y el cámara, suponemos que para comprobar que no han sido alcanzados
por el virus. Por favor, no se acerquen a la localidad bajo ninguna
circunstancia; sabemos que el virus es muy agresivo.
Sí,
precisamente en este punto, vamos a hacer una recapitulación de lo sucedido
hasta ahora.
Hace
unos diez días, en la localidad de…. surgió un terrible brote de honestidad
tipo ab3v, altamente contagioso. Hasta donde se ha podido saber el agente transmisor
podría haber sido un profesor de filosofía retirado que pudo haber contagiado a
un grupo de alumnos de bachillerato en una charla sobre epistemología. Fuentes
no oficiales han asegurado que ninguno de los chavales se copió durante el
siguiente examen, por lo que la dirección del centro activó el protocolo para
estos casos.
Los
profesores quedaron perplejos al comprobar que los funcionarios encargados de
esta emergencia, no solo acudieron de inmediato al lugar de los hechos, sino
que esa misma mañana no habían empleado ni un minuto de más en su tiempo para
el desayuno.
En
las oficinas de la alcaldía ha corrido el rumor de que los administrativos no
han regresado del desayuno con las bolsas de la compra y de inmediato el pánico
se ha apoderado de todos. La situación se ha llegado a descontrolar hasta tal
punto que algunos guardias urbanos, antes de multar, han dado una segunda
oportunidad a los infractores de tráfico en faltas menores. Semejante
flexibilidad en la toma de decisiones no ha tardado en saberse en el ministerio,
mandando este desde la capital a un equipo de fuerzas especiales.
El
obispado ha enviado a un representante al comprobarse que el sacerdote de la
localidad ha casado a una pareja de homosexuales, aunque las fuerzas de
seguridad no le han permitido el paso. “Para ser honestos, dios nos quiere a
todos por igual”, ha declarado el sacerdote afectado por el brote.
Un
cocinero de reconocido prestigio, cuyo restaurante se encuentra en el epicentro
del brote, declaró, y citamos textualmente, “Honestamente, creo que puede haber
alguna comida mejor que la española”
Parece
ser que los primeros síntomas de la enfermedad se reconocen con facilidad pues
los afectados expresan sus opiniones empezando siempre con “honestamente” o
“para ser honestos”
Todos
los negocios han devuelto el cambio correctamente y los minusválidos han podido
aparcar en los sitios reservados para ellos.
En el juzgado los asuntos
pendientes se han resuelto todos en un día al confesar los implicados su
responsabilidad en los hechos que se les imputaban.
El
caso ha trascendido y la Unión Europea, además de mostrar su solidaridad ante
los terribles momentos por los que pasa el pueblo español, ha ofrecido su ayuda
para que semejante brote no cruce Los Pirineos.
Ayer
mismo, la Organización Mundial de la Salud, pidió disculpas en un comunicado
escueto por no haber previsto la situación.
En
nuestro país se han paralizado todas las actividades, incluido las deportivas,
a la espera de que el brote remita.
Atención,
parece que nuestra enviada nos pide paso. Parece que el virus no la ha tocado.
En
efecto, compañeros, por fortuna el ejército pudo abatir al infectado antes de
que pudiera dirigirme la palabra.
Vimos
que lo envolvían en un plástico.
Sí,
es un aislante. Después lo han introducido en una especie de ataúd de plomo y
hemos sabido que lo han trasladado a la incineradora. Y aquí viene lo peor,
compañeros. Parece que las desgracias no vienen solas: el alcalde de la
localidad ha dimitido al reconocer que puede haber personas más capacitadas que
él para ocupar ese cargo.
Vaya,
parece que la situación se está desbordando. Nos acusan con facilidad a los
medios informativos de alarmar a la población, pero ya han visto, señores y
señoras, que la gravedad del caso hace que les mantengamos informados por su
seguridad.
Atención,
nos llega una nota del ministerio. Parece ser que, dada la contundencia con la
que el brote ha entrado en la alcaldía, el ejército ha ordenado bombardear la
localidad.
Desde
la redacción de este telediario pensamos, honestamente, que es una decisión
equivocada. ¿Qué pasa?, ¿por qué me miráis todos así?
POR BOCAZAS
Hace la repera de años:
-Entonces, ¿confirmas
lo que nos has dicho?
-Sí, excelencia, así
fue, tal como os lo he relatado.
-Pues hazlo de nuevo.
-¿El qué?
Su excelencia apretó
las manos para retener el impulso de abofetear a su súbdito.
-Lo que te sucedió en
el bosque.
-¿Otra vez? Sí, sí,
desde luego, podéis enfundar vuestra espada, excelencia. Pues como os he dicho,
me adentré en el bosque esta mañana, en el bosque de hayedos. Ya sabéis el
miedo que le tienen los paisanos, que si la luna llena, que si el lobo. Bien es
verdad que yo me adentré a la luz del día, y no es lo mismo, he de reconocerlo.
Ya voy, ya voy, honorable excelsitud, no es necesario que me amenacéis con el
arquero. En fin, que entré en los hayedos, ¿y a qué no sabéis a quién vi? Sí,
claro que lo sabéis, pues los he narrado anteriormente. ¿Os gusta lo
emocionante que lo hago aunque ya conozcáis la historia? Sigo, sigo, no es
necesario que ordenéis abrir la dama de hierro. Pues vi al lobo, al mismísimo
lobo. Enorme, de ojos amarillentos y saliva espesa. Me escondí a tiempo. Ni me
vio, ni me olió, aunque esto último no estoy tan seguro porque, como habéis
comprobado vos mismo, apesto como un cerdo, y es que si en vuestras villas y
comarcas aplicarais las simples reformas que os he pedido, ninguno…Sigo, sigo,
no ordenéis hervir el aceite. Sigo con premura. Si aquel majestuoso lobo, el
lobo de las leyendas, pasó a mi lado fue porque ya había elegido a una presa.
Observé a lo lejos cómo una niña caminaba con toda su inocencia hacia nosotros.
Como para no verla, excelencia, porque llevaba una caperuza roja de lo más llamativa. Hice por advertirla
del peligro, pero, como comprenderéis, me hubiera delatado a mí mismo y
entonces la víctima hubiera sido yo.
-¿Y qué pasó?- preguntó su
excelencia con impaciencia.
-Pues no lo vais a creer,
eminencia, porque a mí mismo me costó hacerlo y eso que fui testigo directo, no
sé si me entendéis; es decir, que estaba ahí mismo, a unos escasos dos metros.
Ya voy, ya voy, enseguida os lo digo, no hagáis abrir el foso de las fieras.
Pues el lobo y la niña comenzaron a hablar. Como oís, excelencia, que me parta
un rayo ahora mismo si no es así.
-Hablaron- repitió él sin
convicción- El lobo y la niña. Ya.
-Sí, excelencia.
-¿Y qué dijeron?
-Ah, no sé, no soy de meterme en
las conversaciones de los demás.
Su excelencia miró al verdugo que le acompañaba. Ambos
compartían la misma expresión circunspecta.
-Mátalo.
-¿Por brujería?- quiso saber el
verdugo.
-No, por bocazas.
El HOMBRE MÁS AFORTUNADO DEL REINO
Pelinor no era más que
un sencillo campesino al que todos apreciaban. Joven y apuesto, llamaba la
atención por un singular mechón blanco que asomaba sin pudor de sus largos
cabellos negros. Como el resto de los habitantes del lugar, acudió encantado a
contemplar al príncipe heredero recién nacido.
La espera era larga
pero se compensaba con un aliciente: la reina tenía derecho a elegir a un
representante del pueblo llano para que cogiera a su hijo en brazos. Una
costumbre centenaria que unía más a los plebeyos con sus señores, o viceversa.
Si vuestra imaginación ha colocado al bebé en brazos de Pelinor, habéis
acertado. No es mi deseo quitaros el mérito pero reconoced que os resultó fácil
teniendo en cuenta el nombre de este relato. La reina ordenó detener la larga
cola cuando Pelinor estuvo justo frente a ella. Con un gesto le concedió la
gracia centenaria. Con toda la delicadeza que pudo reunir en sus callosas
manos, Pelinor cogió al bebé. Por un brevísimo instante los ojos del campesino
se rayaron al contemplar al heredero. Otro gesto de la reina le indicó que el
derecho había terminado.
Pelinor estuvo en boca
de todos durante bastante tiempo. Lo consideraban el hombre más afortunado del
reino por haber recaído en él tan tamaño honor. El campesino se sentía
igualmente afortunado, mucho más cuando, años más tarde, tuvo la misma suerte.
Sucedía que Las Cortes debían jurar fidelidad al heredero. Un miembro de cada
estamento podía pronunciar unas palabras, ¿y a que no sabéis a quién eligió la
reina como representante del pueblo llano? Poco acostumbrado a hablar en
público, los asistentes quedaron maravillados al escuchar su pequeño discurso
y, sobre todo, al ver la emoción con que lo pronunciaba, sin apartar los ojos
del joven príncipe de ocho años.
Años más tarde, le
correspondió el mismo honor cuando fue presentada la prometida del príncipe y
lo mismo cuando la tomó por esposa, pues fue él quien felicitó al príncipe en
nombre del tercer estamento y todos coincidieron en la dicha que desprendían
sus palabras.
La suerte, no
obstante, le abandonó a la muerte del rey, eligiendo la reina viuda a otra
persona para presentar sus respetos en nombre del pueblo llano. Pelinor no
mostró decepción alguna en su rostro y la gente, que olvida pronto, apenas
dedicó unas semanas a esta novedad. No se podía tener suerte toda la vida.
Pues se equivocaban ya
que cuando nació el primer hijo del joven rey, la reina viuda volvió a elegir a
Pelinor para que, en nombre del pueblo, manifestara su alegría por la
continuidad de la regia estirpe. Y vaya si lo manifestó. Su discurso y la
agitación de sus palabras fueron largamente comentadas.
Mucho más asombro
causó la muerte de Pelinor, no por la muerte en sí, pues lo frecuente era que
después de los cuarenta te abandonara la salud, sino por la suerte que tuvo en
su entierro. Otra tradición permitía elegir a la reina viuda que la familia
real asistiera al funeral de uno de sus vasallos. Efectivamente, la reina
viuda, visiblemente afectada, acudió con todos, incluido su hijo, el rey,
quien, en señal de respeto, se desciñó la corona para colocarla sobre el ataúd
de Pelinor. Fue entonces cuando de los largos cabellos oscuros del joven rey,
un mechón blanco ondeó sin complejos ante todos.
Y sí, ese mechón blanco
fue muy comentado durante mucho tiempo.
LA CONDENA
Deambulaba por las
calles, triste, solo, sin amigos. Las luces de las farolas se reflejaban en el
asfalto bañado por la lluvia. Era la única imagen que le agradaba de aquella
gran ciudad a la que había sido condenado a vivir. Salía por las noches y
vagaba sin rumbo en busca de la soledad. Cuánto extrañaba su pequeña e
itinerante comunidad. Ahora se daba cuenta, ahora se arrepentía, cuando era ya
demasiado tarde. Veinte años; dos décadas de condena, ni más ni menos. Ese
había sido su castigo. En eso había consistido la maldición que habían arrojado
sobre su cabeza. Veredicto inapelable. Ni siquiera sus padres intercedieron por
él. Todo por su incorregible comportamiento, por su orgullo, por su
indiferencia constante hacia la seguridad del grupo. Qué tarde era ya para
intentar cambiarlo.
Lo que menos
soportaba, lo que le laceraba el alma era caminar erguido. Aunque ya no se
reconociera, era ese detalle el que más le humillaba. Ni tener que vestirse o
comer con cubiertos igualaban tal sufrimiento.
Esa noche solitaria y
húmeda la nostalgia podía con él. Pensaba incluso en acabar por la vía rápida
pues a nada le veía sentido en aquella vida de tortura. Fue entonces cuando un
sonido familiar le hizo levantar la vista. Un puñado de recuerdos despertaron
mientras seguía su origen. Una melodía resonaba desde el interior del metro.
Bajó esperanzado, movido por un deseo sincero, aunque inútil, de volver a
encontrarse con sus compañeros. Su sonrisa se desvaneció al comprobar que solo
se trataba de un músico ambulante, talentoso, no le cabía duda, pero muy lejano
a lo que él había soñado. Atravesó el grupo que se refugiaba de la lluvia hasta
colocarse frente al joven intérprete. De pronto, en un arrebato incontrolable,
le arrancó la trompeta de las manos. A pesar de su protesta, no pudo evitar que
se la llevara a la boca. Sopló con fuerza, como si quisiera desgarrar el aire.
El trompetista y los allí reunidos le miraron atónitos, no porque del
instrumento hubiera extraído una bella melodía sino por el sonido desesperado
que se prolongó por la estación y que tanto les recordó al lamento de un
elefante.
EL GEMELO CABRÓN (relato épico-mitológico)
El joven Huan Yue
había llegado a la prueba final. A su lado, el gran maestro de la ancestral
orden de la flor marchita sobre la tortuga voladora le observaba con admiración
contenida. Pocos, muy pocos, alcanzaban el lugar al que había llegado el joven
discípulo para ingresar en la orden. Las
pruebas habían sido tan duras como los trabajos de Hércules, o quizás más,
pues se había tenido que enfrentar a un
dragón de dos cabezas al que solo podía derrotar bailando canciones
tradicionales de las regiones perdidas del norte, y sin ayuda, no como el
griego cuando mató a la hidra, insignificante lagarto frente al majestuoso
dragón musical; ni había tenido que derrotar a un ejército de muertos vivientes,
ni soportar el dulce y monótono golpeo de una gota de agua sobre su frente
durante cuatro días; ni ver seguidas todas las películas de Lars Von Trier. El
joven Huan Yue sí. Ahora faltaba una última prueba. Frente a él se encontraban
dos hombres exactamente iguales.
-Joven Huan Yue, mi discípulo
más aventajado –empezó diciendo el maestro-, has superado todas las pruebas;
has dado muerte al dragón de dos cabezas bailando canciones tradicionales de
las regiones perdidos del norte, has derrotado a un ejérci…
-Maestro- le interrumpió su
discípulo con estudiado respeto- No repitáis mis hazañas, que el lector ya las
conoce.
El maestro refunfuñó
introduciendo las manos en las anchas mangas de su camisa.
-Como decía, has llegado hasta
el final, te enfrentas a la última prueba. La prueba del gemelo cabrón. Frente
a ti tienes a dos gemelos. Son idénticos.
-Disculpadme, maestro.
-¿Qué?- preguntó él sin mucha
paciencia.
-Si fueran dos gemelos, frente a
mi vería a cuatro personas.
El maestro miro a los gemelos y
luego a su discípulo. Su rostro parecía contener un reproche de los grandes,
pero optó por volver a refunfuñar.
-Frente a ti, mi joven
discípulo, ves unos gemelos- y le miró buscando su aprobación- Bien, como
puedes ver, son idénticos, incluso tienen el mismo tono de voz, el mismo color
de ojos, el mismo andar, solo que uno de ellos es un cabrón y el otro no. Elige
con sabiduría pues con uno de ellos debes pasar los próximos tres años,
obedeciéndole en todo cuanto te ordene. Tienes cinco minutos.
-No necesito ni un segundo,
maestro.
-¡Cómo!- exclamó sorprendido el
anciano de lo que parecía un exceso de arrogancia de su discípulo.
-Sí, no necesito tiempo para
decidir. Ya lo he hecho.
El anciano volvió a refunfuñar.
-¿Y bien?, ¿a quién has elegido?
-Al gemelo cabrón, por supuesto.
-¿Cómo que por supuesto? ¿Por
qué motivo has elegido a un cabrón al que vas a estar obedeciendo los próximos
tres años?
-Muy sencillo, maestro. De un
gemelo me habéis dicho que es un cabrón, pero del otro no me habéis dado
ninguna información.
-Te he dicho que no es un
cabrón.
-Pero nada más; podría incluso
ser algo peor. Por eso he elegido al gemelo cabrón. ¿He obrado con sabiduría,
maestro?
El anciano le miró fijamente
para luego mostrarle una pequeña sonrisa con la que quiso reflejar el orgullo
que sentía por su alumno.
-Nos veremos dentro de tres
años- y le extendió el brazo derecho indicándole que acompañara al gemelo
cabrón.
EL ESCONDITE (microrrelato de intriga un tanto desasosegante)
Es curioso cómo se
desarrollan los acontecimientos en nuestra vida, o cómo afectan en nuestras
decisiones, porque si me hice policía fue por el enfado de mi primo Daniel.
Cuando éramos unos chiquillos siempre jugábamos al escondite y siempre era mi
primo el primero en ser encontrado. Nos reíamos mucho de él por este motivo,
hasta que un día nos dijo que se iba a esconder tan bien que nadie le
encontraría. Conté hasta cien y se escondió. Todos se escondieron. Han pasado
veinte años desde entonces y aún no lo hemos encontrado.
CINEFILIA
El cáncer de mi madre
fue cruel. ¿Cuál no lo es? Luchó durante años, pero el jodido siempre se
acababa reproduciendo y, en cada ocasión, en un sitio diferente. El último se
camufló bien. Creo que de verdad esa enfermedad tiene vida propia,
inteligencia, pues se escondió en el líquido de la médula provocándole unos
dolores de cabeza insufribles.
Tan intenso era el
dolor que terminó por hacerla vivir en una realidad paralela, o quizás en un
pasado remoto, su infancia, con toda probabilidad. Debía seguirle la corriente
porque hacerla recapacitar para que regresara conmigo acrecentaba aún más su sufrimiento y
confusión. Por ello, tan pronto la habitación se llenaba de amigas del colegio,
como aparecía su madre con su bata habitual para enseñarle a cocinar, o su
padre vestido con su uniforme militar, el mismo con el que murió en la Guerra
Civil, o también Nicolas Cage.
Me costó reconocerle,
pero era él. Al principio, mi madre se limitaba a señalar una silla vacía de la
habitación para insistirme en que ahí aguardaba un hombre sentado. No había
nadie, por supuesto pero yo le seguía su ilusión. Le preguntaba si el hombre
quería algo y ella me decía que no, que simplemente le miraba. Ella le devolvía
la mirada con ternura pero yo estaba demasiado afectado por su enfermedad como
para darme cuenta de que aquellos eran sus momentos más serenos.
No sé cuántas personas
siguieron poblando la habitación. Un día apareció un tal Rick. ¿Quién podía
ser? Mi madre no paraba de decirme que se había enamorado de él mucho antes de
conocer a mi padre, pero que aquello era un amor imposible porque ella no había
querido ir a Marruecos con él. Luego vino una tal Ana, princesa, por lo visto,
que le insistía en que le acompañara en las vacaciones que tenía previstas en
Roma. Qué confuso era todo para mí, sobre todo cuando vi que se azoró por
completo; tensó su cuerpo, incluso se reincorporó nerviosa apoyando la espalda
en la almohada. Me anunció la llegada de un hombre alto, fuerte, completamente
calvo, de rostro chinado y cartucheras con revólveres. Se llamaba Chris y
estaba allí para decirle que él y sus seis compañeros habían vencido al malvado
Calvera.
Aquellas dos semanas
el desfile fue interminable; que si un niño que había pedido un deseo para ser
mayor, que si un hombre que se disfrazaba de una mujer para entrar de criada en
su propia casa e intentar recuperar a su familia, que si un joven algo
retrasado que contaba su vida a quien quisiera escucharle mientras esperaba la
llegada al autobús…El que no faltaba nunca era el hombre de la silla. Aparecía
en su imaginación siempre al final del día y, según mi madre, nada decía.
Llegó la morfina y con
ella la inconsciencia. Médicos y enfermeras me aseguraban que no sufría, pero
yo no estaba tan seguro: su cuerpo consumido, su respiración agitada, pero
profunda como si desde su sueño quisiera decir sus últimas palabras, me hacían
temer que no era del todo cierto. Yo la miraba echando de menos sus desvaríos.
Ya no despertaría pero los días se prolongaron en aquella situación sin
sentido. Ya solo me cabía desear su muerte.
Entonces me di cuenta;
desperté, mis propios recuerdos me hicieron reaccionar. ¿Cómo había podido ser
tan estúpido? Yo sabía quiénes eran todas aquellas personas; ella me las había
hecho conocer y amar llevándome al cine o mostrándome en casa el cine clásico
que tanto adoraba. Sonreí pero también temblé. Miré a la silla. Por supuesto,
estaba vacía. Nadie salvo mi madre y yo estábamos en la habitación. Quise
rendir un pequeño homenaje a mi madre y seguí su propia ilusión. Miré a la
silla y ahí estaba Nicolas Cage, o su personaje en Ciudad de Ángeles. Vestía de
negro y no miraba a mi madre sino a mí. Comprendí la emoción de sus ojos y le
hablé; sí, le hablé como si realmente estuviera ahí. Sé que fue una estupidez
pero lo hice.
“Llévatela. Ya ha
sufrido bastante”
Diez segundos más
tarde; no fueron más, lo juro, me llamó
la atención el profundo silencio de la estancia. Mi madre había dejado de
respirar.
EL ABORTO DEL INFIERNO (microrrelato de terror)
El aborto del infierno
halló acomodo fácil en la tierra. Ser vil y ladino. Principio del mal que se
alimenta de tu alma. Destructor de toda esperanza. Ladrón de ilusiones.
Embaucador de inocentes, ignorantes e idiotas. Aún así, se presentará a las
siguientes elecciones y volverá a salir elegido.
DON ARMANDO
Esa semana miraba don
Armando con preocupación el almanaque de su cocina.
Don Armando era un
amante de la cultura. Todos le admiraban precisamente por eso; lo consideraban
incluso una virtud, un don al que no todos habían tenido acceso y él sí. Su
elegancia en el vestir también era celebrada, siendo señalado siempre como el
perfecto caballero. Jubilado, viudo y sin hijos, don Armando había encontrado
en la cultura su refugio, al menos así lo interpretaban conocidos y
desconocidos. No podía ser de otra manera pues no había inauguración de un acto
cultural en el que no estuviera, en especial las pictóricas, fotográficas o
literarias, es decir, aquellas en las que el autor hablaba de su obra para
luego conversar animadamente mientras comían los aperitivos de la exposición. Ataviado
con su mejor traje, nunca dejaba escapar don Armando la ocasión de acercarse al
autor para comentarle su intervención y los artistas, siempre ávidos de
reconocimiento, se lo agradecían sinceros al tiempo que le invitaban a una copa
o a cenar, tal era la capacidad de relacionarse del jubilado.
Esa semana miraba don
Armando con preocupación el almanaque de su cocina. Ningún acto cultural
previsto, y era la última semana de mes. Fue a su dormitorio y guardó su mejor
traje, su único traje, su posesión más preciada. Lo miró como queriéndose
disculpar por la gravedad de las circunstancias y, aunque no abrió la boca, le
dijo con desasosiego: esta semana no sé cómo vamos a comer.
¿Y SI...? (relato de intriga)
La vuelta al mundo en
ochenta días. Eso fue lo último que supimos de Nadia. Sus últimas palabras, al
menos por escrito. Me envió un mensaje al móvil con el título de la novela de
Julio Verne. Poco después supimos de su desaparición en medio de su viaje a La
India. Informé a la policía sobre el mensaje, pero al poco, me dijeron, tal y
como yo sospechaba, que no les había llevado a nada. Las dudas y las preguntas
me atormentaron durante días. Muchas noches pasé sin dormir tratando de
averiguar el sentido de aquel mensaje. No pude más. Pedí una excedencia en el
trabajo y con mis ahorros hice el mismo itinerario que el protagonista de esa
novela hizo por el mundo, solo que yo tardé más, pues me detuve preguntando
hasta la saciedad si alguien había visto a la mujer que les enseñaba en la
fotografía. Nada. En ningún lugar de aquel trayecto hallé ni una sola pista.
Dos años me llevó, no solo el viaje sino mi ruina.
Ahogando mi impotencia
en un bar, le conté al amigo que me acompañaba mi desgracia. Entonces él me
dijo: ¿y si el mensaje no hacía alusión a la novela?, ¿y si se refería al libro
físico, a un ejemplar en concreto de la novela? Pensé seriamente en un infarto
al corazón al escuchar aquellas opciones. Me fui sin despedirme y dejando que
él pagara la cuenta. Ya en casa elaboré una lista de los familiares y amistades
de Nadia, con el objetivo de visitarles esgrimiendo cualquier escusa, después
de todo, yo siempre les había caído bien a todos. Fui descartando las
bibliotecas de cada uno de ellos.
Decepcionado,
desilusionado, visité a sus padres. Aprovechando que me dejaron solo, busqué
entre sus libros hasta que hallé un ejemplar de la novela. Mi corazón se
aceleró. Era mi última oportunidad. Cogí el libro y lo abrí. Nada, ningún mensaje,
nada escrito en sus hojas desesperadamente, ninguna nota. Sin embargo, cuando
hice por cerrarlo, algo cayó de su interior. Era pequeño y cuadrado. Me agaché
para recogerlo, momento en el que entró el padre de Nadia con la bebida que me
había ofrecido. Como pude, me metí el objeto en el bolsillo y simulé estar
interesado por ese libro en concreto. “Era el favorito de mi hija cuando no era
más que una niña”, me dijo en un lamento. Impaciente hasta decir basta, se me
hizo eterna la hora que estuve con ellos. Cuando salí, lo primero que hice fue
llevar la mano a mi bolsillo. Ahí estaba el objeto. Era la tarjeta de memoria
de una cámara fotográfica. Corrí hacia casa y la introduje en el ordenador. Lo
que vi me dejó horrorizado. Entonces lo comprendí: Nadia no viajaba de
vacaciones; estaba huyendo. Hice una copia de seguridad y me dirigí de
inmediato a la policía.
LA RUEDA DE PRENSA
El Comisario Trápaga detestaba hablar en público.
Básicamente, detestaba a la gente, no como entes individuales dignos de amar y
respetar, sino como grupo. Las
multitudes le ahogaban y más de diez personas juntas las consideraba una secta.
Tan recurrido como conocido era su dicho de que el pueblo es hermoso pero la
gente es gilipollas. Por eso, aquella tarde podía considerarla como uno de los
momentos más difíciles de su carrera. Todos aquellos focos apuntándole,
periodistas de todos los medios junto a corresponsales del mundo entero
ansiosos por oírle hablar y asaltarle con sus preguntas. Entendía que aquel
revuelo estaba justificado pero maldecía que le hubiera tocado precisamente a
él llevarlo. ¿Quién le había mandado a detener a ese loco desarrapado que
andaba perdido por las calles?
Los flashes de las máquinas castigaban sus pupilas
de tal modo que consideró aquel instante como el más idóneo para empezar la
rueda de prensa. Tan solo tuvo que mostrar las palmas de las manos y toda la
sala quedó en el más expectante de los silencios. Sentado junto al comisario se
hallaba el loco al que había detenido.
-Bien, buenas tardes- el comisario hubiera
preferido que su voz hubiera sonado más cavernosa. Sin embargo, tuvo que
conformarse con un tono que reflejó sin tapujos su nerviosismo-. He convocado
esta rueda de prensa para confirmar lo que algunos medios han adelantado ya. El
detenido, aquí a mi lado, ya no es tal sino nuestro protegido, pues ha podido
demostrar su identidad. Ha sido propuesta suya la de dar esta rueda de prensa,
aunque, que sea dicho de paso, yo opino que no es buena idea. Ahora, si queréis
empezar con las preguntas.
Como si de una bandada de estorninos se tratara,
las manos de los periodistas se levantaron al unísono agitándose al viento por
ser elegidos. El comisario optó por conceder el turno de palabra a los
periodistas que ya conocía.
-¿Cómo ha demostrado su identidad?- preguntó
alzando la voz ante el constante ruido de las cámaras.
El comisario y su protegido se miraron sin saber
qué decir.
-¿A quién preguntas?, ¿a mí o a él?- peguntó
Trápaga señalando a su protegido.
-A usted, comisario.
-Bueno- Trápaga tuvo que carraspear, visiblemente
nervioso, incluso azorado-, digamos que hizo lo necesario para convencernos. Pero
hacedle las preguntas a él, que para eso fue idea suya convocaros a todos.
De nuevo las manos alzadas de los periodistas,
desesperados por tener el honor de hacerle la primera pregunta.
-¿Es verdad que no ha querido venir en todo este
tiempo por la paliza que le dieron?
El comisario se tapó la cara con la mano ante la
barbaridad que acababa de oír. El protegido, aún vestido con sus ropas raídas,
y descalzo, se tomó la cuestión con mucha serenidad.
-No, eso no es cierto. Creí que había quedado claro
que asumí esa paliza como necesaria.
-¿Entonces por qué ha tardado tanto en volver?-
preguntó otro periodista sin esperar al turno.
-Bueno, he estado ocupado.
-¿Por qué habla español?- preguntó otro.
El protegido mostró una pequeña sonrisa, reflejo de
lo extraña que le había resultado la cuestión.
-¿Y por qué no iba a hablarlo? Conozco muchos
idiomas.
-¿Su madre qué piensa de todo esto?
-Mi madre siempre ha apoyado todas mis decisiones.
De hecho, he regresado a petición suya.
-¿Qué le parece la situación actual?
-¿De España?- preguntó el interrogado.
-Del mundo.
-Pues la veo algo complicada. Parece que no me han
hecho mucho caso. No esperaba encontrármelo así, la verdad.
-¿Y qué piensa hacer?
El protegido suspiró.
-Intentaré arreglarlo, supongo.
-¿Cómo?, si puede saberse.
Iba a abrir la boca el protegido cuando el ayudante
de Trápaga entró sin miramientos en la sala y corrió hasta quedar frente al
comisario, dejando a todos los presentes a la expectativa.
-¿Me voy a cabrear?- le preguntó Trápaga en un
susurro.
El ayudante optó por inclinarse hasta llegar al
oído derecho del comisario. Los ojos de este mostraron a los presentes lo grave
que debía ser el asunto. Tanto, que Trápaga se levantó como impulsado por un
resorte.
-Bien, esta rueda de prensa se ha terminado.
Sin añadir una apalabra más, cogió del brazo a su
protegido y lo arrastró consigo fuera de la sala. De nada sirvieron las
protestas de los convocados.
-¿Pero qué sucede?- preguntó con alarma el
protegido sin oponer resistencia al comisario.
-¿Que qué sucede? Usted y su feliz idea. Mire que
se lo advertí.
Trápaga subía las escaleras sin darle tiempo a un
respiro.
-Pero no comprendo.
-Hay una multitud ahí fuera que ha rodeado el
edificio- le explicó sin detenerse-. Algunos han empezado a entrar. Esto no es
lugar seguro.
-Pero es lógico que quieran verme, déjeles entrar.
-¿Pero es que no lo entiende? No todos quieren
verle. Hay quien quiere agredirle. Piden su cabeza.
-¿Pero por qué? ¿Qué les he hecho yo?
-Y yo qué coño sé. Usted sabrá.
-Santo dios.
-Sí, eso digo yo.
-Quizás he estado demasiado tiempo fuera.
- Lo que sí sé es que en las calles han empezados
las revueltas entre quienes le defienden y los que están cabreados. Lo que
demuestra que la gente es gilipollas.
-¿Gilipollas?- preguntó el protegido sin
comprender.
-Idiotas, que son idiotas.
-¿Y a dónde me lleva?
-A la azotea, ahí nos espera un helicóptero.
-¿Pero es que huimos?
-Pues claro, ¿qué pensaba? Se lo dije, mire que le
dije que no era buena idea lo de la dichosa rueda de prensa.
GRACIAS, MI AMOR
Qué tenso el silencio.
Siempre lo era cuando discutían, y más si iban en el coche. Lorenzo conducía;
miraba al frente, evitando la mirada de su esposa, quien, cruzada de brazos,
esperaba cualquier palabra de su marido para rebatírsela. Ambos sabían que tras
las riña llegaba la reconciliación, con arrumacos y caricias, aunque no en el
coche, no al menos mientras estuviera conduciendo.
Aquella noche el
silencio estaba siendo más prolongado de lo habitual.
-¿Es que no vas a
decir nada más?- Le espetó su esposa-, ¿te vas a quedar callado todo el camino?
-¿Y qué quieres que
diga? Ya lo has dicho todo tú- respondió él sin mirarla.
-Ya estamos con tus
palabritas de siempre, como si yo aquí tuviera la última palabra en todo,
¿no?-Lorenzo no le respondió- ¿no? Habla, por dios, di algo.
-No sé qué decir- dijo
al fin.
-Pues, entonces,
despierta- le ordenó ella.
-¿Cómo dices?
-Que despiertes.
-¿Pero qué tonterías
dices? Estoy despierto.
-Que no, hombre, que
no, que no estás despierto.
-Que te digo que sí.
-¡Que despiertes de
una vez!
Lorenzo despertó justo
a tiempo de dar un volantazo y esquivar así el coche que le venía de frente.
Con el corazón a punto de escapársele por la boca fue reduciendo la velocidad
para detenerse en la cuneta. Respiró profundamente, como si lo hiciera por
última vez y miró al asiento vacío del copiloto.
Cuando llegó a casa lo
primero que hizo fue acercarse al dormitorio. La puerta estaba cerrada. Dudó en
abrirla. Llevaba casi tres semanas sin entrar. Por fin, la abrió. Todo seguía
tal y como lo había dejado la última vez, tal y como le gustaba a ella. Se
sentó en la cama y miró la fotografía de ambos sobre la mesilla de noche.
Sonreían. Eran felices. Lorenzo cogió la fotografía y acarició la imagen de su
mujer.
-Gracias, mi amor-
dijo con la voz quebrada por el llanto.
REFLEJOS DE
UN INCOMPETENCIA
Cuando todavía vivíamos los ecos del
intento de involución rancia y cutre del ochenta y uno, Luis recibió una visita
del todo inesperada. Para ser más exactos, la visita en sí poco tuvo de
inesperada pues el cartero llamaba a su puerta, al menos, una vez al mes con
las típicas facturas y recibos. Lo que tuvo de sorpresivo, de impactante, de
desconcertante (y así podría seguir con decenas de calificativos sin temor a
quedarme corto), lo que, en definitiva, hizo temblar los cimientos de su vida,
y de su familia, fue lo que para él llevaba ese día el funcionario de correos.
Luis era un pequeño empresario hecho a sí
mismo. Sus sueños de vivir en libertad se habían ataviado con un pesado manto
de responsabilidades desde que tuviera su primer y único desamor. El golpe
había sido duro pero había sabido levantarse, volver a enamorarse, casarse,
tener dos hijas (en aquel momento en edad de riesgo social) y caminar con rumbo
seguro hacia una jubilación en la que esperaba ponerse al día con todas las
lecturas atrasadas. Sí, diríamos que Luis había conseguido algo que podríamos
definir como felicidad conformista.
-Luis, ¿abres tú?, yo estoy con la
lavadora.
-María, yo tampoco puedo ahora.
Luis quiso replicarle a su esposa que él
estaba con la mirada fija en la cafetera y que no podía desatenderla, pero,
ante la insistencia del timbre (y por no volver a oír a su esposa), puso el
fuego al mínimo y se dirigió a la puerta.
-Buenos días, don Luis- le saludó el
cartero con su habitual sonrisa.
-No es primero de mes- le contestó
descuidando sus modales.
-Lo sé, lo sé, no traigo facturas- abrió
su saca de cuero para coger un sobre de aspecto mustio-. Tenga- y se lo
ofreció-. Con las disculpas de Correos.
Luis cogió la carta con desconfianza.
-¿Qué significa esto?
-Pues que llevaba perdida en nuestras
oficinas veinte años nada menos, pero, finalmente, ha aparecido. Espero que no
fuera nada importante. Lo dicho: nuestras disculpas y que pase un buen día.
El cartero se retiró con la astucia, y
discreción, de quien no quiere volver a ser interpelado, quedando Luis con la
vista fija en el remitente del sobre. No podía creerlo, simplemente, no podía
creerlo. Hubo de apoyarse en la puerta para encajar el golpe. Tras unos
segundos en los que creyó desmayar, se recompuso y regresó a la cocina. Se
sentó pensando si debía abrir la carta, sintiéndose como un artificiero de
explosivos ante una bomba. ¿Cable azul o cable rojo? Un sudor frío empezó a
deslizarse por sus mejillas. La abrió.
“Hola, Luis, mi amor. La verdad es que no
sé bien cómo empezar esta carta. Supongo que debería empezar por disculparme.
Lo haría por teléfono pero, que yo sepa, sigues sin ponerlo. Tienes que
entenderme: tu propuesta me cogió por sorpresa. No me lo esperaba. Por supuesto
que te amo, pero irnos así, a vivir la vida, sin ataduras, fue algo que no supe
asimilar bien. Me educaron para ser esposa y madre de mis hijos, Luis,
entiéndelo. Pero he reflexionado todas estas semanas y ahora sé bien lo que
quiero. Te quiero a ti y anhelo con todas mis fuerzas esa libertad de la que
tanto me hablas siempre. Deseo tenerte a mi lado, deseo que seas el amor de mi
vida. Entiendo que estés tan molesto conmigo que no desees contestarme. Así lo
entenderé si no recibo una carta tuya o no vienes a verme. Estaré en casa de
mis padres, esperándote. Solo tienes que coger el tren; además, tengo una
sorpresa para ti. Tuya, Susana”.
Las manos de Luis temblaban. Su corazón
se había acelerado con cada palabra que leía. Las primeras lágrimas empezaban a
salir cuando oyó los pasos de su esposa.
-¿Quién era, cariño?
Luis dudó si debía esconder la carta.
Optó por permanecer inmóvil, aportando a su mirada toda la naturalidad que
podía, aunque para eso tuvo que restregarse los ojos simulando una picazón
inesperada.
-El Cartero.
-Qué raro, no es primero de mes.
-Eso le dije yo.
-¿Y qué es?
-¿El qué?
-¿Qué va a ser?, la carta que tienes en
las manos.
Luis creyó que su garganta se había
bloqueado.
-Publicidad- dijo al fin-. Una
enciclopedia o algo así.
En ese momento, la cafetera empezó a
reclamar la atención de los presentes.
“Érase una vez que se
era un reino donde la alegría y el consuelo anidaban a partes iguales en los
corazones de sus habitantes”
-¿Por qué, papá?
-Sí, ¿por qué? ¿Era el
cumpleaños de la princesa?
-No, nada de
cumpleaños, que salen muy caros.
-¿Qué?
-Nada, nada, vosotros
escuchad.
“El motivo de tanta
alegría era nada más y nada menos que la victoria en la guerra”
-¿Contra el Team
Rocket?
-¿Contra quién?
-Son enemigos de los
Pokemon.
-No, nada de Pokemon.
¿Y tú ahora por qué lloras, cariño?
-No me gustan las
guerras.
-Pero esta ya acabó y
ganaron los buenos.
-Pero, papá, no nos
cuentes el final.
-Pero si he empezado
por el final.
-Jo, qué rollo de
cuento.
-Vosotros esperad, que
ya veréis que la cosa se pone buena.
“El rey había vencido
al monarca vecino, que con su avaricia había querido poseer más tierras”
-¿Qué es avaricia?
-Vale, lo cambio, lo
cambio.
“El rey había vencido
al rey vecino que era muy malo”
-¿Muy malo?
-¿Cuánto de malo?
-Muchísimo. El más
malo de todos, horroroso, espantoso. ¿Y ahora qué te pasa?
-Tengo miedo.
-¿Pero por qué?, si no es de miedo.
-Has dicho que era
espantoso. No quiero escuchar más.
-No, ya verás que no
es de miedo. Mira a tu hermano, el no tiene miedo.
-Pero el otro rey es
malo, ¿no?
-Sí.
-Y le venció, ¿no?
-Sí.
-¿Y ya está?
-No, claro que no.
Acabo de empezar. Oh, a ver cuándo vuestra madre cambia el turno en el
hospital.
-¿Qué?
-Nada.
“Pero la gente no solo
era feliz por la victoria; todos coincidían en mostrar su asombro”
-¿Por qué?
-Cariño…Te juro que te
lo voy a contar ahora mismo.
-Vale.
“No se asombraban
porque el rey condecorara a los más valientes de sus soldados. Se asombraban
porque el más alto honor de esta guerra se lo había concedido a la institutriz
de su hijo”
-Vale, ok, no hace
falta que me preguntéis. Comprendo vuestras miradas. Una institutriz es como
una profesora que atiende a solo un niño, en este caso al hijo del rey.
-¿Y no tiene que ir al
cole?
-No, claro, le da las
clases en el castillo.
-Qué guay.
-Un enorme castillo
que…
-¿Y no tiene amigos?
-¿Quién?, ¿el hijo del
rey? No lo sé, ¿por qué?
-Porque no va la a la
escuela.
-Pues…supongo que no;
la verdad es que no lo había pensado. ¿Vuelves a llorar?
-Es que no tiene
amigos.
-Sí que tiene.
-Tú has dicho que no.
-Claro que tiene, que
sí…su, su, institutriz es su mejor amiga. Va con él a todos lados. ¿Mejor?
“El caso es que la
institutriz recibió la medalla más importante”
-¿Y sabéis por qué?
Vaya…ahora no preguntáis.
“La gente sí se lo
preguntaba; vaya que sí. ¿Cómo es que una simple profesora era premiada con esa
distinción si ni siquiera había luchado en la guerra?”
-Hizo trampas.
-¿Cómo?
-Si no fue a la guerra
tuvo que hacer trampas.
-No, claro que no hizo
trampas. ¿Por qué os iba a contar un cuento donde se gana con trampas?
-¿Qué?
-Nada.
“Para entenderlo,
tendríamos que retroceder unos cuantos años en el tiempo”
-¿Cuántos?
-¿Cuántos qué?
-¿Cuántos años?
-Pues no lo sé, unos
cuantos…El príncipe era un crío como vosotros
“La anciana
institutriz, que tantos años había servido a su rey, debía retirarse y
descansar, de modo que el rey buscó una nueva para su hijito”
-¿Y la reina?
-¿Qué le pasa?
-¿Dónde está?
-Y yo qué sé.
-Es que nunca la
nombras.
“El rey y la reina,
vieron muchas candidatas a institutriz, pero ninguna les convencía”
-¿Por qué?
-Francamente, no lo
sé.
“Hasta que por fin
encontraron una. La reina no estaba muy de acuerdo con la elección de su
esposo, pero éste le decía que no había que buscar más. Incluso los habitantes
de su reino quedaron sorprendidos cuando lo supieron”
-¿Por qué? ¿Era muy
fea?
-sí, ¿Era muy fea?
-No, claro que no. ¿Y
qué si era fea? Chicos, recordad que la belleza siempre está en el interior.
-Eso es lo que dicen
los feos.
-¿Pero qué dices?
¿Quién te ha enseñado eso?
-No sé.
“No. La institutriz no
era fea. Había sido expulsada del reino vecino, el que años más tarde empezaría
la guerra”
-Por fea, la echaron
por fea.
-Que no.
“Cuando el rey supo el
motivo por el que la había echado su vecino la aceptó de inmediato, pese a la
negativa de su esposa”
“Ya verás- le dijo-
llegará un día en que esta institutriz nos salvará”
“La reina aceptó la
decisión de su esposa, y el príncipe creció sano y felizmente educado por la
institutriz. Esta informaba puntualmente a sus padres de los progresos de su
hijo, pero también de sus defectos”
-Como hace nuestra
profesora.
-Exacto, eso es, muy
bien. Veo que estáis entendiendo el cuento.
-La chivata.
-Pero, hijo, ¿qué
dices? ¿Cómo que chivata?
-Sí, lo cuenta todo.
-Pero es su trabajo.
En fin, sigo.
“El rey escuchaba
atentamente todo lo que le decía la institutriz y trataba de corregir a su hijo
como buenamente podía”
-Era el rey, su hijo
tenía que obedecerle.
-Cariño, cada padre es
un rey en su casa.
-¿Entonces tú eres un
rey?
-No exactamente…
-¿Eres rey o no eres
rey?
-Era, era una
metáfora, por dios.
-¿Una qué?
-Sigo.
“De modo que el
príncipe llegó a la mayoría de edad como un buen hijo que todo lo compartía con
sus padres. Apenas discutían y siempre trataban de entender sus puntos de
vista. Cuando estalló la guerra con rey malo, el príncipe luchó junto a su
padre hasta la victoria final. Sin embargo, el otro príncipe discutió cada una
de las órdenes de su padre…”
-¿Sí, cariño?
-¿Cuántos príncipes
hay?
-Dos, hay dos. Tienes
razón, no había hablado del otro príncipe. Joder, qué difícil es esto.
-Has dicho una
palabrota.
-No, qué va, es del
cuento.
-Se lo voy a decir a
mamá.
-¿Ah, sí? ¿Quién es la
chivata ahora? Ja. ¿Y ahora por qué lloras?
-Yo no soy ninguna
chivata.
-Claro que no, cariño
mío, claro que no. No me hagas caso.
-Eres una chivata,
eres una chivata.
-Cállate hijo, por
dios.
“El rey malo tenía un
hijo que había sido educado por nuestra institutriz hasta que la echaron. Ese
príncipe, el dey rey malo, no el dey rey bueno, había crecido muy malo”
-Como su padre.
-Exacto, muy bien.
“Pues cuando llegó la
guerra, el rey malo y su hijo discutieron por todo, hasta que el hijo fue
contra su padre. Eso lo aprovechó el rey bueno para ganar la guerra. Y todos
fueron felices y comieron perdices”
-¿Y la institutriz?
-Ostras, es verdad.
-No me gusta comer
perdices. Las perdices son animales buenos.
“Cuando el rey
condecoró a la institutriz le recordó a su esposa las palabras que le había
dicho cuando la aceptaron en la tarea de educar a su hijo”
“¿Y por qué, amado
esposo, padre de mi hijo? ¿Por qué lo sabías?’”
-Sí, ¿por qué?
-Por fea.
-Y dale con la fea.
“Cuando hablé con ella
por primera vez- le contestó el rey- le pregunté los motivos por los que le
habían echado del reino vecino y me dijo: “Por decir la verdad; yo siempre digo
la verdad” “¿Y qué fue lo que le dijiste para que no quisiera verte más?- le
preguntó el rey- “Le dije que su hijo era un chiquillo maleducado que
necesitaba dos buenos azotes y que si quería se los daba yo mismo”
“Desde ese momento- le
dijo el rey a la reina- supe que era la institutriz perfecta para nuestro hijo,
y no me equivoqué”
-¿Qué?, no está mal el
cuento, ¿eh?
-¿Pero ya acabó?
-Claro.
-¿Y el príncipe hizo
más amigos?
-¿Qué?, no sé. ¿Pero
es que no habéis entendido el cuento?
-No.
-Yo tampoco.
-Pues qué raro porque
me lo contó vuestra profesora.
EN LOS LÍMITES DE LA REALIDAD (relato dialogado)
Cuando el guardia civil le ordenó pararse
en la cuneta, Mario creyó sufrir el
mayor susto de su vida. La Benemérita siempre le había despertado mucho respeto
y, como todos, levantaba presto el pie del acelerador cuando intuía la
presencia de uno de sus coches patrullas. A medida que veía aproximarse al
agente, apretaba el volante compulsivamente. Debía mostrarse sereno; después de
todo, él no había hecho nada.
-Buenas
noches- le saludó el agente, acompañando sus palabras con el típico gesto
militar- ¿Sabe usted por qué le he parado?
Mario
le miraba impresionado; no podía evitar fijarse en el bigote reglamentario del
guardia civil. ¿Por qué lo llevarían todos?, se preguntaba.
-Pues
la verdad es que no, pero ya que lo menciona, es que llevamos un poco de prisa
y si no le importa…
El
agente ignoró de plano la reivindicación del conductor. Demasiadas veces había
oído lo mismo.
-Iba
usted dando bandazos. ¿Ha bebido?
Los
ojos parecieron saltárseles de las órbitas al pobre Mario.
-¿Quién?,
¿yo? En absoluto. Es que iba discutiendo con mi esposa, pero nada serio, no
crea…
-Ah,
¿que iba hablando por el móvil?
Ahora
sí que Mario no entendió nada.
-¿Perdón?,
¿Por el móvil?
-Ha
dicho que discutía con su esposa.
-Claro,
pero es que mi esposa está aquí. Salúdale, cariño, por favor- dijo volviendo el
rostro hacia el asiento del copiloto.
El
agente sonrió tratando de mantener la paciencia.
-¿Cómo
ha dicho?
-Que
mi mujer está aquí. Discutíamos por tonterías, ¿verdad cariño? Y…
-Espere,
espere, espere- el agente dejó pasar unos segundos que a Mario se le antojaron
eternos- ¿Me está tomando el pelo?
Mario
creyó que su estómago se le volcaba.
-Pues
claro que no. Nunca se me ocurriría algo así. No, por dios, ¿Por qué lo dice?
-¿En
serio me lo pregunta?
-Sí,
claro. Si he dicho algo que le haya podido ofender, le ruego que me disculpe.
-Algo
que me ofenda- repitió incrédulo- Tiene huevos la cosa. Todavía me dice que si
me ha dicho algo que me ofenda. Ande, salga del vehículo.
Mario
tembló.
-¿Pero
por qué?
-Mire,
ya está bien la bromita.
-¿Pero
qué bromita, por dios?
El
agente se calmó y sonrió condescendiente.
-Está
bien, está bien. ¿Quiere jugar?, Juguemos. Dice usted que discutía con su
mujer, ¿no es así?
-Sí,
claro, ¿verdad, cariño?- y miró a su derecha.
-Y
que no lo hacía con el móvil
-Pues
claro que no, ¿no ve que mi mujer está aquí?
El
agente desvió la vista cansado de la conversación.
-Ya
está otra vez. ¿Usted se burla de mí o es que está loco?
-Ninguna
de las dos cosas- dijo empezando a alterarse.
-Está
bien, si lo quiere así: ¿No ve que ahí no hay nadie?- dijo refiriéndose al
asiento del copiloto.
Mario
quedó petrificado por unos instantes.
-¿Cómo
dice?
-Sí,
sí, sí. Ya está bien de tanta burla. Venga, salga del coche.
-Oiga,
por favor, que mi esposa está aquí conmigo. Le saludó antes y le saluda ahora
también. Por favor, cariño, dile algo, rápido, que esto no es normal- y volvió
a mirar al agente-¿Ve? ¿Satisfecho? Ahora, ¿sería tan amable de dejarnos
continuar?
El
agente empezó a alterarse también.
-¡Pero
será posible! ¿Es que insiste?
-¿En
qué, dios mío? Si mi esposa está aquí. ¿No será usted el loco?- y miró rápido
al asiento del copiloto- No, mi amor. Nos tenemos que poner en nuestro sitio;
me da igual lo que me pase.
-¿Me
llama loco?- protestó el agente.
-No
se lo llamo, se lo pregunto.
-Mire,
ya está bien. Fuera de una vez, fuera la digo- le gritó.
Mario
tragó saliva.
-Espere,
espere, le diré lo que haremos.
-Aquí
solo se hace lo que yo digo. Está usted faltando a la autoridad.
-No,
espere, se lo ruego, escúcheme un momento. Ustedes siempre van en pareja,
¿verdad? Dígale a su compañero que venga, a ver si él tampoco ve a mi esposa.
Oh, esto es de locos, desde luego- dijo mirando a su derecha- por favor,
agente, hágalo.
El
agente suspiró cansado. Miró hacia atrás y gritó.
-¡Ramírez!-
y le hizo un gesto para que se acercara.
Ramírez
salió del coche y se acercó a su compañero.
-A
la orden, mi sargento.
-Ramírez-le
dijo en voz baja, aunque no lo suficiente como para que Mario no lo oyera-,
tenemos aquí un chiflado. No sé si sería mejor llamar directamente al hospital.
Echa un vistazo.
Ramírez
se inclinó para mirar en el interior del coche.
-Señor-
saludó a Mario-, señora- se incorporó y miró a su superior-. No veo nada
extraño, mi sargento.
El
sargento sintió un frío helado que le subió por la espalda hasta la nuca.
-¿Cómo
has dicho?- preguntó con temor.
-Que
no veo nada extraño, señor.
-No,
no, antes. Has saludado a dos personas.
-Claro,
mi sargento, al conductor y al copiloto. Imagino que será su esposa.
Las
manos del sargento empezaron a temblar. Mario no pudo evitar mirarle con cara
de satisfacción.
-¿Qué?-
le dijo al sargento-¿quién es el
chiflado ahora?
REENCARNACIÓN (relato breve)
Alberto supo hacer creer a la
policía con exquisita frialdad que él no tenía nada que ver con la muerte de su
esposa; pero es que él era así, frío en los momentos más tensos, como cuando la
asesinó. No es que pudiera esgrimir a su conciencia algún tipo de justificación.
No. Su terrible acción fue algo
premeditado, calculado a conciencia desde el noviazgo. Ese es el motivo por el
que los del seguro no tuvieron más remedio que pagar un cantidad astronómica
que, sumada a la herencia del testamento, lo convirtió en uno de los hombres
más ricos del país.
Alberto no perdió el tiempo; por
algo había estado esperando su momento tantos años. Gastó enormes sumas de
dinero en los casinos solo por el placer de perderlos; contrató los servicios
de costosísimas prostitutas de lujo; consumió todos los cruceros que el mercado
ofrecía; se alojó en los mejores hoteles del mundo…En fin, para qué cansar.
Pasada una década, Alberto
empezó a aburrirse. Cualquier cosa que se obtuviera con dinero ya lo había
probado y repetido hasta la saciedad. No obstante, nunca había matado animales;
de modo que contrató los típicos servicios de cacería ilegal que pululan en
África. Primero les tocó a los elefantes. Nunca se había sentido mejor
decidiendo sobre la vida de un ser vivo tan descomunal. Por supuesto, nunca les
perdonó. Sus compañeros de matanza le
animaron a la búsqueda y asesinato de los leones. Por un momento dudó, pero le
tranquilizaron asegurándoles que ellos le protegerían; y, en efecto, la adrenalina
se le disparó (nunca mejor dicho) cuando aquella fiera empezó a correr hacia
él. Cinco disparos de gran calibre tuvo que efectuar para robarle la vida justo
en el instante en que se abalanzaba contra él. Se sintió el rey del mundo,
aunque le duró poco ya que uno de sus compañeros comentó que aquello no era
nada en comparación con la caza del tigre. Esos demonios eran capaces de saltar
hasta la grupa de un elefante y arrancarte un brazo con sus garras.
Apasionante.
Dispuso más recursos para
organizar un espectacular safari clandestino por La India en busca de tan
preciado felino solitario. Hasta los elefantes, temerosos, caminaban en
silencio entre los juncos. Por fin, un mancha naranja y negra se vislumbró
entre la maleza. No supieron cómo, pero en cuestión de segundos, el tigre había
saltado con toda su majestuosidad contra el segundo elefante y tumbado a
Alberto. El resto del grupo huyó despavorido sin poder controlar a los
paquidermos.
El tigre avanzó hasta Alberto,
que ya se había meado encima, hasta acorralarlo contra un árbol. El cazador
convertido en cazado. Sí, las típicas vueltas que da la vida. No obstante, el
felino se tomo su tiempo. Observaba con redomado placer el rostro de su víctima
a un palmo de distancia. Alberto era
incapaz de mirar a sus enormes ojos amarillos, pero cuando lo hizo, su cuerpo entero
se estremeció al comprobar algo terriblemente familiar en ellos.
EL PROGRESO (cuento tradicional moderno)
Érase
una vez que se era un viejo gruñón cuya única ocupación había sido su tienda de
víveres. Lo de gruñir le venía desde que su amada esposa había fallecido,
porque antes de tal desgracia siempre había sido muy alegre.
Casi
veinte años hacía ya que nuestro viejo gruñía en su tienda. Gruñía por todo,
incluida su propia existencia, pero, sobre todo, por el progreso.
-¿Qué
es eso, abuelo?- le preguntó su nieta de cinco años señalando al local de
enfrente.
-Eso
es el progreso, que viene para quedarse- le gruñó.
Se
refería al inmenso supermercado que estaba a punto de ser inaugurado en el
barrio. Cualquiera le hubiera dado la razón al pesimismo de nuestro viejo pues
tamaño establecimiento acabaría pronto con el suyo. ¿Cómo competir con esos
precios?
Sucedió,
no obstante, que el negocio de víveres
no solo sobrevivió sino que mantuvo su nivel de ventas. Ningún cliente le traicionó,
a pesar de los precios y de sus gruñidos.
-Mira,
aquí está el progreso otra vez, que viene para quedarse- protestaba cada vez
que veía a los adolescentes entrar en su tienda sin apartar la vista de los
móviles.
Un
día, el viejo se sentó a reflexionar el motivo por el cual su negocio
sobrevivía a pesar de todos los adelantos que atentaban contra su
supervivencia, pero por mucho que se estrujaba el cerebro, no daba con ello.
Sucedió entonces que fijó la vista en su nieta; siempre había estado con él. Ningún
otro nieto pasaba más tiempo con su abuelo que ella, hecho extraordinario
teniendo en cuenta que también le gruñía. Desde que cumpliera los tres años
había acudido a la tienda de su abuelo, sin faltar un día. La sentaba en el
mostrador y hacía las delicias de los clientes con su sonrisa y sus
ocurrencias.
Claro,
el mérito había sido todo de su nieta. ¿Cómo no se había dado cuenta antes si
ella era el encanto personalizado? Cuantos más años cumplía más encantadora se
mostraba. Con ocho años atendía a los clientes y no había dejado de hacerlo
hasta ahora. Todos querían charlar con ella, llevarse una pizca de su
entusiasmo. Por eso se llenaba de chavales la tienda. Además, era una
estudiante muy aplicada; siempre con buenas notas.
Ay,
pero bien sabemos todos que no hay nada que dure toda la vida, y mucho menos la
felicidad. En efecto, la desgracia se abatió sobre nuestro viejo mucho más que
cualquiera de los progresos que tanto había detestado; su nieta, con dieciocho
años ya, marchaba con una beca a la capital para estudiar en la universidad.
¿Qué sería de su negocio? Sin duda, era el fin.
Pensó
en retirarse, pero no le salían las cuentas; debía aguantar un poco más, quizás
solo dos o tres años, pero ¿Cómo lo haría sin su nieta? Incapaz de confesarle
su abatimiento, dejó de gruñir para encerrarse en sí mismo. Le reconcomía la
posibilidad de contárselo, pues bien sabía que con ello le estaría cortando las
alas, ya que su nieta no se iría al verle así.
Pasó
el verano y llegó el temido septiembre, mes en el que partiría. No fue capaz de
despedirse; ya la llamaría por teléfono. Qué triste estaba la tienda sin ella.
A primera hora, acudió el primer cliente. Cuál sería su sorpresa al comprobar
que se trataba de su nieta.
-¿Pero tú no te habías ido a la
capital?
La nieta se puso el índice en la
boca para que guardara silencio y le enseñó la pantalla de su móvil. El viejo
miró extrañado y con algo de esfuerzo pues ya su vista no era la de antes.
-Universidad on line- leyó- ¿Qué
significa esto?
-Pues que puedo hacer la carrera
por internet.
-¿Quieres decir que…?
-Que no tendré que irme.
El viejo sonrió, su primera
sonrisa en años, y estrechó sus manos en señal de júbilo.
-Oh, señor, es un milagro.
Ahora era su nieta la que le
mostraba su sonrisa más tierna.
-No, abuelo, no es un milagro;
es el progreso, que viene para quedarse.
DESESPERACIÓN (breve disertación sobre la verdad objetiva)
Hija mía, vida mía, es hora ya de que te digamos la verdad.
¿Recuerdas cuando de
pequeñita te enseñamos tu madre y yo que
debías decir siempre la verdad? ¿Recuerdas lo mucho que insistíamos en los
problemas que puede generar la mentira? ¿Quién te creerá cuando sea cierto lo
que dices? ¿Quién te va a ayudar sin pensar que no es más que otra mentira? Te
ilustrábamos nuestra enseñanza con el cuento de Pedro y el lobo. ¿Te acuerdas?
Cuando llegaste a la adolescencia, te lo expliqué con el aria del médico en la
ópera de El barbero de Sevilla, así de paso aprovechaba para iniciarte en la
ópera, aunque esto creo que nunca lo conseguí.
Tampoco sé si conseguí
transmitirte el valor de la verdad. Quiero decir, aparte del momento en que
descubriste la autoría de los Reyes Magos, creo poder asegurar, sin temor a
equivocarme, que nunca te hemos mentido. Quizás por eso tenemos la certeza de
que nos quieres. Nunca te dimos nuestra opinión sin que no nos la hubieras
pedido, pero siempre que nos la pedías, fuimos sinceros y eso nos costó más de
un pequeño disgusto. A partir de ese momento, quedamos en que las mentiras
piadosas pueden ser aceptables, dependiendo del asunto en el que nos moviéramos,
no fuera que pudiéramos hacer daño a alguien. No obstante, eso no quita un
ápice al valor de la verdad y a lo que, en definitiva, tratamos de contarte
ahora tu madre y yo.
Es necesario, es
fundamental que nos creas, vida mía. Te va la vida en ello, y la nuestra. No se
trata de ningún secreto inconfesable sobre tu pasado; no es nada criminal, no
me gusta nada esta palabra, pero ilustra bien lo que quiero decir; no hemos
cometido ningún delito, nadie nos va a separar de ti. Por desgracia, tampoco se
trata de un euromillón, ni del concurso literario al que siempre me presento.
No se trata de una mentira piadosa, créenos que no. Tampoco debes interpretarlo
como una exageración. Esto es una verdad cruda, tal cual, incuestionable,
indudable, irrebatible, objetiva; de hecho, terriblemente objetiva, aunque
venga de nuestra boca.
Sé que me extiendo
demasiado (es algo que siempre me has reprochado, aunque tú uses otras palabras
más propias de tu edad para decírmelo), pero es que en la soledad de esta sala
de espera el tiempo pasa muy lento, pesa, hunde. Las enfermeras me han dado
unos folios y he aprovechado para escribirte unas palabras, quizás las últimas.
Tu madre ha ido a casa, ya sabes que la abuela no puede estar sola mucho
tiempo.
Este es mi último
intento, mi vida, para trasmitirte toda la verdad que te hemos enseñado estos
años. Ojalá que haya servido nuestra enseñanza sobre la verdad y la confianza
que uno desprende hacia los demás cuando opta por no mentir. Esta es la única
verdad que importa ahora, vida mía; todo lo demás es secundario. Tienes que
creernos, te ruego que nos creas; sí, ahora más que nunca; ahora o nunca: estás
delgada.
FELIZ DÍA DEL PADRE
El día más
impactante que viví en el colegio fue cuando estaba en tercero de primaria.
Unos ocho añitos de nada tenía yo. Mi clase era como una cualquiera; quiero
decir que estaba el gracioso, el tímido, el burlón, la mimosa, el mimoso, el
meón, el vago, el distraído…pero todos nos queríamos igual. No recuerdo muchas
diferencias entre nosotros, ni siquiera en los recreos.
Un día nuestra
profesora, bendita sea, qué bien nos trataba, se le ocurrió una idea de lo más
interesante: como al día siguiente era sábado y no estaríamos en el colegio,
nos pidió que para celebrar el día del padre saliéramos uno por uno a la
pizarra a imitar a nuestros progenitores. Nos entusiasmó la idea. De inmediato,
supe cómo emular al mío y vi en los rostros de los demás que también imaginaban
la mejor forma de hacerlo.
Reconozco que
siempre era yo la voluntaria para salir primero a todo, y, gracias a dios, sigo
conservando ese carácter. Salí a la pizarra con un libro en la mano, cogí una
silla y me senté; crucé las piernas y busqué la postura meditabunda y absorta
con la que siempre veía leer a mi padre. Me encantaba. La profesora me
felicitó, pero el silencio de los demás evidenció el poco entusiasmo que les
despertó mi imitación.
Luego salió
Arturo, un chico muy tímido, pero, para sorpresa de todos, empezó a imitar a su
padre delante del televisor viendo un partido de fútbol. Madre mía, qué bien lo
hacía; los gestos, las frases, hasta los insultos al árbitro. Le aplaudimos
efusivamente y él, pobrecito, se disculpó por las palabrotas que había dicho,
que sabía que esas cosas no se decían.
El siguiente
turno fue para María. Estuvo divina imitando a su padre cuando le llamaban al
móvil del trabajo. No sé cuántas empresas compró y vendió. La verdad es que nos
divertíamos mucho. José Juan imitó a su padre limpiando y con qué maestría nos
hizo ver la torpeza con que la hacía.
El último en
salir fue Roberto, el gracioso de la clase. Muchas de sus bromas hacían eran
divertidas, pero otras no, en especial para los maestros, pero nos daba igual,
a nosotros nos trataba bien. Salió a la pizarra y se colocó frente a Beatriz,
una dulzura de niña. Estuvo en silencio unos segundos, como si se estuviera
concentrando. De pronto empezó a gritar y a mover los brazos. Gritaba y gritaba.
Nosotros comenzamos riendo, pero tan pronto empezó con los insultos nos fuimos
callando. Percibimos que aquello no iba bien del todo. La propia Beatriz empezó
a asustarse pues Roberto no paraba de acercarse a su rostro mientras le
gritaba; y entonces lo hizo, empezó a pegarle en la cara como un salvaje.
La profesora
corrió a separarlo, cosa que consiguió con esfuerzo, pero Roberto seguía
gritando, pataleando y golpeando la pared. Insultos y amenazas salían de su
boca sin cesar, hasta que se agotó, o se mareó y se derrumbó de rodillas al
suelo. Luego comenzó a llorar. Nosotros mirábamos en el más absoluto silencio
con nuestros corazones latiendo acelerados, mientras la profesora consolaba a
la pobre Beatriz.
ESCALOFRÍO (breve relato confesional)
Esta mañana vino la policía a mi
instituto. La típica charla sobre acoso escolar. Qué coñazo. Al menos, nos libramos de la clase de
historia y, si al final hay preguntas, también de la de mates. Bien.
Nos sentamos detrás, por
supuesto. Desde la seguridad de la última fila podemos reírnos, mirar nuestros
móviles, distraernos a nuestro antojo, como siempre. No soporto las charlas en
las que se nos trata como si fuéramos niños. Ya solo con ver a esas dos
policías sé que va a ser así. Lo mismo al final nos regalan un bolígrafo y tan
contentos. No les queda bien el uniforme y su pelo corto me hace pensar que son
boyeras. Se lo comento a mi novio y, no solo se ríe, sino que lo comenta al
resto del grupo, provocando una risotada general. Sonrío orgullosa y mi novio
me pasa el brazo por la espalda. Me encanta que lo haga; me hace sentir segura.
Le miro y nos damos un beso.
Nuestro tutor nos recrimina el
comportamiento pero pasamos de él. En
cuanto las policías empiezan a hablar saco mi móvil y me pongo a chatear o miro
las fotografías que mi novio me ha hecho en mi cuarto. Me encanta cómo le miro;
y en esta otra estoy toda provocativa. Es divertido y a él le gusta. De pronto, los chicos se ríen y me intereso
por lo que ha pasado. Por lo visto, una
de las mujeres ha dicho que insultar por el whatsapp es un delito. Me río,
quizás más alto que los demás. A veces me gusta llamar la atención.
La otra policía se hace la
fuerte: “No os riáis. Esto está pasando hoy en día en los institutos”. Siempre
exagerando, me recuerdan a mis padres cada vez que salgo con mi novio. “Cuidado con el whatsapp, con los mensajes
tipo Mándame una foto de cómo vas vestida o te he enviado tres mensajes y no me
has contestado”
¿Pero qué se creen estas tías? Debe de ser que no tienen novio; claro, con lo
feas que son. Eso lo envían porque nos quieren. Bueno, sí es verdad que a veces
se pasa un poco con los mensajes, pero lo normal es que quiera saber dónde
estoy o con quién hablo; para eso soy su chica.
“Al principio ellas se enamoran del
malote de la clase. Eso les gusta, se sienten protegidas y ven bien que las controlen; lo ven como una
señal de amor. Luego vienen los celos, los insultos…”
Por alguna razón, guardo el móvil en
el bolsillo y miro a las policías. No estoy segura si es porque sus palabras
llaman mi atención o porque realmente he querido guardarlo. Tampoco entiendo
por qué mi novio me aprieta un poco el hombro, como si se hubiera alterado por
algo. Es verdad que él es el chulo de la clase y que me atrajo por eso, pero
todo el mundo lo sabe. Mola mogollón salir con el líder y eso que han dicho de
que te sientes bien porque te controlen pues también lo he sentido.
“Es alarmante cómo las chicas de hoy
permiten actitudes que las generaciones anteriores no consentían”. No sé, pero
empiezo a pensar que me gustaría que se callara de una vez. Me siento incómoda.
Yo sé bien lo que le consiento y lo que no le consiento a mi novio. Yo le
consiento que mire mi móvil y le permito que me diga cómo le gusta que me vista,
pero él no me obliga; como tampoco me molesta que me llame puta; sé que lo hace
con cariño porque cuando me lo dice nos estamos magreando en su coche. Me doy
cuenta de que el resto de las clases que han venido atienden en silencio a las
policías. Ya no se ríen.
“La Violencia de género nunca empieza
con una paliza, ni con un puñetazo, ni tan siquiera con una bofetada. Asoma con
los primeros celos, las amenazas, y las ofensas constantes. Es ahí cuando hay
que zanjar la relación”. Ha pasado algo extraño, algo que me ha producido un
escalofrío. Justo en el momento en el que la policía ha dicho eso, mi novio me
ha mirado. ¿Por qué me mira así? Me sonríe pero no me gusta su sonrisa. Su mano
pasa del hombro a la nuca y la aprieta al tiempo que me guiña un ojo.
“Muchos no son conscientes de la
gravedad de los hechos. No piensan que son maltratadores y ellas tampoco se
consideran víctimas de la violencia de género”. Me arden las mejillas; me sudan
las manos, la garganta se me bloquea. Nunca lo había visto desde ese punto de
vista. El escalofrío vuelve. Tengo miedo.
EL AMOR LO CAMBIA TODO (relato brevísimo)
La conociste en verano, cautivándola con tus cabellos rubios oxigenados ondeándose con cada ola cabalgada con agilidad sobre tu tabla surfera. Con tu cerveza en la mano le invitaste a una; ella declinó la invitación pero tu sonrisa la contagió. ¿Cuántos chistes le contaste ese día?; imposible determinarlo. Ella reía y tú te enamorabas con su risa. Todas las tardes de aquel verano fue a verte a la playa donde surfeabas con tus amigos inseparables; tardes que se prolongaban en noches interminables de pasión. Tú no sabías exactamente qué era eso del amor eterno, pero lo juraste igualmente, así, con tus bermudas coloridas y tus chanclas inmortales. La desbordaste con tu naturalidad y tu barba descuidada. El verano dio paso al otoño y este al invierno. Mejor pantalones largos, ¿no crees?, mucho mejor; a ser posible conjuntados con unos bonitos mocasines negros. ¿Mocasines? ¿Realmente conocías la existencia de esa palabra? La dejabas hacer porque todo acababa en arrumacos y efusiones diversas de vuestro amor. Te presentó a sus amigos. ¿Por qué tienes que contar tantos chistes? ¿A cuenta de qué tienes que nombrarme en tus bromas? Cariño, ya hace seis meses que salimos y me gustaría verte con el pelo corto. Tú te lo cortas porque la quieres, lo mismo que te pusiste esos mocasines negros conjuntados con los vaqueros. ¿Cuánto hace ya que no surfeas? Ni te acuerdas. Una especie de nostalgia invade tu alma, como una pesadumbre que no acabas de comprender porque estás enamorado y eso te confunde. Hoy cenamos con mis padres, ni se te ocurra salir con una de tus gracias. No lo haces. Qué serio es todo. Recibes mensajes en el móvil. ¿Quiénes son, amor? Mis amigos, ¿qué amigos? Esos a los que ya no veo. ¿Me lo estás reprochando? No, amor, claro que no. Ya no miras el móvil ni para saber la hora. Estás serio y has echado barriga. No habláis mucho, los hijos lo acaparan todo. Te miras al espejo y no te reconoces. Es como si hubieras envejecido diez años. Espera, es que han pasado diez años, pero tú la quieres. Y, sin embargo, ella te mira un día; te ve gordo, pasivo, serio, aburrido, formal y entonces te lo dice, te lo echa en cara: amor, ya no eres el hombre del que me enamoré.
TENGO ALGO QUE DECIROS (breve relato familiar)
-Acercaos
todos, tengo algo que deciros.
Aquellas
palabras habían salido de la boca del
viejo y millonario señor Mora; con mucho esfuerzo, todo hay que decirlo,
pues se hallaba en su lecho de muerte. Horas le pronosticaban los médicos. Sus
más allegados le acompañaban en momento tan fatídico, sorprendiéndoles que el
enfermo aun pudiera reunir las fuerzas suficientes para poder hablar. La
familia acudió en tropel, atraídos por las más que probables últimas palabras
del moribundo.
El señor Mora
batió los ojos de un lado a otro, pues incapaz era de mover el cuello,
comprobando que sus familiares habían acudido a su llamada. Satisfecho con el
resultado, preparó sus pulmones para una nueva frase.
-Os he engañado
a todos- dijo con la voz carrasposa, y lo dejó ahí. Diríase que su deseo no era
otro que observar el impacto de su noticia en los presentes.
Su hijo mayor
quedó aterrorizado, aunque procuró no exteriorizarlo. ¿Se estaría refiriendo al
fondo de inversiones en el que le había aconsejado meterse? Le dijo que era un
negocio seguro; de hecho volcó todo su
capital en aquella inversión. En los últimos años no se había llevado muy bien
con su padre, pero ¿le habría guardado el rencor suficiente como para llevarle
a la ruina con una falsa información? ¿A él?, ¿a su propio hijo?
La esposa del
señor Mora no pudo evitar llevarse la mano derecha a la boca. Su marido le
había jurado y perjurado que ella sería le heredera principal tras su muerte.
Incluso le había visto con sus propios ojos firmando el testamento. ¿Lo habría
cambiado a sus espaldas? ¿Por quién?, ¿por el desagradecido de su hijo y su
soberbia nuera?, ¿por su secretaria, tal vez? Ya antes de caer enfermo le había
asegurado que las aventuras con sus secretarias habían llegado a su fin, que
solo estaba ella en su vida, su compañera fiel durante todas aquellas décadas.
La nuera del
señor Mora le miró como le miraba siempre, por encima del hombro. La noticia no
le sorprendió, aunque desde luego hizo sus cábalas sobre el engaño anunciado,
llegando a la conclusión de que su última voluntad era la de reírse en sus
caras tras señalarles que desheredaba a
todos.
La nieta del
señor Mora se mordió contrariada el labio inferior. Su abuelo le había
prometido el Ferrari rojo cuando él ya no estuviera. ¿Se habría echado atrás?
Su abuelo siempre se lo había consentido todo. No era justo que ahora le
hiciera esa jugarreta, y encima delante de sus padres. Además, todos sus amigos
ya contaban con el coche. ¿Con qué cara se los diría? ¿Cómo soportar tanta
vergüenza?
El señor Mora,
por su parte, sonrió satisfecho al ver los rostros tensos y ansiosos que había
conseguido al llamarles.
-Acercaos, más,
diantre, que ya no me queda aliento- se quejó.
Inmediatamente,
sincronizados, alongaron sus cuerpos alrededor de la cama para escucharle
mejor. El moribundo tomó aire consciente de que se disponía a hablar por última
vez. Incluso se relamió como si se encontrara frente a su plato favorito. Al
fin, habló.
-No soy alérgico
a los mariscos-los allí reunidos se miraron como idiotas para comprobar que
habían oído lo mismo-. Nunca lo he sido. Nunca he soportado su sabor asqueroso
y su olor nauseabundo. Por eso simulé ser alérgico ¡Ja!
Y murió.
EL PERIODO DE
PRUEBA
-El consejo de
administración ha decidido ascenderte; el puesto de director adjunto es tuyo.
Escuchar esas palabras de
boca del carrasposo y enigmático señor Mora provocó en Alberto una sensación
cercana al más puro y reconfortante éxtasis. Aunque sea una expresión muy
manida, viene que ni de perilla para explicar con pocas palabras su
satisfacción: fue como quitarse un enorme peso de encima. Sus hombros se
relajaron, volviendo a un estado casi olvidado para ellos; sus músculos faciales
recuperaron una posición arrinconada tiempo atrás, activándose para mover los
labios hacia la sonrisa. No es que no hubiera sonreído en años, es que nunca
dicho gesto había sido tan sincero, tan agradecido, y tan rotundo a la vez como
aquella mañana. Menuda sorpresa. Lo llevaba deseando una eternidad y aún así la
noticia le golpeó en el pecho.
-¿No dices nada?-le
preguntó el Señor Mora.
Arturo trató de accionar
sus cuerdas vocales. Le impresionaba aquella dentadura tan blanca de su
superior, tan perfecta, tan postiza. Siempre le había amedrantado su sonrisa;
la veía como un enorme cepo esperando a cerrarse sobre su cuello. Ahora era
distinto: le acababan de ascender. Director General, nada menos. Miró a los
lados, tratando de descubrir a través de las cristaleras a alguno de sus
compañeros echando alguna mirada de recelo. No era el único que había deseado
ese puesto. La competencia había sido terrible, tanto que se había llegado al
extremo de que ninguno de los de su planta quisiera macharse el primero a casa
en cuanto llegaba la hora, llegándose a producir el insólito hecho de salir
todos al mismo tiempo. Sí, le miraban, le espiaban, se corroían de envidia
porque en su rostro podían ver el signo de la victoria.
-Gra, gra- de momento,
solo podía tartamudear-, muchas gracias, Señor Mora. Vaya, es una sorpresa.
Arturo trataba de adaptar
la expresión de su cara a la veracidad de sus palabras, sin éxito.
-Vamos, vamos Arturo, no
tanta sorpresa, ¿verdad? No seas modesto; eso no te servirá en tu nuevo puesto.
Si te hemos elegido ha sido precisamente por tu energía y ambición.
-Es un honor…
-Vamos, vamos, ahórrate
los agradecimientos-dijo con su habitual afabilidad-Ahora estás con nosotros
allá arriba- y señaló con su esquelético índice al techo-. Y te aseguro que no
solemos ser muy solidarios entre nosotros.
Arturo supo que aquel y no
otro era el momento de abandonar nervios, alivios, suspiros y otras monsergas
para mostrar su faceta de ejecutivo agresivo.
-No se arrepentirán,
señor- sentenció con decisión; solo le faltó cuadrarse.
El señor Mora le sonrió
como haría a un perro educado para hacer acrobacias.
-Eso es lo que quería ir- repuso
con orgullo empresarial. Acto seguido, se levantó de la silla para sacarse algo
del bolsillo-. Ten, aquí las tienes.
Un manojo de llaves resplandecientes
cayó sobre la mesa de Arturo. Las famosas llaves de la compañía; allí estaban,
delante de sus ojos atónitos. No eran una leyenda. Cuánto había especulado con
sus compañeros sobre su existencia.
-Son las llaves de tu despacho y de La Compañía; con ellas podrás acceder a
cualquier parte del edificio- el señor Mora fijó su mirada acuosa en su
subordinado-. A cualquier parte- repitió.
-No sé qué decir, sinceramente, señor Mora.
-No digas nada, coge tus cosas y llévalas al piso de arriba esta misma
mañana.
-Sí, señor.
El consejero delegado dio meda vuelta con toda la intención de marcharse.
Sin embargo, se detuvo como si hubiera pasado algo por alto.
-Ah, Arturo, se me olvidaba: por supuesto, durante tres meses te pondremos
a prueba; ya sé que llevas muchos años con nosotros, pero en estos casos es lo
normal. ¿Justo?
-Justo, señor- contestó a la velocidad del sonido.
El señor Mora sonrió y a Arturo ese gesto objetivamente positivo se le
antojó de lo más enigmático. No supo catalogarlo. ¿Sonreía contento por su
ascenso o tenía su sonrisa algún punto de maléfica, como diciendo, “te vas a
enterar”? En cualquier caso, la sensación a Arturo le duró un microsegundo.
Cogió las cosas imprescindibles de su escritorio, las metió en una caja y se
marchó de la penúltima planta mirando a sus compañeros con cara de “ahí os
quedáis”.
Su nuevo despacho era tan amplio que no cabía en su imaginación. Era mucho
más de lo que podía pedir. Luminoso, con espectaculares vistas al parque
central y con un mueble bar. No se lo podía creer, tenía un mueble bar para él
solito. Con paso silencioso y expresión
precavida se acercó y lo abrió. El rostro se le iluminó lo mismo que si hubiera
abierto el cofre del tesoro. Lo cerró y suspiró realmente confortado. Qué ganas
tenía de contárselo a su mujer. Pensó, a modo de juego, adelantarle algo y le
envió un mensaje lleno de sana intriga “No te vas a creer lo que me ha sucedido
en el trabajo”. Al poco, su esposa le contestaba con otro mensaje “¿Te han
ascendido a director general?” La sonrisa de Arturo se desvaneció hacia la
desilusión. Qué pitonisa había sido siempre su mujer. No se lo tomó en cuenta y,
para animarse, decidió darse una vuelta por el último piso, el piso
inalcanzable. Encaraba los pasillos viéndose como un zar o como una estrella de
cine; para colmo, el suelo estaba impecablemente enmoquetado de rojo. Qué
largos eran los pasillos, y qué amplia la sala de estar. El hilo musical parecía
querer domar al más bronco de los roqueros. Vio a algunos de los altos
directivos, que lo saludaron con una sonrisa acogedora.
Cuando llegó a casa, le confirmó la noticia a su esposa, acostaron a los
niños pronto e hicieron el amor como cuando eran novios. Qué agradecida estuvo
ella al ascenso de su marido.
-Menos mal, mi amor, últimamente ya casi ni eras tú.
Viéndolo todo desde la cima del éxito, a Arturo no le quedaba más remedio
que darle la razón.
-Te pido perdón, mi amor; a partir de ahora será todo distinto, ya lo
verás.
-Me conformo con que sea como esta noche- y sonrió juguetona.
Y lo fue, al menos durante la primera semana. Arturo era todo iniciativa en
el trabajo y fogosidad en la cama. Poco le duró, pues a partir de la segunda
semana empezó a tener un comportamiento que recordaba al de su época obsesiva
por el ascenso.
-Amor, ¿me estás escuchando?
Arturo conectó de nuevo con el mundo.
-Sí, claro.
Pero no era cierto; no tenía ni idea de lo que le había estado diciendo en
la última media hora. Qué difícil le resultaba centrarse. Apenas haber pensado
semejante lamento, se dio cuenta de que el origen de su frustración lo llevaba
consigo en la mano y, lo que era peor, no recordaba haberlo sacado del
bolsillo; pero ahí estaba el manojo de llaves que le diera el señor Mora.
La primera tarde de su segunda semana el trabajo se le había acumulado a
Arturo sobre el escritorio, de modo que tocaban horas extras. En un momento que
emergió de los papeles, se percató del inmenso silencio en que la ausencia de
los directivos y secretarias le habían dejado. Incluso la suya se había ido; no
recordaba que se hubiera despedido de él. Una de las grandes ventajas de su
nuevo puesto era, sin duda, el hecho de contar con una secretaria. En cuanto la
vio, agradeció que no le pareciera atractiva. El silencio acabó por distraerla
y la distracción le generó una idea que nunca antes había tenido. Miró el
manojo de llaves y sonrió con picardía.
Qué tentación. Nadie en el último piso y él con las llaves que abrían todas
las puertas. Arturo se sorprendió al reconocer en el impulso que le hizo levantar
la sana malicia de las trastadas de su infancia. Únicamente debía de tener
precaución con las cámaras de seguridad que, colocadas estratégicamente,
enfocaban a todos los pasillos. Sin embargo, si una peculiaridad tenía el
último piso era que los despachos estaban conectados entre sí en su interior y
hubiese sido una ofensa poner cámaras en los despachos. Temible consejera es la
soledad, pensó al verse abriendo puertas con su manojo de llaves y atravesando
despachos ajenos; pero qué bien se sentía, especialmente en los servicios
particulares de los ejecutivos más importantes. Mientras defecaba en uno de
ellos se reprochó su propio pensamiento: él era el ejecutivo más importante,
era el director general, nada menos. Su despacho se ubicaba justamente el anterior
al del consejero delegado y la prueba de ello es que tenía en propiedad las
llaves de la compañía.
Tiró de la cadena y regresó a su despacho reprobándose su comportamiento
infantil, propio de quien se ha sentido inferior a los demás durante mucho tiempo.
Se prometió no volver hacer una estupidez como aquella en todo lo que le
restaba de vida, que esperaba que fuera mucho. A punto de reingresar en su
despacho, Arturo se detuvo ante algo que le había pasado inadvertido. Podía
verlo desde el umbral de su puerta, pues unos pocos metros más allá comenzaba
el pasillo que conducía al “gran jefe”. ¿Cómo le podía haber pasado por alto
algo así? Sin embargo, ahí estaba, al alcance de su vista. Se acercó con aires
de superioridad y borrando de su conciencia la promesa que acababa de hacerse,
tocó como si se tratara de la más fina seda, la puerta en la que nunca antes se
había fijado.
Le pareció sumamente extraño puesto que los días anteriores hubo de pasar
delante para acudir a las reuniones del consejero delegado.
-¿Cómo vas, Arturo?, ¿te trata bien el puesto?- le decía siempre a modo de
saludo.
Quizás fuera el cartel que le habían colocado a la altura de los ojos:
“prohibido el paso a toda persona ajena”. Sonrió con aires de suficiencia y se
sacó el manojo de llaves del bolsillo. Él no era ninguna persona ajena al
personal. Sin embargo, ya antes de probar ninguna llave tuvo el presentimiento
de que no encontraría la que abría esa puerta. Se había aprendido de memoria el
destino de todas sus llaves; aún así, decidió probarlas pues pudiera darse el
caso de que alguna de ellas también sirviera para aquella ocasión. A medida que
la cerradura las iba rechazando, crecía en Arturo una frustración que empezaba
a atenazarle la garganta. Qué calor, qué sudores. No sirve, esta tampoco,
tampoco esta, será posible, si son un montón de llaves, ninguna le sirve, ¿ésta
ya la he probado?, joder, a empezar de nuevo; tampoco, tampoco, tampoco.
Se detuvo apremiado por una hiperventilación violenta. Se secó el sudor de
la frente, se rascó el hormigueo de la cabeza. Había una puerta que no podía
abrir; ¿qué clase de broma era esa? , si él era el director general, no era
ninguna persona ajena a la empresa. Debía de tratarse de un error; de un
maldito error. Eso no iba a quedarse ahí. Mañana mismo, a primerísima hora se
presentaría delante de las narices del señor Mora para plantearle formalmente
su queja más enérgica.
-¿Algo más, Arturo?- le preguntó el señor Mora una vez que discutieron el
orden del día a la mañana siguiente.
Al señor Mora no pudo pasarle inadvertida la tensión interior de su
subordinado; tics continuados en los ojos, presión en las mandíbulas. Era
evidente.
-¿Todo bien, Arturo?
-Sí, sí, todo bien- se rindió avergonzándose de su impulso de la tarde
anterior. El señor Mora le sonrió y, de nuevo, Arturo tuvo aquella extraña
incomodidad de no saber, ni poder, identificar la sonrisa que le había sido
brindada.
-Pues, venga, a producir para esta empresa- le animó señalándole la salida.
Arturo suspiró contrariado consigo mismo en cuanto se vio en el pasillo.
Diez pasos y pasaba delante de la puerta que le era vedado abrir. La miró con
desprecio, sintiéndose impotente ante ella. ¿Por qué?, maldita sea, ¿por qué no
podía abrirla? Se supo un cobarde ante su silencio anterior y regresó a su
despacho bajando la cabeza.
-No, no me estás escuchando- continuó protestando su esposa-. No sé dónde
tienes la cabeza, pero aquí no, desde luego. ¿No me habías dicho que con este
nuevo cargo se habían acabado las preocupaciones?
Las preocupaciones laborales al menos sí, le hubiera gustado contestar,
pero estaba demasiado concentrado en la dichosa puerta como para poder mantener
una conversación racional. Veía la puerta y su maldito cartel a todas horas,
incluso en sueños. Su peor pesadilla era, sin duda, cuando la puerta adquiría
rostro humano y no paraba de reírse de él mientras le acusaba de cobardía.
El trabajo se le acumulaba en su escritorio; las reuniones con el señor
Mora le parecían monótonas e insulsas, pero en el fondo las temía pues obligatoriamente
debía pasar delante de la puerta. A veces la insultaba en voz baja, vengándose
así de sus pesadillas; otras, le sacaba la lengua como si tuviera cinco años o
le hacía una bien visible peineta con el dedo, total, en ese pasillo no había
cámara. Quedó paralizado ante este último pensamiento. Era verdad, no había
ninguna cámara en ese pasillo; de hecho, era el único lugar de todo el edificio
sin vigilancia. Sonrió ante su descubrimiento aunque no tardó en reprocharse su
torpeza por no haberse percatado antes.
Unas horas más tarde, el edificio del señor Mora se había vaciado. Reinaba
el silencio y el sonido amortiguado de los zapatos de Arturo sobre la moqueta
roja. Un nuevo mensaje a su mujer le advertía de que llegaría tarde a cenar,
aunque la realidad fuera bien distinta. Nunca había forzado una puerta pero
siempre había una primera vez para todo, se justificó fabricando una sonrisa un
tanto forzada. El corazón se le aceleraba por momentos; su trabajo estaba en
juego si alguien le descubría. Alertado por su última, y aplastante, deducción,
se llevó la mano a la boca, como si no quisiera que su respiración le delatase.
¿Y el agente de seguridad de la compañía? ¿No solía hacer rondas cada media
hora?
Quiso la casualidad, o la buena fortuna, que Arturo distinguiera los pasos
del agente, justo antes de que encarara el pasillo del señor Mora. Llegó muy
ajustado a su propio despacho antes de que pasara por delante de su puerta.
Decidió espiarle y, para ello, sus pasos debían estar mucho más amortiguados que
antes. Para su sorpresa, vio que el agente se detenía delante de la puerta
prohibida. ¿Qué iba a hacer? Una indignación muda emergió del pecho de Arturo
al ver que el agente de seguridad elegía una llave de su enorme manojo y abría
la puerta. ¿Un simple agente de seguridad abriendo la puerta? Lo que faltaba.
Esto iba mucho más allá de la humillación. El agente no entró, ni encendió la
luz; solo abrió la puerta para cerrarla inmediatamente, como si quisiera que se
ventilase. ¿Qué podía haber dentro? Qué extraño comportamiento aquel; abrir y
cerrar.
A punto estuvo de ser descubierto Arturo mientras se hacía esas
observaciones pues el agente no entró en el despacho del señor Mora sino que
regresó por donde había venido. Arturo se precipitó de nuevo hacia su despacho
sin ser visto, aunque poco faltara de nuevo. Se apoyó en la puerta y respiró
aliviado; no obstante, sus pensamientos no conseguían calmarse; se debatían
entre la indignación y la venganza. Acercándose a su escritorio, decidió que si
un simple agente de seguridad podía abrir esa puerta, él también podía. Se
sentó para idear un plan, llegando, efectivamente, bastante tarde a casa para
cenar.
A la mañana siguiente se despertó pletórico: había dado luz a su plan. Era
perfecto. Solo bastaba con ser paciente y esperar el momento adecuado para
ejecutarlo. Mientras esperaba, su odio hacia la puerta y, por ende, hacia el
señor Mora, iba en aumento. Qué desconsideración por su parte no permitirle
entrar en ese cuarto, catalogándolo, además, como personal ajeno a la empresa.
Era el colmo. Ahora entendía esa sonrisa socarrona de su superior cada vez que
le preguntaba qué tal iban las cosas. Todo formaba parte de un proceso de
humillación, pero con él no iba a tener éxito, ya le había descubierto.
No pudo llevar a cabo su plan hasta pasado un mes, tiempo en el que Arturo
llegó a olvidar todo lo que había luchado y sufrido para alcanzar el puesto de
director general. ¿Qué importancia podía tener eso? Ahora lo único importante
era abrir la puerta. En su mente no cabía otra situación. Era abrirla o
volverse loco, ¿o ya lo estaba? Sonrió: un loco nunca se cuestionaría su
cordura. Pero había que estarlo para no hacer caso a las advertencias, si bien
amistosas, del señor Mora, por el trabajo que se le había ido acumulando en su
escritorio durante el último mes. Tampoco importaba.
-No lo entiendo, Arturo, de verdad, no entiendo tus retrasos, y eso que te
quedas por las tardes haciendo horas extras. ¿Va todo bien?
De nuevo esa sonrisa. Ahora ya sabía identificarla bien: era la sonrisa de
la ignominia, pero Arturo había aprendido a tragársela con mucha dignidad.
Tantas horas extras las había estado usando para estudiar hasta el último
detalle los movimientos del agente de seguridad, cada cuánto pasaba por el
pasillo sin cámaras y cómo hacer para quitarle las llaves. Eso no le llevó un
tiempo excesivo, alrededor de siete días. Las tres semanas restantes del mes
las usó para insuflarse valor y llevar a cabo su plan. Cada tarde parecía ser
le definitiva pero siempre regresaba a casa marcado por la frustración.
¿Tendría razón la puerta en sus pesadillas?, ¿sería él un cobarde, después de
todo? La pesadilla en cuestión se había vuelto más intensa, más real, si cabe.
Cómo se reía la puerta de él, cómo le insultaba. En una última variante, la
puerta osaba retarle para que la abriese. Ábreme, ábreme, ábreme; no eres más
que un personal ajeno a la empresa; y se despertaba bañado en sudor, alguna
vez, incluso gritando que por supuesto que la abriría, que él no era ningún
cobarde.
-Cariño, creo que pasas demasiado tarde en el trabajo. Te está afectando
demasiado.
No le contestó; si lo hubiera hecho, hubiera sido con mucho desprecio. ¿Qué
sabía ella por lo que estaba pasando?, ¿qué sabía ella lo que significaba que
te dieran las llaves de la compañía y que no te dejaran abrir una miserable
puerta? No, aunque se lo explicara, no lo entendería. Esto era una cuestión de
hombres.
-Ha sido este mes, mujer,
que he tenido mucho trabajo, pero ya hoy es el último día que me quedo hasta
tarde.
Sí, estaba más que
decidido; sabía perfectamente que en cuanto abriera esa puerta todo volvería a
la normalidad y se acabarían las pesadillas. Sería esa tarde o nunca. Esperó,
como de costumbre a que reinara el silencio. Dejó mínimamente entornada la
puerta de su despacho y estuvo atento a la llegada del agente de seguridad.
Allí estaba, con su coronilla de fraile bien visible y su uniforme ajustado en
un cuerpo sobrado de kilos. Se rió de él. A partir de ese momento, solo contaba
con diez minutos para llegar al cuarto de seguridad, apagar las cámaras y
volver a los pasillos. Con sus conocimientos de informática no le resultaría
difícil enfrentarse aquel sistema de seguridad y que al día siguiente nadie se
percatara de los cambios. Así fue, apagó las cámaras y corrió a los pasillos.
Se sacó el pisa papales de mármol que se había guardado en el bolsillo, y que
representaba el logotipo de la empresa, y esperó al regreso del agente. Una vez
que le sobrepasó, le golpeó en la cabeza sin misericordia. Un solo golpe bastó.
Sin pérdida de tiempo, le amordazó y lo encerró en uno de los despachos, cuya
puerta sí que podía abrir. Le arrebató el manojo de llaves al agente y se
precipitó hacia la puerta prohibida. Por fin podría abrirla. No cabía en su
alegría; la pasión le desbordaba sintiendo que las piernas le flaqueaban. Debía
de hacerlo todo con rapidez; abrir la puerta, comprobar el misterio de su
interior y regresar al cuarto de seguridad para poner un parche grabado en las
cintas. Lo había visto en decenas de películas; no podía fallar.
Se detuvo frente a la
puerta que había enajenado su mente y le mostró su sonrisa más victoriosa; de
hecho, se rió de élla enseñándole su nuevo manojo de llaves. Solo era una
cuestión de minutos. Espera y verás, repetía cada vez que probaba una llave
infructuosamente. Espera y verás, decía más nervioso pues se iban acabando las
llaves y la puerta continuaba cerrada. Espera y verás, empezó a gritar cuando
solo restaban tres llaves. Ahora parecía que era la puerta quien se reía, como
en sus pesadillas. Arturo se detuvo a respirar: solo quedaba una llave. No
puede ser, no puede ser, era lo que repetía en aquel momento mirando la llave.
Tienes que ser tú, tienes que ser tú. Las primeras lágrimas empezaban a
asomarse. Dime que eres tú, por favor.
Miraba a la llave restante
como si fuera su torturador; le pedía clemencia con los ojos. No más abusos, no
más tormentos. La mano le temblaba al acercarla a la cerradura. Le llave ya
tocaba la rendija. Arturo no pudo contenerse por más tiempo y lloró desconsoladamente:
tampoco abría. Todo su plan se había ido al infierno. ¿Cómo era posible?
Durante un mes había observado cómo el agente de seguridad abría cada día esa
puerta durante dos segundos. ¿Por qué hoy no estaba esa jodida llave en el
manojo?
Apoyó la frente en la
puerta; tras unos segundos en esa posición, empezó a golpearla suavemente con
la cabeza; al principio, como si se tratara del muro de las lamentaciones, pero
su acción, irremediablemente, fue adquiriendo cada vez más intensidad. Los
golpes ahora eran fuertes y bastante ruidosos. Ya no le importaba nada. Los
puños acompañaron a la cabeza en su martilleo rabioso. Maldita, maldita,
maldita, decía siguiendo el ritmo. ¿Crees que vas a quedarte ahí riéndote de
mí? Yo no soy ningún personal ajeno a la empresa, ¿te enteras? En ese punto, se
reincorporó y se retiró un par de metros con la intención de coger impulso. Yo
soy el director general, gritó, y con su grito se abalanzó contra la puerta
echándola abajo, muy abajo, pues para su trágica sorpresa, tras aquella puerta
no había más que un tremendo vacío, probablemente un antiguo hueco de ascensor.
Gritaba en su caída interminable, pero ahora de espanto y, efectivamente, toda
su vida pasó delante de él antes de que su cuerpo se destrozara con el impacto;
incluso le dio tiempo de arrepentirse de alguna cosa.
Por la mañana, muy
temprano, el señor Mora contemplaba el vacío del hueco del ascensor. Muy al
fondo, podía distinguir el cuerpo desmembrado de Arturo. El consejero delegado
suspiró contrariado.
-Ay, otro director general
que se nos va.
A su lado, aplicándose
hielo en la cabeza, estaba el agente de seguridad.
-Sí- dijo él dolorido.
-Otro director que no
soporta el periodo de prueba.
-Sí- repitió el agente.
El señor Mora le miró con
los ojos acuosos.
-¿Tan difícil es que un director general pase tres meses
sin tener la llave de esta puerta? ¿En qué nos convierte el poder, quieres
decirme?
La mirada ignorante del
agente habló por él.
-No lo sé, señor Mora,
pero yo siempre acabo con un golpe en la cabeza.
-Bueno, pero te pago bien,
¿no?
El agente asintió pensando
en los videojuegos que se compraría ese día con el dinero extra conseguido por
haber sido golpeado.
-¿Qué hacemos ahora,
señor?
-Pues lo de siempre:
informa a las autoridades y envía un ramo de flores a su familia.
El agente se retiró y el
señor Mora permaneció reflexionando con la vista perdida en el vacío de aquel
hueco. Al cabo de un tiempo movió la cabeza contrariado: de nuevo en busca de un
director general, con lo cerca que había estado Arturo para superar el periodo
de prueba.
MADRID
(basado en un hecho real, o quizás en varios)
Contacté con él por internet. Todo un adelanto esto de la red. Una lástima
que no existiera antes. Me dijo que sería mucho mejor para los dos que nos
viéramos en Madrid. Parece un joven discreto; debe de serlo con los servicios
que ofrece. Me pregunto cómo será. Realmente no sé si es joven o yo he querido
imaginármelo así. ¿Cuál será su carácter? ¿Tranquilo, amistoso, dulce,
comprensivo? Bueno, qué más da; tampoco es que vayamos a estar juntos mucho
tiempo. Le propuse vernos en un hotel pequeño, o en uno de esos hostales que
tanto abundan en la capital, pero lo rechazó. Prefiere un gran hotel, en una
zona céntrica; por su experiencia, me explicó que se pasa mucho más
desapercibido cuanto más lujoso y grande es el lugar. Quizás tenga razón.
Mi esposa no lo sabe;
nunca lo ha sabido. Creo que ni siquiera ha llegado a sospechar nada. En eso he
sido cuidadoso. Sé que hago mal, me lo reprocho con cada paso que doy, pero me
niego a confesárselo. ¿Para qué?, ¿para generar más dolor todavía? No tiene
sentido. ¿Cómo explicarle que necesito liberarme, que no puedo seguir así? No
lo entendería. He aprovechado que ha ido a ver a los nietos para venirme a
Madrid. Ha bastado decirle que me han llamado del banco y que debo ir a la central para resolverlo. No sospechará
nada, al menos hasta la tarde. Además, ha sido la excusa perfecta para coger el
tren más temprano; casi he visto amanecer en Madrid.
Me gusta Madrid, ¿para qué
negarlo? Siempre me ha gustado. Durante mucho tiempo pensé seriamente en
mudarnos aquí, pero al final siempre tuvieron más peso los deseos de mi esposa.
No me quejo; a la larga he tenido que reconocerle que nuestros hijos crecieron
mucho mejor en el pueblo. Las cosas como son. De modo que me adapté y me
conformé con venir a la capital de vez en cuando, aprovechando algún puente o
en Semana Santa. Cómo cambia esta ciudad esos días. No hay nadie. Incluso
mi esposa disfruta de la ciudad en esa
semana. Ella, que no soporta las multitudes ni la vida frenética de sus
habitantes. Sus facciones se relajan; percibes que se maravilla de sus edificios,
de sus parques. Basta. Estoy pensando demasiado en mi esposa. Remordimientos,
supongo. A lo mejor resulta que no soy tan mala persona por traicionarla de
este modo. No te engañes: está mal y lo sabes.
Me he alojado en un gran
hotel, tal y como me aconsejó Roberto. Así se llama, o así se hace llamar. Su
exterior siempre me fascinó por sus acabados. Como yesista me fijo siempre en
las molduras de ventanas y puertas y las de este hotel son de un acabado muy
profesional. Está muy cerca del parlamento. De hecho, lo veo desde mi ventana y
desde ahí les he insultado para mis adentros, que tampoco hay por qué llamar la
atención, y menos en mis circunstancias. Aún así, me he despachado a gusto,
especialmente con los del gobierno y sus malditos recortes, que dos de mis
hijos están en paro por su culpa. Si pudiera, si alcanzara desde aquí, les
escupiría con cada uno de mis insultos. Decido relajarme. No está bien que,
después de todo lo que me ha costado decidirme, ahora me pase este día enfadado
pensando en la dichosa crisis.
Cierro la ventana y me
siento en la cama. Es cómoda. Me gusta. Abro la maleta y saco el traje. Del
bolsillo lateral recojo el sobre con el dinero y me dedico a ensayar las
palabras que quiero decirle. Nunca consigo recordarlas, y mira que son bien
pocas. Los nervios, supongo. ¿Quién no los tendría? Me levanto: hace tiempo ya
que mi espalda no me permite estar mucho
tiempo sentado. El agua no tarda en calentarse y la ducha cumple su función.
Ahora hasta respiro mejor. Miro el reloj, no sé cuántas veces lo miro por
minuto, pero es que estoy impaciente. Quiero que llegue ya la hora; quiero que
Roberto entre por esa puerta. Debo calmarme de nuevo o la ducha no habrá
servido para nada.
Hemos quedado a las siete
de la tarde y todavía es mediodía. Tengo que entretenerme de alguna manera y
Madrid, en sí, es un buen entretenimiento. Descarto los museos, y mira que los
tengo cerca, y me decanto por las callejuelas que se esconden tras las grandes
calles. Qué silencio en ellas, como si pertenecieran a otra ciudad, ¿o son las
grandes calles las extrañas? El cuerpo humano es de lo más curioso pues siento
hambre. Por increíble que parezca, tengo hambre. Normal, a mi estómago también
lo estoy engañando. Él no sabe nada. De primero tomo un gazpacho y de segundo
un cocido. Ambos me sientan bien. Logran darme ánimo. Las tres de la tarde. Qué
desesperación. Llevo tanto tiempo esperando este momento, lo tengo tan cerca
que me da miedo estropearlo. ¿Cómo se supone que debo actuar con él? Espero que
sea Roberto quien lleva la iniciativa.
El parque del Retiro me
queda cerca y a él acudo para descansar un rato. Se agradecen las flores, la
brisa de la primavera, la vida del parque; cuánta vida. de forma más o menos
inconsciente acabo sentado en el banco preferido de mi esposa. De frente, el
monumento a Alfonso XII. Una paloma empieza a rondarme sospechando que soy uno
de sus viejos cuya única función en la vida es alimentarlas. Sospecha mal. Mis
sentimientos hacia ellas son encontrados: me repugnan como portadoras de
enfermedades, pero las envidio por su libertad. Volar, ¿quién no lo ha soñado
alguna vez?
Me adormento lo que parece
un instante y no lo es. Nunca he podido evitar echar una cabezadita después de
comer y hoy, ni siquiera hoy, he podido hacer una excepción. Son casi las
cinco. Debo regresar al hotel; quisiera darme una ducha más y vestirme como es
debido para recibirle. Antes paso por el monumento al ángel caído. Siempre me
ha sobrecogido, y más ahora con el pecado que estoy a punto de cometer. Ya de
vuelta en mi habitación, estiro y plancho mi mejor traje, bueno, mi único
traje; con él llevé a mi hija al altar, bendita sea, qué guapa estaba. Me ato
la corbata. Qué torpe he sido siempre con el nudo. Irremediable acordarme de mi
esposa: ella sí que los hace divinamente. Qué casualidad, suena mi móvil. Estoy
seguro de que es ella. No me hace faltar mirarlo. Habrá llegado a casa y se habrá
preocupado al no verme. No concuerda con mis costumbre y rutinas de recién
jubilado. Lo siento, mi amor, no voy a responderte; ya te lo explicaré todo
debidamente. Además, Roberto está a punto de llegar, si es que tiene por
costumbre ser puntual.
Llaman a la puerta. Pues sí
que es puntual. Las siete en punto. Me miro en el espejo y me peino por última
vez. Un hormigueo con fuerza de vómito, y que identifico como miedo, me sube por
la garganta. Tocan de nuevo. Respiro profundamente y abro la puerta. Un rostro
tan dulce como amable se presenta.
-Soy Roberto, ¿eres Juan?
Tardo en responderle pues
me he quedado prendado. Cada poro de su piel destila confianza. Ves en seguida
que se trata de un experto.
-Sí, sí, perdona, soy Juan.
-Aquí estoy.
-Sí.
Solo después de un
silencio tan incómodo como innecesario reacciono.
-Pero pasa, por favor,
pasa.
Se sienta. Con él lleva un
pequeño maletín. Me siento en la cama mirándole embobado.
-Juan, tengo que empezar
preguntándote algo.
-Por supuesto.
-¿Te lo has pensado bien?
Bajo la cabeza. Ya
esperaba esa cuestión, pero aún así me aturde. Mi esposa no sale de mis
pensamientos.
-Sí, estoy seguro. ¿Te
importa si lo hacemos en la cama?
-En la cama, en el sillón,
donde te sea más cómodo-me contesta con su voz aterciopelada.
-Me he puesto mi traje,
fue el que llevé a la boda de mi hija-me sonríe-¿puedo hacerlo con el traje?
-Por supuesto-me dice
mientras asiente con la cabeza.
Me siento en la cama sin
quitarme los zapatos y apoyo la espalda en las almohadas. Me duele, pero no me
importa. Roberto se sienta en un lado de la cama. Abre su maletín.
-Espera- le digo, y saco
un sobre de mi bolsillo. De su interior saco dos sobres más-este sobre es para
mi mujer-le digo con los ojos acuosos-¿podrías hacérselo llegar?
-Claro-contesta
comprensivo.
-Este otro sobre es para
el juez y la policía. Os exime de toda responsabilidad a ti y a tu asociación.
Supongo que querrás grabarme también, ¿verdad?
-Me temo que es necesario.
Vuelvo a respirar
hondamente.
-He ensayado las palabras
pero no creo que me salgan.
-No te preocupes. Paramos
y volvemos a empezar.
Qué bien me habla; su
mirada, además contagia tranquilidad. Acerté contactando con él. No me
arrepiento. Coge su móvil y me hace una señal. Me concentro.
-Me llamo Juan Domínguez Escoiquiz.
Sobre este mesa de noche he dejado mi carnet de identidad y mi móvil. Soy un
enfermo terminal. Me quedan dos meses de vida; son dos meses que no quiero
vivir pues no serán más que sufrimiento para mí y para los míos. Decido, libremente
y en pleno uso de mis facultades mentales, quitarme la vida. Es mi deseo morir
con dignidad y por ello he acudido a vuestra asociación. Hoy, a quince de junio
de dos mil doce.
Suspiro aliviado. Es
curioso, al decirlo siento que me he quitado un gran peso de encima. Incluso
respiro mejor.
-¿Qué tal?-le pregunto con
curiosidad.
-Bien, muy bien- ahora sí que abre el maletín- . Veo que
has preparado los dos vasos de agua-le sonrió complacido-. Mira, esta pastilla es
un hipnótico. En quince minutos te dejará dormido. Estos polvos que meto en el
vaso es la sustancia que te quitará la vida. No notarás nada pues lo hará
mientras estés dormido.
Asiento sorprendentemente
tranquilo. No hay más que pensar. La decisión está tomada. Tomo el hipnótico y
me lo trago. Los polvos saben fatal pero aún así sonrío.
-¿Te quedarás hasta el
final?
-Por supuesto.
Me coge la mano; qué
hermoso gesto. Deben quedarme unos trece minutos antes de que me duerma. Le
hablo. Tengo una necesidad imperiosa de hablar. Le digo lo que pienso, que en
este país la gente en mis circunstancias debería tener derecho a morir
dignamente. El gobierno debería dejarse de monsergas y cuestiones éticas y
legislarlo de una vez, así no se nos pasaría por la cabeza arrojarnos de lo
alto de un edificio o a una autopista, cortarnos las venas, asfixiarnos en el
garaje…Eso no es digno, es humillante. ¿No vamos a morir en pocas semanas
mientras no retorcemos de dolor? ¿Por qué no ahorrárnoslo? Dios no puede querer
tanto sufrimiento para nosotros. Me niego a creerlo.
Roberto me escucha, sé que
me escucha. Cada una de mis palabras refuerza sus convicciones. Veo el
agradecimiento en su mirada. Quisiera seguir hablando pero no puedo. Las
palabras se mezclan, las incoherencias aparecen. Mi boca se cierra, mis ojos también.
Este relato quedó incluido en el recopilatorio de cuentos de primavera 2013 del foro "Abretelibro", publicado a través de Amazón por Lucía Bartolomé.
LA BUENA SAMARITANA
Describir
el grado de decepción de María podría ser complicado y, además, nos llevaría
mucho tiempo. Toda la vida había querido ayudar a los demás, probablemente inspirada
por la profesión médica de su padre, o, quizás porque siempre había admirado a
Teresa de Calcuta. Negada para las ciencias y sin vocación eclesiástica, María
se metió en mil organizaciones de ayuda desde su más tierna pubertad. No tenía
tiempo ni para pensar en los chicos que, ni que decir tiene, la veían como a
una atractiva bastante extraña; o sea, que al mismo tiempo que querían
acercarse a ella deseaban alejarse. No le importaba, pues en lo único en que
pensaba era en ser útil al prójimo.
Sin embargo,
de alguna u otra forma, María acababa siempre decepcionada con las organizaciones
a las que se asociaba. Al principio lo relacionaba con la diferencia de edad
que había entre ella y la mayor parte de sus miembros, que, por cierto, no les
resultaba nada extraña y sí muy atractiva, de modo que casi todos acababan
rondándola; quizás fuera también por esto que sus ilusiones se disipaban pasado
un tiempo en la organización. ¿De verdad que no había ninguna ONG en la que
ninguno de sus miembros intentara ligársela y se centrara definitivamente con
ella en el objetivo de la misma?
Pasados
los veinticinco años, y con una licenciatura en filología árabe a cuestas, dio
con lo que pensaba era la organización perfecta, pues nadie la pretendía. Qué a
gusto se sentía colaborando entre tanta sinceridad, entre tanta acción
desinteresada. No había una actividad a la que no acudiese llevando todo su
entusiasmo. De hecho, nunca pensó que su entusiasmo pudiera jugarle tan mala
pasada, pues los presidentes de la organización lo esgrimieron para prescindir
de ella. No se lo podía creer. Según les había entendido, se implicaba tanto en
la colaboración que los demás acababan apartándose, señalándola como una niña
de papá encaprichada, probablemente movida por remordimientos burgueses, con
ayudar al prójimo.
Insultada,
humillada, rebajada…Así se sentía María
al salir de la sede; pero si lo único que deseaba con toda su alma era ayudar,
especialmente en esta última donde se rehabilitaba a toxicómanos. Después de
dos años de colaboración, resultaba que no servía debido a su exceso de
entusiasmo y un carácter ciertamente impetuoso. Tan afectada quedó que terminó
descuidando su trabajo de venta de seguros por teléfono, porque, como es obvio,
como filóloga arábiga no se comía un rosco, hasta que la echaron.
Su
desazón iba en aumento, no tanto por haber perdido el trabajo sino porque se
había extendido su cese de la ONG entre otras organizaciones y, a esas alturas,
se había convencido de que no podría colaborar con ninguna otra, al menos en
esa ciudad. Si ella solo quería ayudar; consideró seriamente la posibilidad de
acudir a un psicólogo, trasladarse a otra provincia, convertirse al budismo…
Aquella
mañana, iba María camino de las oficinas del paro con la cabeza puesta en los
necesitados. Siempre había sido una gran despistada y no era de extrañar que
durante el día tropezara con más de un transeúnte o se equivocara de calle.
Aquella estaba resultando una jornada de máxima distracción, por lo que, tras
chocar con tres viandantes, acabó perdida. Cuando se percató de su
desorientación quiso llorar ya que donde se suponía que debían estar las
oficinas del paro había un banco. Ella no quería una incubadora de crisis,
quería poder arreglar sus papeles en una oficina de empleo. Buscó a quien
preguntar, cayendo sus ojos en un joven que aguardaba al volante de su coche
aparcado en doble fila. Su rostro le pareció fiable y se acercó a él.
- Perdona,
verás, es que me he perdido; increíble porque llevo viviendo en esta ciudad por
lo menos diez años, desde que mi padre cambió de hospital y vine a hacer el
instituto aquí. El caso es que yo estaba convencida de que donde está ese banco
había antes una oficina de empleo, porque me han despedido, ¿sabes?, como a
mucha gente estos días, espero que no sea tu caso. A mí, por despistada; como
lo oyes. Bueno, en parte tenían razón porque yo no hacía otra cosa que pensar
en la ONG donde colaboro, perdón, colaboraba porque de ahí también me han
echado…Oye, ¡Yo a ti te conozco!
El joven
en cuestión, escuchaba sorprendido la verborrea de la desconocida. Nervioso,
apretaba sus manos al volante deseando que aquella loca se marchara de una vez,
pues resultaba de lo más inoportuna; pero cuando oyó que le conocía quedó
paralizado.
- ¿Ah,
sí?- balbuceó-, no creo.
- Que
sí, que sí- insistía María acompañando su histerismo con pequeños brincos-, pero
¿de qué, Señor?, ¿de qué te conozco?
-Yo creo
que no, además estoy esperan…
- Ya sé,
ya sé, ya sé, del instituto, del Miguel Hernández- el joven quedó sin
respiración pues él había estudiado ahí-. Tú eres Raúl. Ay, ¿cómo te
apellidabas? Bueno, es igual. Raúl, ¿no te acuerdas de mí? Soy María, la friki
de las ONGs.
Un
ligero brillo en los ojos del joven acabaron por delatarle.
-¿Ves
como eres Raúl?- continuó María-. No me digas que no te acuerdas, si todos
queríais ligarme. Bueno, ahora que lo pienso, tú nunca lo intentaste.
Raúl
hacía lo posible por mirar al banco, pero el cuerpo de María se lo impedía.
Suspiró vencido.
- Sí,
soy Raúl y me acuerdo de ti- le confesó pensando que así se libraría de ella.
Error. Grande.
- Jo,
qué ojo tengo- dijo con el mismo entusiasmo-, mira que esta ciudad es grande,
¿eh? Y me vengo a perder justo aquí, donde estás tú y encima te pregunto por
una oficina de empleo.
Un
pequeño silencio se interpuso entre los dos. Raúl no estaba dispuesto a decir
ni una palabra más y María no podía consentir que ese silencio continuara
prolongándose.
- Y
dime, ¿qué haces? Yo ya lo ves, camino del paro, que estos días es lo común; espero que no te
encuentres en la misma situación. La verdad es que te perdí la pista en seguida.
¿Terminaste el insti?, ¿qué hiciste? Yo me metí en filología árabe, ¿te lo
puedes creer? Me pareció de lo más romántico, y mira que mis padres me
insistieron para que hiciera otra cosa…Oye, que mejor me meto en el coche, ¿no?
Y hablamos con tranquilidad. ¿Tienes mucha prisa?
- Sí,
sí, muchísima- le respondió velozmente viendo una vía de escape con esa
pregunta.
- Si es
solo un momento, con la de años que no nos vemos.
María
empezó a rodear el coche dirigiéndose al asiento del copiloto.
- No, no,
no- protestó Raúl, pero fue en vano. Dos segundos más tarde, estaba sentada a
su lado. Raúl empezó a sudar, lo notaba en sus manos que continuaban apretando
el volante. Al menos ahora podía ver claramente el banco.
-Oye, que tienes el motor encendido- le indicó
María-, sí que tienes prisa. Bueno, te prometo que será solo un ratito, en lo
que sale tu mujer del banco, porque la estás esperando, ¿no?, o a tu novia. ¿Tú
te has casado? Yo no. He tenido mis novietes, pero la verdad es que no
compartían mis deseos de ayudar a los demás; en resumen, que eran todos unos
egoístas, como en el instituto, que todos andabais detrás de mí, ¿te acuerdas?
Todos menos tú, que no me soportabas.
Aquel
comentario consiguió desconectar a Raúl de sus más inmediatas preocupaciones y,
por primera vez, mostrar interés por el monólogo de su antigua compañera.
- ¿Por
qué dices eso?, me caías bien.
- Pues
chico, ¿qué quieres que te diga? Nunca me dirigías la palabra, era como si te
escondieras de mí.
Los
recuerdos, que para Raúl estaban muertos y enterrados, acabaron resucitando con
las palabras de María.
- Bueno-
empezó diciendo Raúl en voz baja-, es que era muy tímido, pero sí que me caías
bien.
Sus ojos
se encontraron provocando en María una alegre e inusual sensación. Nunca antes
había visto tanta dulzura en una mirada; hasta tuvo la sensación de quedarse
bloqueada, y eso sí que era raro en ella. Raúl creyó estar reviviendo aquellos
años de instituto; años confusos en los que su timidez le llevó a seguir la
corriente constantemente, una corriente equivocada, de eso estaba seguro. María
no tardaría en preguntarle cómo le había ido en la vida y entonces no tendría
otra que mentir, pero se lo notaría, estaba seguro. La voz de su antigua amiga
quedó amortiguada por las imágenes que fluían en su memoria. Vestida siempre
como la más hippie de las hippies, siempre con la matraquilla de ayudar a los
demás, siempre con su discurso incansable. Nunca se atrevió a decirle que
estaba de acuerdo con ella, nunca dio los pasos suficientes como para acercarse
a ella y pedirle una cita, como hacían los demás. Sí hizo caso, sin embargo, a
todos los capullos que le llevaron a repetir ese curso y a no a terminar nunca sus
estudios. Tampoco a ellos había sido capaz de negarles un porro o una raya.
- ¿Y
dime, cómo te ha tratado la vida?
Allí
estaba la pregunta maldita. ¿Por qué tendría que haberse tropezado con ella?,
¿por qué no se iba de una jodida vez?
- Pssa,
ya sabes, un poco como a todos; unos trabajillos por aquí, otros por allá,
siempre en la construcción.
Raúl
temió haber respondido con un tono demasiado lastimoso, pues lástima era lo
último que quería despertar en ella. Los nervios, que aparentemente, habían
desaparecido, afloraron de nuevo para hacerle estrangular el volante. María,
probablemente por primera vez en su vida, permaneció en silencio. Había quedado
prendada por la candidez de aquellos ojos que ocultaban torpemente una vida
llena de tropiezos.
- ¿Sabes
lo que vamos a hacer?- le preguntó entusiasmada- Vamos a tomar un café.
- ¿Qué?-
protestó, más que preguntó.
- Sí, un
café, ya sabes. Vamos los tres.
La idea
le tentó, pero estaba allí en ese coche arrancado por algo y debía renunciar a
ello si quería aceptar esa propuesta.
- ¿Tres?,
¿qué tres?
- Estás
esperando a tu novia, ¿no? En el banco.
Raúl
miró unas tres veces a la puerta del banco. Respiró hondo.
- ¿Te
encuentras bien?
- Sí,
sí. No estoy esperando a nadie- soltó a toda velocidad- esperaba a un amigo
para pedir un préstamo pero ya con la hora que es no creo que venga.
-Bueno,
pues mejor que mejor. Vamos a por ese café, o un té; no sé qué te apetece más.
Es un poco temprano para una cerveza, ¿no? Aunque a lo mejor para ti no. Uy,
qué torpe, no vayas a interpretar que por tu aspecto te he imaginado bebiendo
cervezas en el desayuno. A ver, que tu aspecto no tiene nada de malo, ¿no te
acuerdas de cómo iba vestida yo en el insti? De risa, pero mira, nunca me he
arrepentido de ello. Estoy muy orgullosa de no haber caído en las modas, aunque
vestir de hippie supongo que también sea una moda, no sé, ¿tú cómo lo ves?
Raúl
había empezado a mover el coche. La voz de María le sonaba como una de esas
canciones maravillosas que, de pronto y, sin avisar, nos sorprenden en la
radio. Ya solo porque no te la esperabas te suenan mejor. Así estaba él,
disfrutando de aquella melodía que había irrumpido en su vida sin previo aviso.
Habían
girado ya la esquina de la larga calle cuando se activó la alarma del banco.
Con una sincronización casi perfecta con aquel ruido estridente, dos hombres
encapuchados salieron de la sucursal pistola en mano y cargando unas maletas
deportivas considerablemente abultadas. Quedaron paralizados pues algo en su
atraco perfecto no estaba funcionando.
-¿Y
Raúl?, ¿dónde está ese capullo?
Miraban
desesperados a ambos lados de la calle.
-Pero si
estaba aparcado aquí mismo.
-Hijo de
puta. Nos ha vendido.
-¿Qué
hacemos?
-Correr,
coño, correr.
DESDE OTRO PUNTO
DE VISTA
“Me arrastran a
la muerte. ¿Por qué? ¿En nombre de qué? ¿De qué ha servido la educación
occidental que quisieron darme? Este vapor de cáñamo es insoportable; me
asfixia, me embriaga. Debo resistir; no puedo sucumbir a sus encantos. Quiero
mantenerme consciente todo el tiempo posible. No lo entiendo: nadie me auxilia.
Todos gritan el nombre de mi difunto marido y el mío. Luego, un grito más
fuerte, desgarrador, en honor a Kali. Me queman viva, ese es mi premio por
haber vivido bajo los designios de una sociedad ignorante, salvaje. Mis padres
concertaron mi matrimonio con un viejo decrépito al que solo restaban unos
suspiros de vida y ahora me imponen seguirle en la muerte. No pueden quitarme
la vida con la clemencia de un veneno; han de quemarme junto a los restos del
fallecido. Nada sentí por él y dudo que jamás lo hubiera sentido, aunque los
dioses le hubieran obsequiado con cien años más de vida. ¿Es ese suficiente
pecado como para no dejarme vivir? ¿No eres dueña en esta tierra de tu propia
vida? No, si eres mujer. ¿Entonces por qué mi formación inglesa? ¿Qué se
pretendía con mi educación si mi destino era morir en medio del fanatismo más
extremo? “
“Atravesamos la
jungla. El calor y el vapor del cáñamo hacen sus efectos. No puedo razonar con
claridad. De pequeña nos asustaban con la pagoda de Kali y heme aquí, frente a
ella. Es más imponente de lo que jamás pude recrear en mis pesadillas. Huele a
muerte y, sin embargo, también es nuestra diosa del amor. No puedo concebir una
contradicción más grande, más terrorífica. No cesan en sus cantos, ni siquiera
ahora, que hemos llegado a nuestro destino. Cae la noche. No me alimentan.
Caigo en un sopor que me conduce a un sueño que no deseo”
“Amanece. La
turba está más excitada que nunca. Me suben a la pila de madera. Mi marido yace
junto a mí. Él no sufrirá los embates de las llamas, yo sí. Mi único deseo en
esta hora fatal es morir ahogada por el humo antes de que el fuego lacere mi
piel. Más gritos, más invocaciones. La locura se apodera de ellos. Son una masa
irracional que disfruta con mi martirio. Sube el humo, empiezo a asfixiarme. La
cabeza se me nubla. Apenas puedo distinguir algo que, por asombroso, es
imposible que suceda y, no obstante, está ocurriendo. Mi marido se ha levantado
ante el estupor de la masa, que se arrodilla temerosa de la ira de kali. Yo ya
no tengo fuerzas para temer nada. Mi difunto esposo se acerca y me desata. Solo
cuando me coge en brazos percibo que no sé quién es. Únicamente distingo su
juventud. No habla. No hay tiempo para conversar. Desconozco el origen de su
fuerza y habilidad pero desciende la pila conmigo a cuestas y atraviesa la
marabunta ignorante. Me desmayo, pero recobro la consciencia solo lo suficiente
para ver que me suben a un elefante. Es ahí donde vuelvo a desfallecer”
“Desconozco
cuánto tiempo he estado sin sentido. Al despertar veo el rostro amable aunque
serio de un caballero que se presenta como Phileas Fogg. Me dice que su criado me ha salvado, que no
corro peligro. Huimos sin demora pues están dando la vuelta al mundo. Quisiera
agradecérselo pero todo es tan confuso para mí…”
Por Carlos Roncero, a Julio Verne
con cariño
LOS DOS LADRONES
Eran tiempos de posguerra y no solo de silencio se llenaban las calles
sino, sobre todo, de miseria. Por una de esas calles ya olvidadas por la frágil
memoria que siempre nos atenaza, vagaban dos muertos de hambre buscando algo
que echarse a la boca. Por mucho que buscaban, poco o nada hallaban y sus
estómagos se quejaban recordándoles lo que debían de estar sufriendo sus
respectivas proles. ¿Quién les había mandado tener tantos descendientes en una
época como esa? Ellos tenían demasiada hambre para responder, de modo que por
ellos contestaba la naturaleza con su sentido común y su instinto de
supervivencia.
Luego de que hubieran revuelto hasta el último cubo de basuras, el más alto
de los dos decidió protestar.
-No puedo dar un paso más- dijo con la voz quebrada y el tono rebelde.
Miraba las luces de las casas y no podía menos que envidiar a sus moradores,
calentitos y saciados frente a la estufa.
-Yo ya veo visiones-corroboró el más bajo con energía- comida, no veo más
que comida.
Ambos permanecieron mirando el último cubo de basura examinado. Parecían
estarse viendo reflejados en su sucio metal. El más bajo de los dos suspiró.
-Esto no puede seguir así. Es más de lo que podemos soportar; ya ni basura
encontramos en la calle.
-¿Y qué propones que hagamos?
Los ojos del más bajo deambularon por las ventanas más cercanas hasta que
se elevaron hasta la casa de la colina. Sus pupilas brillaron de ambición.
-Propongo que busquemos comida en esa casa- dijo señalando a lo alto del
pueblo.
A su compañero se le atragantó la garganta, sintiendo al mismo tiempo un
leve desvanecimiento. Había oído tantas cosas horribles de ese lugar. Otros
ladrones como ellos lo habían intentado y jamás habían regresado.
-¿Estás loco?, ¿a la mansión?
-¿Qué tiene de malo?- refunfuñó reprochándole con la mirada su cobardía-, ya
hemos entrado en otras casas.
-Sí, pero esa es muy peligrosa; ya sabes cómo se las gasta el guardián.
-Me la pela el guardián. Además no son más que fantasías, bulos que sueltan
para que nos los traguemos y ni siquiera intentemos entrar.
El más alto miraba a la casa aún más atemorizado.
-Pues yo me los he tragado; ahí no voy- sentenció.
-Estúpido- gritó su amigo-. ¿No te estás cayendo del hambre?, y los tuyos,
¿no se mueren de hambre también?
-Sí, pero…
-Pero Nada- volvió a gritar-. En esa casa se acumula la comida; nadan en la
abundancia; dicen que incluso desayunan con mermelada- y se quedó con su
imaginación fija en la confitura soñada.
-Bueno, eso no son más que fantasías, bulos que sueltan para que nos los
trague…
-Calla ya con eso, imbécil- le interrumpió-. No me tomes el pelo. Además,
aquí mando yo y digo que iremos.
-No, no. ¿Y el guardián? Cuentan cosas terroríficas de él; los últimos que
lo intentaron aparecieron degollados- dijo con todo el dramatismo que pudo
intentando convencer así a su amigo.
-¡Que no hay guardián, leches!- gritó dándole una colleja. Lo cierto es que
él no estaba muy seguro de que realmente existiera un guardián en la mansión y
de que fuera tan brutal como lo pintaban; solo sabía que tenía hambre, mucha
hambre y no estaba dispuesto a regresar a su morada sin nada que llevarse a la
boca-, así que andando.
Por mucho que su amigo le insistió, nada pudo hacerle entrar en razón; de
hecho, caminaba decidido, casi con frenesí hacia lo alto de la colina mientras
su compañero le seguía rezagado.
-Mira- señaló feliz-, solo hay luces en el piso superior.
-Sí, pero habla más bajo, ¿quieres?
-Calla, cagón; ahora es solo cuestión de que andemos con sigilo,
¿entiendes?
-Claro- contestó sin apartar la vista de la imponente casa. A cada paso que
daban sentía el más alto de los ladrones que la puerta de la mansión se
convertía en unas enormes fauces dispuestas a engullirlos. Admiraba la entereza
de su amigo y quizás, solo quizás, por eso le seguía en sus hurtos. Aún así,
cualquier leve sonido que escuchara o pequeña sombra que se moviera en la
oscuridad le dejaba petrificado.
-Perfecto- anunció el más bajo al llegar a la ventana-, el calor de la
noche nos favorece: la ventana está abierta.
-Ya lo veo- confirmó su compañero sin mucho convencimiento.
-Cálmate de una vez, ¿quieres? ¿No ves que no hay ningún guardián? Estos de
aquí no se enteran de nada. Entramos, saqueamos su despensa, que seguro que les
debe de sobrar de todo, y nos largamos a casa.
La noche, en efecto, era calurosa, de las más calurosas de ese verano del
cuarenta y seis. Trepar hasta la ventana e introducirse en el majestuoso salón
resultó mucho más fácil de lo que esperaban. Si el miedo no había conseguido
callar al más bajo de los ladrones, si lo había conseguido el lujo de aquella
casa. Ambos se miraban entre admirados y ofendidos por tanta riqueza,
convencidos de que su acto vandálico, en aquel casa, estaba más que
justificado. Unos con tanto y otros con tan poco, pensaban.
Al salir del salón, el más bajo pudo reponerse de su impresión.
-¿Ves, imbécil?- le espetó en susurros-, ni rastro de tu guardián. Ya has
visto lo forrada que está esta gente, ¿no?, pues venga, busquemos la despensa.
-No sé, no sé- decía desviando sus ojos a todos lodos-, esto no me huele
bien.
-Ah, calla ya con tu pesimismo. Nos morimos de hambre y mira cómo viven
aquí. No tengo ningún escrúpulo en robarles, y tú tampoco deberías tenerlos.
-Y no los tengo; lo que tengo es miedo.
Su sentido de la orientación les decía que su objetivo no debía de estar
muy lejos. En su lento y sigiloso avance no bajaban nunca la guardia,
observando siempre desde la esquinas antes de entrar en las habitaciones.
-Esto debe de ser el dormitorio de la criada- dijo el más valiente de los
dos-. Menudo susto si nos ve, ¿eh?- añadió con sorna-. Hoy es nuestro día de
suerte; se ve que no está.
-Le habrán dado el día el libre.
-Bueno, pero me hubiera gustado verla gritar y correr al vernos, como la
del otro día en la casa de la Iglesia.
-Sí- dijo él sonriendo por primera vez-, eso estuvo bien.
-Venga, sigamos.
De pronto, en medio de sus sonrisas, un espectáculo inconcebible para ellos
se les presentó dejándoles inmóviles: nunca antes habían visto una cocina como
aquella. Solo de verla se quitaba el hambre. Montones de frutas rebosaban de
hermosas cestas de mimbre; paneras repletas pues de eso, de pan; dulces de
merengue fresco, yemas de Santa Teresa, queso, mucho queso.
-Fíjate-dijo el más bajo incrédulo-, se han dejado el queso sobre la mesa.
Te lo dije, que les sobra la comida.
-Sí-dijo el más alto relamiéndose y empezando a desterrar su miedo.
Su suerte era aún mayor: se habían dejado la puerta de la despensa abierta.
-¿Ves lo que estoy viendo?- preguntó el más bajo empezando a salivar.
-Es un sueño, estoy soñando- le contestó hipnotizado.
-Pues tenemos el mismo sueño.
No sabían por dónde empezar, aunque su instinto les llevó directamente al
queso. Roían y roían olvidando su hambre, su prole, sus miedos, sus
precauciones. Se habían introducido tanto en el enorme queso que no advirtieron
la presencia del guardián de la casa quien, ante tan sugestiva visión empezó a
relamerse el bigote y a sacar sus afiladas uñas. Con el absoluto sigilo que
caracteriza a los mininos, se colocó en posición de ataque, calibró bien la
distancia dándole a su trasero un movimiento pendular y, de un salto certero,
se abalanzó sobre los dos ratones.
QUÉ DECEPCIÓN DE HIJO
“Árbitro, hijo de puta, que no te enteras. Estás más
ciego que un murciélago. ¿Pero no ves que ha sido penalti? Ey, árbitro, ¿por
qué no lo dejas ya? ¿Cuánto te pagan, eh? Vendido, que no eres más que un
vendido. Eh, entrenador, entrenador, mi hijo tiene que jugar por la banda
derecha, ¿qué coño hace en la banda izquierda? ¿Vas a conocer tú mejor a mi
hijo que yo?, pero si fui yo quien le enseñó todo lo que sabe. Eh, entrenador,
¡Entrenadooor! que pongas a Benito por la derecha. ¿Pero qué coño haces,
cabrón?, ¿Cómo que lo cambias? Pero si no llevamos ni medio partido. Eh, no me
mires así, que te doy una hostia que te dejo de lado”.
Benito adoraba el
silencio, especialmente si viajaba con su padre en el coche. Lamentablemente
para él, su padre era más partidario de la estridencia.
-Vaya mierda de partido
que habéis jugado; y encima ese gilipollas que tienes de entrenador te manda al
vestuario a mitad de juego. Dile de mi parte a ese soplagaitas que tú juegas
por la derecha, que así te enseñé yo.
Benito adoraba el rostro
dulce de su madre, sobre todo cuando cenaban. Le encantaba verla soplar con
suavidad la sopa hirviendo en la cuchara. Incluso la imitaban.
-De verdad, querida, que
no sé a dónde vamos a llegar con este entrenador. No sabe de fútbol, no sabe
nada; y encima éste no ha hecho nada hoy.
-Cariño, tiene solo diez
años; no deberías tomártelo tan a pecho.
-Tonterías, los grandes
campeones se forjan así.
Benito suspiró; solía
hacerlo cuando veía gritar a su padre como un energúmeno en la grada, pero esta
vez suspiró tan fuerte que hasta su padre se dio por aludido.
-¿Y a ti qué te pasa?
Benito miró fijamente a su progenitor.
-No quiero jugar más al fútbol.
Su padre quedó como una
radio mal sintonizada. Buscaba y buscaba la señal correcta en el dial de su
cerebro.
-¿Cómo ha dicho?
-Cariño, ya lo has oído,
no quiere jugar más al fútbol.
-¿Y eso a cuenta de
qué?-preguntó ofendido.
-Quiero jugar al
baloncesto.
-¿Así, por las buenas? ¿Pero te das cuenta al
niño caprichoso que hemos criado?
-Déjalo-continuó su
madre-si es lo que quiere. Por lo menos seguirá haciendo deporte.
“Árbitros, hijos de puta,
¿no habéis visto que era personal en ataque? Enanos, que sois unos enanos. ¿Y
ahora qué?, ¿técnica, si os parece? Que no, hombre, que no os enteráis. Eh,
entrenador, entrenador, ¿es qué estás ciego, coño? ¿No ves que mi hijo juega
mucho mejor de escolta? ¿Pero dónde coño sacaste el título de entrenador?”
Benito adoraba el silencio
que reinaba en el vestuario del pabellón cuando ya todos se habían ido. Incluso
en ese silencio, esperaba un poco más por si algún rezagado de la grada no se
había marchado todavía. Solo entonces salía.
-Joder, hijo, sí que
tardas ahí dentro, ¿no ves que está noche echan futbol en la tele? Que pareces
tonto.
Benito sentía pasión por
ver leer a su madre. Siempre se preguntaba cómo era capaz de mantener la
concentración en la lectura con el ruido de la televisión. Benito suspiró, pero
esta vez su padre no le escuchó. No le importó.
-Quiero dejar el
baloncesto.
Hubo de repetirlo aún más
alto. Su padre, confuso, le quitó le cerró la boca al televisor y le pidió a su
hijo que repitiera lo que acababa de decir.
-He dicho que quiero dejar
el baloncesto.
-Pero esto es increíble,
¿tú le has oído?-dijo mirando al libro que tapaba el rostro de su esposa.
-Déjalo, si solo tiene
doce años.
-¿Cómo que lo deje?, ¿cómo
que lo deje?-el padre de Benito pensaba que si repetía las cosas dos veces
llevaba más razón que los demás-¿No ves que es un caprichoso? Primero el
fútbol, después el baloncesto y ¿ahora qué quiere el niño?
-Quiero jugar al tenis.
¡Al tenis!-gritó-ja, no
durarás un asalto.
-Cariño-intervino la madre
bajando el libro-no le digas eso-y miró a su retoño-seguro que lo harás muy
bien, el tenis es un gran deporte.
“Pero Benito, parece
mentira que seas hijo mío, ¿cómo demonios le metes ese bola? Bola larga, bola
larga, ¿pero es que estás ciego? No, ahora sube a la red, sube, corre, sube,
pero ¿es que te pesa el culo, por dios? ¿qué quieres?, ¿que baje yo ahí y
juegue por ti? Eh, arbitro, ¿pero es que todos sois igual de ciegos? ¿no vista
que la bola fue dentro? Hijo de puta, así te caigas de esa silla y te rompas la
crisma”
Benito adoraba el silencio
de la pista de Tenis. Podía chasquear los dedos y oír el eco. Le encantaba
chasquearlos; de hecho, permanecía ahí sentado, frente a la red, chasqueando
los dedos hasta que estaba seguro de que no quedaba nadie en los alrededores de
la pista.
-Joder, hijo, sí que
tardas, que tu padre es un hombre ocupado. ¿no sé qué coño haces ahí dentro
tanto rato?
-Practico el saque.
-Ah, haces muy bien, sí
señor, haces muy bien, porque, como te he dicho siempre, el saque es tu punto
débil, ¿o no te lo he dicho?, claro que te lo he dicho.
Benito suspiró tan
intensamente que su padre no tuvo otro remedio que frenar en seco.
-¿Ahora qué pasa? ¿Me vas
a decir que ya no quieres jugar más al tenis?
-Sí.
-No me lo puedo creer,
sencillamente no me lo puedo creer. ¿Qué pasa?, ¿que cambias cada dos años?,
porque ahora tienes catorce.
-No quiero jugar más al
tenis.
-A ver ¿a qué quieres
jugar ahora?
-Quiero hacer ciclismo.
-Dios, ¿pero tú sabes lo
que vale una bicicleta de esas?
“Muy bien, hijo, muy bien,
pero pedalea más fuerte, que esos cabrones no te alcancen. Eh, gilipollas,
quítate de en medio, no ves que te atropello. ¿y ahora qué quieren esos
policías? Tú no les hagas caso, hijo, que ya casi la carrera es tuya. Ese niño,
que se quito, que me lo cargo; uff, que poco faltó. Más rápido, hijo, que
pareces una tortuga. Joder, con la dichosa policía. ¿Cómo que no me puedo meter
en la carrera? ¿cómo que no me puedo meter en la carrera? ¿No ve que estoy
animando a mi hijo? ¡Que estoy animando a mi hijo, que va primero!”
Benito se miraba en el
espejo. Desde que los rayos del sol le habían dejado las marcas de la camisa
del equipo en los brazos, se miraba complacido. El resultaba gracioso pues le
recordaba a una bandera. Ese día no sonrió frente al espejo, suspiró. No estaba
seguro de si vería a su padre al salir del club de ciclismo o todavía estaría
en la comisaría. Al ver a su madre, supuso que los dos tendrían que ir a
sacarlo de ahí.
-Qué cansado debes de
estar de tu padre, ¿verdad? No seas duro con él; en realidad, está muy
orgulloso de ti. Es solo que no se ve desde fuera.
-Yo sí que lo veo desde
fuera.
Su madre sonrió.
-Me imagino.
En cuanto los tres
estuvieron en casa, Benito suspiró y con su suspiro pareció que el cielo se desplomaba
sobre su cabeza. A su padre no le costó entenderle.
-A ver, ¿qué deporte
quieres hacer ahora?
“Vamos hijo, nada fuerte,
nada como yo te he enseñado, vamos, que los demás no valen nada. Así es, un
brazo, el otro, un brazo, el otro; mira a tu padre, un brazo, el otro, un
brazo, el otro”
La vergüenza se disimulaba
mucho mejor nadando, de eso no le cabía duda; pero ahí estaba su padre,
incombustible, insensible a la más mínima norma de la dignidad, no suya, sino
de su hijo. Benito no soportaba nadar crol, y resulta que ese estilo se había
convertido en su especialidad en los dos años que habían pasado desde que se
iniciara en la natación. Cada domingo, su padre le llevaba a la competición,
como llevaba haciendo toda la vida. La piscina no resultó ser una excepción.
Cada vez que sacaba su perfil izquierdo para tomar aire, veía a su padre
avanzando con él por el borde de la piscina. Al menos lo oía entrecortado.
Luego, cuando veía que daba la vuelta y sacaba el otro perfil, su padre corría
hasta llegar al otro lado para que viera bien su variado repertorio de
animación. Benito deseaba tener branquias, no sacar nunca la cabeza del agua, y
fue entonces cuando se le ocurrió. ¿Cómo no lo había pensado antes? Había
tenido la respuesta ahí, en la piscina durante todo esos meses.
Tocaba suspirar. Su padre,
aparentemente acostumbrado ya a los cambios de orientación deportiva de su
hijo, quedó más sorprendido de lo esperado.
-¿Cómo?, ¿que quieres
cambiar otra vez? Pero si están a punto de convocarte para los campeonatos de
España, que son en Barcelona; hijo, que iríamos a Barcelona.
-Pero amor, déjalo que
elija lo que quiera hacer-intervino su esposa en defensa de su hijo.
-¿Ves?, todo es culpa
tuya, por animarle-dijo con aspavientos-Bueno no, la culpa es mía por hacerte
siempre caso. Mujer, que el niño tiene dieciséis años, que no puede seguir con
los caprichos.
-Te olvidas de que ya no
es un niño.
Ahora le tocaba suspirar
al padre de Benito, aunque en realidad fuera más un resoplido de resignación.
-¿Y qué quieres hacer
ahora?
El padre de Benito miraba,
como lo haría una estatua, el lugar donde había visto por última vez a su hijo.
¿Qué clase de deporte era ese? No podía verle, gritarle, animarle, defenderle
de los árbitros injustos y los entrenadores incompetentes. ¿Qué sentido tenía
incluso llevarle en el coche hasta el lugar de competición? Frustrado, gastaba
una cajetilla entera de cigarrillos
mientras su hijo practicaba su deporte favorito y, entre calada y calada, algo
le decía que su vástago no iba a cambiar de afición en mucho tiempo; se le
notaba en el rostro, mucho más distendido, alegre.
Así, precisamente se
encontraba Benito en las profundidades marinas: distendido y alegre; feliz,
podríamos decir. Pesca deportiva submarina, ese era el deporte que había
elegido. Qué silencio, qué paz, qué grado de concentración; ninguna sensación
de vergüenza. Por mucho que mirara a su alrededor, solo estaban él y su
objetivo.
-¿Qué tal ha ido?-le
preguntó el padre al ver aparecer a su hijo justo en el punto donde se había
sumergido.
-Ya ves, poca cosa, un par
de pulpos, pero ya sabes, lo importante es participar-y le sonrió para ir
camino del coche.
-Dime, hijo-comenzó a
decir mientras regresaban a casa. Su rostro era el de la súplica-Llevas cuatro
años ya con este deporte de la pesca submarina. Nunca habías aguantado tanto
con la misma actividad. ¿A ti no te gustaría cambiar?
Benito se le quedó mirando
hasta mostrarle una gran sonrisa.
-No, papá, por nada en
este mundo querría cambiar de deporte.
Hola. Acabo de leer alguno de tus textos en un foro, y como en tu firma estaba el blog... pues por aquí me paso. Me ha gustado mucho como escribes. Y el texto de Benito y su padre, creo que es de lo más gracioso. Te seguiré leyendo. Gracias.
ResponderEliminar