MIS CUENTOS



CONFESIONES DE UN CIRUJANO 

“¿Pero de qué os reís siempre vosotros dos?”, nos preguntaba mi padre a mi madre y a mí cuando reíamos después de compartir una mirada cómplice.

Mi padre era un amargado que pensaba que tenía una misión en el mundo: amargar a los demás, empezando por su familia, por supuesto. A pesar de ello, se esforzaba por tener más defectos, destacando entre todos el de su racismo visceral. Todo aquel que no fuera de su color era susceptible de ser acribillado por su odio, teniendo una especial inquina hacia los marroquíes, que él, claro está, llamaba moros. Vivíamos una invasión y nadie hacía nada al respecto, ese era el habitual preámbulo con el que arrancaba todas las mañanas. Insufrible, en especial para mi madre. Tal era la obsesión de mi padre contra los marroquíes que ni siquiera acudía a su médico de cabecera, no fuera a ser un “moro de mierda que había venido a quitarnos los puestos de trabajo”, consultándome a mí sus dolencias, a pesar de que yo hacía ya tiempo que me dedicaba en exclusiva a la cirugía. De hecho, fui yo mismo quien le hizo el trasplante de corazón y os aseguro que estuve muy tentado de cometer un pequeño error irreversible. Maldito código deontológico. Recuerdo cuando despertó. ¿Os hacéis una idea de qué fue lo primero que quiso saber? Pues sí, ni siquiera preguntó sobre la operación; él lo que quiso saber era la raza del donante. Esa información es absolutamente confidencial; ni siquiera yo tengo acceso a ella, pero para mí caer en la tentación fue inevitable. Estoy seguro de que vosotros hubierais hecho lo mismo. Quería saber a toda costa si la vida le había gastado una broma a mi padre. Y sí, se la gastó, pero nunca se lo dije. Eso fue algo que solo compartí con mi madre, y ahora con vosotros.


VERLA VESTIDA

Su enamoramiento era tan profundo que solo deseaba verla vestida.
Verla vestida implicaba hablar con ella, pasear por el parque, cenar en el más pequeño de los restaurantes italianos, ir al cine o a un museo; en definitiva, conocerla. Por eso, en cuanto terminó el cuadro, y antes de que cualquier otro alumno de la facultad se le adelantara, se inventó cualquier escusa para acercarse a ella y saludarla. 


EL TÍO GUALDO

El tío gualdo era la bomba. No son mis palabras, sino las de mi hija. El tío gualdo era un crack, añade mi hijo. Un santo, quiere intervenir mi mujer. El tío gualdo era eso y mucho más. A pesar de todos nuestros problemas, a pesar de la desgracia que cayó sobre nosotros, siempre consiguió hacernos sonreír. Personas como él son necesarias en este mundo, y, sin embargo, no abundan, no al menos que a mí me lo parezca. Ojalá hubiéramos conocido al tío gualdo cuando estaba vivo, aunque él dice que entonces hubiéramos sufrido al mayor bribón de la comarca, malhumorado y salvaje. La oveja descarriada de la familia, hacía ya doscientos años. ¿Quién sabe por qué le caímos en gracia? ¿Qué extraño mecanismo se encendió en su corazón para querernos de ese modo? Por supuesto, habitaba nuestra casa desde mucho antes que nosotros y ahí sigue, años después de nuestra marcha forzosa. También a nuestro desahucio acudieron las cámaras, pero el banco fue igual de inclemente. Antes de que entrara la policía, los cuatro echamos una última mirada a la casa. Ahí estaba el tío gualdo, sonriéndonos con orgullo. Vimos en su mirada que se mantendría fiel a su promesa: nadie habitaría su morada salvo nosotros. Y así sigue la casa, deshabitada después de tres compradores que no le pudieron soportar; ahí sigue él, mirando por la ventana, aguardando a que mis hijos pasen delante de la casa a la salida del colegio y puedan saludarse; ahí sigue, esperando a que podamos recuperarnos de la crisis y compremos de nuevo la casa.


MINICRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA


Él no sabe que yo lo sé. Está frente a mí, saluda al público, que le adora. Su sonrisa de perlas les cautiva. Me mira y cree estar viendo la seguridad que siempre le ofrezco. No sabe que yo lo sé. Se concentra. El público, nuestro público, entiende que debe guardar silencio. Se sienta en su trapecio y vuelve a mirarme. Se balancea. Yo me balanceo en mi trapecio. Es nuestro número más arriesgado. Dará un triple mortal esperando que mis robustas manos le atrapen, como hasta ahora. No hay red.


EL CANDIDATO PERFECTO

Roberto abre los ojos a una nueva mañana; de inmediato, su instinto le avisa sobre cierto ruido que no ha cumplido su misión, o quizás sí y haya sido él y su resaca quienes hayan fallado. Coge el móvil de la mesilla de la noche y cerciora el dato que intuía. Cierra los ojos por un instante, el tiempo justo para lamentarlo y reponerse. Se incorpora apoyando la espalda en el cabecero de la cama. Su dedo índice recorre con calma el listín de su móvil. Encuentra el número deseado y lo marca. Carraspea sin dramatismo. Espera el tono volcando su mirada hacia el techo. A ver cuándo se acuerda de pintarlo. Descuelgan. 
                -Comunicaciones internacionales, buenos días, le atiende María.
                -Buenos días, María, soy Roberto Lozano, hoy he sido citado para una entrevista de trabajo con Jorge Vallejo.
                -Ah, sí, a las diez y media.
                -Verás, María, he tenido un pequeño accidente casero, y es que estoy atrapado.
                Su voz suena sin atisbo de dudas, segura, con la entonación adecuada, sin sobreactuar.
                -¿Atrapado?
                -Sí, la puerta del garaje no abre, está atascada o algo así- dice mientras golpea la mesilla de noche imaginando la puerta de un garaje que no tiene-. No puedo salir con el coche. He pedido un taxi, pero les llamaba para avisar que llegaré algo tarde y pedirles disculpas.
                -No se preocupe, Roberto- dice María animada por la iniciativa del candidato- Se lo comunicaré a don Jorge. ¿A las once y media le parece bien?
                -Oh, sí, muy bien y perdona de nuevo.
                -No se preocupe. Hasta ahora.
                -Adiós, gracias.
                Roberto comprueba que desde el otro lado han colgado y devuelve el móvil a la mesilla de noche. Se rasca la cabeza y se levanta con pausa. Se estira y camina hacia el servicio. La ducha caliente le repone las neuronas caídas en combate la noche anterior. Saborea el desayuno, como lo hace siempre. Se viste con su mejor traje y sale de casa. Hace un buen día para pasear, y caminando se dirige a su entrevista de trabajo. Tiene tiempo.


                                                           
                                                       CITA A CIEGAS

Juan llegó al bar convenido. Era su primera cita a ciegas. Como era de esperar, los nervios se habían apoderado de él, pero trató de calmarlos con una cerveza. Movió los dedos como si fuera a interpretar un concierto de piano y tecleó en su móvil.
-¿Ya has llegado?
-Sí
Y continuaron tecleándose durante dos horas, tiempo suficiente para gustarse y citarse otro día en algún lugar con wifi.


EL AMOR MÁS GRANDE

Cuando Susana cumplió diez años tuvo, por primera vez en su vida, plena conciencia de lo que significaba divorciarse. Los padres de su mejor amiga se habían divorciado y Susana no supo cómo consolarla. Desde entonces, su mayor temor fue que a sus padres les sucediera lo mismo. El hecho de que con el transcurso de los siguientes años más de la mitad de sus compañeros de clase tuviera a sus padres separados no hizo más que elevar su temor a la categoría de terror. Cuando regresaba del colegio y, más tarde, del instituto siempre le asaltaba la sospecha de que sus padres le fueran a comunicar la gran tragedia. Sin embargo, a pesar de las ausencias intermitentes de ambos por sus respectivos trabajos, nunca sucedió. Ahí estuvieron siempre los dos, apoyándola en todo, compartiendo sus mejores momentos, llorando ante su discurso de graduación universitaria. Siempre juntos, felices con su boda, dichosos con su primer nieto.
Fue entonces, al cumplir Susana los treinta y cinco años, cuando recibió la noticia.
-¿Cómo has dicho?- preguntó su marido cuando Susana se lo contó-, ¿que tus padres se divorcian?
-No- respondió ella entre lágrimas- He dicho que están divorciados.
-Bueno, es lo mismo- comentó temiendo haber sido demasiado brusco.
-No, no lo es.
-Ya, que no te hubieran dicho nada antes. Los míos sí me comentaron su divorcio antes, aunque no sé para qué si ya habían tomado la decisión. Lo siento mucho, amor, ¿cómo estás?
-Feliz, muy feliz- dijo ella juntando las manos y con los ojos bañados de lágrimas.
-¿Cómo dices?- preguntó confuso- ¿feliz?
-Sí, no puedo ser más feliz. He sido una auténtica privilegiada por tener los padres que tengo.
-¿Te refieres a que no se divorciaron hasta ahora? Tienes razón, yo lo pasé fatal, en plena adolescencia.
Susana le miró con toda la emoción que pudo reunir en su rostro.
-No, me refiero a que llevan divorciados desde que cumplí doce años.




                                              MENSAJE EN LA BOTELLA

Arturo se encontró la botella en uno de sus muchos momentos frente al mar. Jubilado hacía años, viudo y con dos hijos a los que veía de San Juan a Corpus, muchos eran los días en los que su mejor ocupación consistía en pasear. “Ojalá sea de esas en las que hay un mensaje”. Y lo había. Con gran ilusión, y algo de torpeza, consiguió acceder al papel sin romper la botella. El papel, viejo y gastado, estaba escrito con letra muy simple, como la de un niño, grande y circular. La emoción con la que encaró el escrito se esfumó en cuanto empezó a leerla. Sintió que se le venía el alma abajo y comenzó a llorar cada vez con más intensidad. Era como si sus lágrimas hubieran estado esperando toda su vida para salir en ese momento, tal era la fuerza y duración de su llanto. Tras varios minutos en ese estado, cogió valor para volver a leer el mensaje en la botella. “Por favor, que alguien ayude a mi mamá, y a mí y a mi hermana. Papá es malo” y bajo esa escueta frase añadía la dirección en la que Arturo había vivido desde que se casara. 




                                                        INVISIBLE


Joaquín llegó al lugar donde había concertado su cita a ciegas, un bar de esos redecorados con recuerdos modernistas y lámparas de pétalos de rosas. El lugar ideal, pensó; buen ambiente, buena música. Lo había elegido ella. Miranda nunca planeaba una cita con un desconocido al que hubiera visto el rostro en internet, del mismo modo que ella tampoco mostraba el suyo. Estaba convencida de que hacerlo le restaba encanto, misterio, riesgo y humildad. Sin embargo, llevaba muchas decepciones acumuladas. No así Joaquín, pues para él era la primera vez que se arriesgaba con lo desconocido. Miranda le había dicho que llevaría camisa blanca y falda negra ajustada. Largos pendientes y maquillaje prácticamente ausente. Su cabello era rizado color castaño y le caía en cascada hasta los hombros. La descripción había emocionado a Joaquín, quien poco podía añadir a su rostro con gafas de pasta negra, calvicie incipiente, pantalones vaqueros y polo rojo.
La ilusión con la que Joaquín había tomado su primera cerveza a la espera de su cita, fue desvaneciéndose con la segunda y la tercera. La camarera, siempre atenta, atendía su pedido con la sonrisa estándar para los clientes. Pasada la primera hora, Joaquín se resistía a rendirse. Había traído consigo un pequeño ramo de violetas y estaba dispuesto a esperar lo que hiciera falta para entregárselo. Miranda había insistido en no intercambiarse sus números de teléfono, por lo del misterio, pero también por una confianza que ni siquiera había sido concebida.
Con la segunda hora cumplida empezó a descomponerse su ilusión. Se movía de un lado a otro, buscando una postura que relajara su malestar. A una señal de la camarera, supo que el cierre del local llegaría pronto. Joaquín se levantó con la pena cargada sobre sus hombros y caminó hacia la puerta del bar sin saber bien qué hacer con el ramo de violetas. Quedó tentado de dárselo a la camarera que, con su habitual sonrisa le abría la puerta para que pudiera salir, pero siempre había sido demasiado tímido para la espontaneidad. Se fue triste, acompañado por el eco de la puerta cerrada a sus espaldas.
La camarera quedó mirando a las luces de la calle a través del cristal de la puerta. Su sonrisa estándar se desvaneció. Una decepción más, uno más que no se había fijado en su camisa blanca, falda negra ajustada, pelo rizado color castaño que caía en cascada y sus largos pendientes; uno más que no había sabido reconocerla.



LA PREGUNTA

Gregorio llevaba años queriéndole hacer la misma pregunta a la estanquera. Como ser racional que era, ajeno a la religión e, incluso, a la superstición, se negaba a planteársela. Digamos que como ser inteligente que se consideraba, además de contar con un más que destacado bagaje cultural,  no debía hacerle esa pregunta. Sin embargo, ahí estaba ese runrún, día y noche, en su cabeza, en su conciencia. Su lucha interna la exteriorizaba paseándose delante del estanco al menos una vez al día; bien en su Audi último modelo, bien marcando estilo con sus trajes de Armani cuando lo hacía andando, pero nunca se atrevía. Durante años había puesto siempre en el estanco los mismos boletos: una apuesta de euromillón de martes y viernes y otra de una apuesta de la primitiva para jueves y viernes. Años con lo mismo, sin variar en lo más mínimo. Era imposible que él se hubiera equivocado al decírselo y, sin embargo, después de tantos años, ella cambió el euromillón por el gordo de la primitiva. Como hacía siempre, Gregorio guardó los boletos en su cartera y no los miró hasta el domingo, día en que comprobaba en internet su mala suerte. Su monumental enfado al ver que la estanquera no le había dado su euromillón dio paso al más incrédulo de los asombros al comprobar que había ganado la apuesta del gordo. Desde entonces había perdido todo sentido ir a poner ningún boleto al estanco, pero nació en sus entrañas aquella pregunta imborrable: ¿Se equivocó la estanquera adrede o sin querer?




LA NOTICIA (micro sobre la naturaleza humana)

Señoras y señores, los científicos han confirmado que el hallazgo realizado por los submarinistas del ejército corresponde al continente conocido como La Atlántida.

De la mitología a la realidad. Las primeras dataciones arrojan unos datos de tres millones de años y un ecosistema tan virgen como espectacular. Algunas plataformas petrolíferas ya se han posicionado sobre la zona.




ÚNICO TESTIGO (relato policial)

-¿Pero me estás diciendo eso en serio, Trápaga?- le preguntó el fiscal convencido de que el comisario le estaba tomando el pelo.
-Que sí, leches, que te lo digo en serio. ¿Puedo o no puedo llevarlo como testigo a un juicio?
El fiscal  le miró con la sonrisa de quien se siente engañado.
-¿Es una cámara oculta?, ¿es eso?
-¿Pero qué cámara oculta ni que cojones fritos?
-Por dios, Manuel, que no puedes estar en serio.
Si el fiscal había apelado al nombre de pila del comisario, muy graves debía de ser la cosa.
-Que sí, que es mi único testigo, que lo vio todo.
-Pues no puedes llevarlo.
-¿Pero por qué?
-Porque es un loro, joder, que estamos hablando de un loro.
-Sí, un loro que estaba en la habitación donde asesinaron a esa pobre mujer.
-¿Pero de verdad esta conversación está teniendo lugar?- el fiscal se pasaba la mano por su calva buscando el sosiego que había perdido con el comisario- ¿Y qué coño le pregunto a un loro?
-Pues tus jodidas preguntas de fiscal, como haces siempre.
-Ya, y el loro me contesta, ¿no?
-Joder, los loros hablan, ¿por qué no iba a hablar este?

Pues precisamente este no hablaba. Por supuesto, el fiscal dio por zanjada la discusión largándose de su propio despacho, quitándose así de vista al comisario. Trápaga, por su parte, hubo de acudir a un especialista con su loro mudo.

-Verá usted- empezó a explicarle el veterinario-, cuando un loro no habla puede ser por varios motivos. Quizás no esté recibiendo el cariño que debiera. ¿Quiere usted a su loro?
Trápaga arrugó el rostro para mostrar su más absoluta repulsa.
-¿Cómo voy a querer yo a un loro?, vamos, hombre, no diga memeces.
-¿Lo ve usted? Así tiene al pobre animal.
-Que no, cojones, que el puto loro lo tengo desde la semana pasada, que no es eso.
Al comisario no había que apretarle mucho para que empezara a gritar. No obstante, esto no pareció impresionar al veterinario.
-Dice usted que lo ha adoptado…
-No, yo no he dicho eso, lo que me faltaba. Lo he recogido. Estaba en la escena de un crimen y quiero que hable de una jodida vez para que testifique en un juicio.
El veterinario le miró buscando la broma en la expresión  de su cliente.
-¿En serio quiere hacer eso?
Trápaga miró a un lado para no perder los nervios.
-Pues no me digas más- continuó el veterinario-. Este loro ha sufrido un shock. Dice usted que presenció un crimen. Eso es lo que le ha hecho perder el habla.
-Pero el hambre no, ¿verdad?
-¿Cómo dice?
-Que el jodido no para de comer.
-Eso es la ansiedad.

Trápaga se fue de la consulta más soliviantado de lo que había entrado. No podía comprender que un loro, un animal, en definitiva, pudiera sufrir ansiedad.

-Sal tú a las calles a jugarte la vida y verás lo que es ansiedad- le decía al loro desde la silla de su despacho. Nunca antes en una comisaría había habido un loro. Tan renombrado fue que incluso vino una cadena de televisión.
-¿Cómo dice?- preguntó Trápaga al periodista como si le hablara a un chulo de la calle.
-Que si le ha puesto nombre al loro- le repitió intimidado.
-Sí, hombre, lo que faltaba, ponerle nombre. Se llama loro, y punto.

El loro pasó en comisaría los siguientes cinco años y a tenor del número de pipas que comía al día, la ansiedad parecía no querer desaparecer. Por alguna razón que el comisario no alcanzaba a comprender, le había cogido cariño al animal. Probablemente fuera porque sabía escuchar.

-Ay, loro, tú sí que me entiendes- solía decirle cuando iniciaba sus largos monólogos sobre sus casos de investigación o cuando había tenido una discusión con su mujer. El loro se limitaba a ladear la cabeza de un lado a otro y a escucharle en silencio. Hasta los delincuentes se habían encariñado con él.

Sin embargo, pocos casos como el de la dueña del loro se le habían atragantado tanto al comisario. No pasaba una semana sin que pensara en él, lo cual era lógico teniendo en cuenta la presencia del loro.

Un día de reflexión en estado puro, tuvo un impulso de esos con los que te reprochas no haberte dado cuenta antes de algo. Salió de su despacho sin despedirse del loro y no regresó hasta al cabo de un par de horas. Traía una caja de cartón. La abrió y empezó a sacar su contenido. El loro miraba con curiosidad desde su puesto. De pronto, hizo algo que no había hecho (al menos el comisario nunca lo había visto) en todos esos años: con un habilidoso brinco se posó en la mesa. En otras circunstancias, Trápaga le hubiera dado un buen trompazo por allanamiento de su espacio, pero ahora se limitó a observar con más curiosidad que el animal, si cabe.

El loro se acercó a la caja y batió las alas al tiempo que su cresta se erguía.

-Las reconoces, ¿eh? Son las pertenencias de tu legítima dueña. Nadie las reclamó. Increíble- murmuraba el comisario prendado de asombro ante la actitud de su amigo.- Vamos, dime algo, dame una señal.

Trápaga comprendió que debía colaborar sacando las cosas de la caja. Empezó a mostrarle fotografías que nunca le llevaron a una pista segura. Las pasaba una a una pensando que realmente se encontraba con el único testigo de un asesinato. Y entonces ocurrió. Justo en el momento en que el comisario le enseñaba la tercera fotografía el loro dilató sus pupilas y habló.



POR MIS COJONES (recuerdos de Celia Couto, autora de la biografía del comisario Trápaga)

Al comisario Trápaga le gustaba sentarse en la terraza de su casa y contemplar el mar. Podía estar así horas, y así era como me lo encontraba cada vez que nos reuníamos para continuar con su biografía. De hecho, me disgustaba interrumpir un estado tan lleno de paz como el suyo. Su esposa me ofrecía un café y yo lo bebía observando el rostro cansado del comisario mimetizándome con su mirada hacia el mar infinito.  Nunca podía dejar de asombrarme que hubiera accedido a que escribiera su biografía. El hombre que había cambiado el curso del planeta con aquella ya más que famosa y reproducida frase suya. No solo era un honor para mí, sino un auténtico placer escucharle, a pesar de sus numerosos tacos, o quizás, precisamente, por ellos.  Me sorprendió su calma, pero también su modestia. Quizás ambas habían sido aportadas por su tan ansiado retiro.

Durante meses abordamos los temas de su pasado que él tenía a bien contarme. Me resultaba del todo elogiable que incluso las situaciones más violentas que le había tocado vivir me las relatara con esa parsimonia suya, como si en verdad perdonara a los autores de semejantes tragedias. Nunca se lo dije porque sabe dios cómo hubiera reaccionado, pero, a mis ojos, el comisario se había convertido en un adorable anciano.

-Pues hemos llegado a tu frase- le anuncié tratando de ocultar mi emoción. Desde nuestro primer encuentro había estando deseando el momento en el que trataríamos los acontecimientos de aquel día. He de añadir, con algo de soberbia por mi parte, que me encantaba tutearle. Me sentía una privilegiada.

-La jodida frase- dijo él devolviendo sus ojos al mar.

-¿Te molesta hablar de ello?

-No, no me molesta, pero ojalá no la hubiera dicho nunca- me contestó con evidente cansancio.

-Vaya, ¿puedo escribir eso en el libro?

-Escribe lo que quieras, ya lo sabes.

-¿Te pesa la responsabilidad de lo que sucedió después?

El comisario se apretó la barba a la altura de la barbilla. Después de tantos meses de conversaciones, bien sabía yo que aquel gesto acompañaba la gestación de un pensamiento profundo.

-Un poco sí, pero no es que me pese. Me cansa. Figúrate que tuvimos que venirnos aquí, donde Franco perdió los calzones, para librarnos de todos ellos.

-¿Te refieres a los periodistas?

-A todos.

-Yo estoy aquí- le reté con una sonrisa del todo intencionada.

-Me convenció mi mujer. Lo que no consiga ella…

-Interpreto entonces de tus palabras que no te sientes a gusto con ser el responsable de todo el cambio.

-Es que no fui el responsable.

Aquella confesión me cogió desprevenida. Fui incapaz de articular palabra durante unos segundos.

-¿Cómo que no? Todo el mundo sabe que fuiste tú. Te vieron, te oyeron.

Trápaga fijaba la vista en el sol poniente. El brillo dejaba en su barba un tono cobrizo que lo hacía más interesante aún.

-Ya, esa es la versión oficial, pero no es la verdad.

-¿Y por qué no lo has revelado hasta ahora?

Me miró con los ojos rayados, ¿por el sol o por su conciencia?

-Recordarás el día en que toda esa multitud rodeó el parlamento…

Claro que lo recordaba, ¿quién no podía recordarlo? Ese día cambió todo. El antes y el después en el mundo civilizado. El nacimiento de un efecto mariposa imparable. Los españoles, madrileños la mayoría, cansados, hastiados de tantos recortes, de tantas leyes abusivas y, sobre todo, hartos de la corrupción, caminaron ese día hacia el parlamento convocados por el boca a boca de las redes sociales.

-Yo dirigía a las unidades de la policía esa tarde, aunque eso también lo sabes. Lo que ignoras es que ese misma mañana había discutido como un basilisco con mi hija mayor. Siempre discutíamos, era el motivo lo que cambiaba a medida que ella había ido creciendo. Nuestras diferencias en aquel momento eran políticas.

-Pero si tú eres antisitema- le interrumpí confundida-. Tú mismo has dicho en más de una ocasión que no crees en la democracia.

-En aquella democracia te aseguro que no creía, pero tienes razón, siempre me he declarado antisistema.

-Y, sin embargo,  tu trabajo consistió siempre en defender ese sistema.

Trápaga me enseñó su sonrisa. Debo resaltarlo porque rara vez sonreía.

-Has dado tu solita con el motivo de nuestra discusión. Mi hija me reprochaba constantemente la respuesta desmesurada que habíamos empleado en anteriores manifestaciones. Me llamaba facha, franquista…En fin, de todo. Ese mañana ambos nos excedimos, hasta el punto de que me aseguró que no quería verme más y que no iba a permitir que su hijo, mi nieto, creciera junto a un ser tan insensible y egoísta- Trápaga buscó la alianza de los últimos rayos del sol para recuperar el aliento que se le había escapado con sus palabras- Logré recomponerme, a duras penas, porque mi mujer ni siquiera se despidió de mí.

“Ahí estaba yo delante de mis hombres y frente a una muchedumbre silenciosa pero muy cabreada. Nunca el silencio me hizo tanto daño. Mis hombres, acostumbrados a cargar desde que teníamos aquel gobierno, esperaban ansiosos mi señal. La multitud no apartaba la vista de mí. ¿Qué coño miraban? Ni que hubieran estado en mi casa escuchando  la pelea con mi hija. De pronto, sentí la vibración del móvil. Era un guasap, nunca fui capaz de pronunciarlo bien. Mi hija me había enviado una fotografía. Un selfi, como se decía entonces. Recuerdo bien el texto: Estoy en la manifestación, con tu nieto. En efecto, la imagen confirmaba sus palabras. Dudé, sudé, caminé de un lado a otro. Quería gritar, insultar, sacar mi pistola y disparar al aire. Entonces me volví al sargento de mi unidad. Le dije que nos retirábamos, que toda esa gente podía ir a donde quisiera. Me preguntó por qué, pues no entendía una orden de aquel calibre; y entonces lo solté, con toda mi alma: ¡Por mis cojones! El resto es historia” 

Y menuda historia, añadiría yo. La gente aplaudió la actitud de la policía y entró en el parlamento. Ahí presenciamos en directo la cobardía de la mayoría de los diputados, que corrieron o se escondieron pensando en algún tipo de revolución. No tuvieron otro remedio que escuchar a los españoles. El resultado ya lo sabemos todos. “Por mis cojones” se convirtió en viral. Más aún, se convirtió en una actitud que contagió a todas las instituciones, incluyendo a la judicatura. Hubo muchos detenidos y procesados; el gobierno cayó por su propio peso y se celebraron elecciones con nuevos partidos. La banca y las eléctricas se nacionalizaron y el referéndum fue la piedra angular de la nueva vida política. Lo más gracioso de todo, es que la economía de mercado no solo no se resintió sino que pudimos salir de la crisis.

-De verdad que no sé por qué se me da tanto mérito. Si te fijas bien, no hicimos nada que no hubieran hecho antes los islandeses- me señaló el comisario.

-Sí, pero lo de Islandia no repercutió a nivel mundial. Lo tuyo sí. Los gobiernos en la Unión Europea fueron cayendo uno tras otro, abandonados por las fuerzas de seguridad y los jueces.  Al llegar nuevos partidos al poder, nuestra actitud con el Tercer Mundo giró ciento ochenta grados. Pobreza y enfermedades han sido erradicadas de esos lugares.

-Pero no fui yo- insistió Trápaga categórico-. Ahora ya lo sabes: fue mi hija.

Le sonreí agradecida. Aquel gesto suyo me hizo sentir más admiración, si cabe, por él.

-Entonces, ¿no te alegra lo que entre tu hija y tú provocasteis?

Trápaga suspiró. El sol se había escondido definitivamente.

-¿Sabes lo que me alegra de todo ese asunto? Que he podido ver crecer a mi nieto.



MADURAR

-Papá, ¿tú cuándo maduraste?

La pregunta no le cogió, en cierto modo, por sorpresa a Juan. Esa misma tarde se habían reunido con la tutora de su hijo, siendo la palabra clave, madurez, pero por necesaria, no por consolidada. Incluso ya con quince años se pueden ir abandonando ciertas actitudes más propias de la niñez que de la adolescencia , tomar responsabilidades y bla, bla, bla….
Juan comprendió que aquella pregunta requería una respuesta, aunque hubiera preferido que su hijo le hubiera preguntado por relaciones sexuales, drogas o algo así. Tras suspirar ante lo inevitable, le indicó que se sentara a su lado.

                -Verás, pues si bien todo el mundo dice que madurar es un proceso que dura años, e incluso hay quien no madura nunca, para mí el proceso de madurez tuvo fecha concreta. Un antes y un después. Mira, yo antes era un auténtico capullo. ¿Sabes el significado de la palabra capullo? Pues yo podría ser la viva imagen del capullismo en aquella época, y lo fui durante bastante tiempo, te puedes imaginar. Además, las personas con las que me rodeaba eran también unos capullos, aunque yo, desde luego era el campeón y, por lo tanto, el líder de todos ellos. Un sábado en el que la resaca me duró más de lo previsto, no tuve más remedio que quedarme en casa, zapeando y zapeando entre tanto canal de mierda. Sin saber por qué,  mi dedo se detuvo en la segunda cadena. Ahí estaban dando uno de esos documentales sobre enfermedades raras, tragedias, etc…El de aquella noche era sobre el acoso escolar. Por cierto, que yo tenía ya mis buenos treinta años. Figúrate, tu tutora te pide que madures ya y yo a los treinta seguía siendo un capullo.

              “Esa noche maduré. Sí, viendo ese documental. Desde luego, no fui consciente de ello, pero esa es la fecha. Espera, no me pongas esa cara, que ahora te explico. A la mañana siguiente me sentí como una mierda, y al otro y al otro también. Pensé que había caído en alguna depresión misteriosa. Salía del trabajo y en vez de ir a tomarme cervezas con los colegas me ponía a caminar sin rumbo fijo. Era extraño, como si quisiera ir a algún sitio que no era capaz de identificar, o quizás sí. Ya me pones esa cara otra vez. Enseguida lo comprenderás.”

                “Uno de esos días en los que paseaba como una veleta llegué a un edificio que no había vuelto a ver en  años. Supe de inmediato que era el lugar al que mi cuerpo había deseado ir desde el principio y que mi mente de capullo se lo había estado impidiendo. Me quedé de pie mirando aquel lugar en el que había crecido. También ahí había sido el líder de los capullos. Así que, tras semejante descubrimiento,  acudí durante semanas a mi antiguo colegio al salir del trabajo. Una vez allí,  me sentaba en uno de los bancos y lo observaba hasta al anochecer”

                “Una tarde, vi algo que me dejó petrificado. Los profesores salían hacia el aparcamiento después de algunas de sus reuniones y entonces la vi; era ella. Habían pasado, no sé, catorce o quince años desde que la viera por última vez y me costó reconocerla, pero era ella. De modo que trabajaba ahí. No dejaba de resultarme un poco irónico o paradójico que después de lo mal que lo pasó ella en ese colegio, terminara como maestra en las mismas aulas. Por supuesto, también reconocí a otros profesores pero no llamaron mi atención”

                “Desde ese momento, supe que quería hablar con ella pero no sabía cómo hacerlo. ¿Te lo puedes creer? El rey de las discotecas con miedo a hablarle a una chica. Pues así  fue y, de hecho, pasaron semanas hasta que tomé la firme determinación de no irme de ese aparcamiento sin saludarla”.


                -Hola- le dije con timidez antes de que abriera la puerta de su coche. Ella se volvió y al verme dejó caer las llaves. Las recogió con torpeza y me miró con una incomodidad que no me sorprendió-. Soy Juan, Juan Gálvez, no sé si me recuerdas.
                Ella dejó pasar muchos segundos en silencio.
                -Sí, claro; claro que te recuerdo- me contestó con desagrado y evitando mirarme a los ojos.
                -Pasaba por aquí, te he reconocido al salir y he venido a saludarte.
                -Pues ya me has saludado- me dijo. Su tono no era agresivo pero sí reflejaba su malestar. Abrió la puerta, entró en el coche y arrancó. Justo antes de que acelerara le toqué con los nudillos en la ventanilla. Se pensó si debía bajarla, aunque finalmente lo hizo.
                -Perdón- le dije con toda la humildad que pude reunir. Ella me miró fijamente sin poder asimilar lo que le había dicho, de modo que se lo repetí- Sé que ha pasado mucho tiempo y que seguramente no sirva de nada, pero te pido perdón.
               
                -Pues sí, hijo, ese día maduré, ya lo creo.
                -¿Y ella te perdonó?
                -Sí, no ese día. Tardó un poco en creerse la sinceridad de mis palabras, pero yo insistí.
                -¿Y cómo se llamaba?
                -Susana.
                -Vaya, como mamá.
                -Sí, como mamá.

                El hijo de Juan le agradeció una charla tan sincera y se levantó. Justo antes de salir de la sala se volvió extrañado a su padre.

                -Papá
                -¿Sí?
                -¿Te casaste con mamá por remordimientos?
                -No, claro que no, hijo. ¿Es que no has entendido nada? Me casé con tu madre porque maduré.





LOS DEMONIOS

Luisito se había perdido; quizás un descuido de sus padres, quizás un repentino impulso por explorarlo todo, pero el caso es que se vio solo y comenzó a llorar caminando sin rumbo de un lado a otro. Entonces los vio. Eran los dos demonios que aparecían siempre en sus pesadillas, solo que ahora eran reales. Avanzaban hacia él con los brazos abiertos, le gritaban mostrando sus fauces. Descontrolado por el pánico, o guiado por él, corría cuanto le podían permitir sus cortas piernas. Corría y lloraba desesperado llamando a su madre. Pero por mucho que avanzaba, nada podía evitar que aquellos dos demonios le alcanzaran. Cada vez más cerca.  Ahí estaban los seres con los que siempre le había amenazado su madre que se lo llevarían si se portaba mal. Pero él no había sido malo, solo se había perdido. Su terror no le permitió distinguir que cruzaba una carretera. Nada pudieron hacer los coches por evitar su atropello, como tampoco pudieron reanimarle los dos policías que habían corrido detrás de él desde que lo encontraran perdido por la ciudad. 


LÓGICA APLASTANTE (microrrelato)

¿De qué te sirvieron tus estudios?, ¿qué provecho sacaste de todas esas lecturas con las que matabas los veranos? ¿Para qué te vanagloriaste de tus matrículas de honor y no sé cuántos masters? ¿Qué te pesaron más, los años o tu sueldo de catedrático? ¿Cómo no fuiste capaz de aplicar lo lógica más aplastante y deducir que detrás de una pelota siempre aparece un niño? Tampoco sirvió para nada que clavaras los frenos.




LAS CUESTAS DEL CAMINO (breve relato policial)


El comisario Trápaga dejó caer con pesadez su cuerpo sobre el viejo sillón de la oficina. Su suspiro prolongado dejó escapar todo el alivio que le producía haber reducido la lista de sospechosos a un solo individuo. La presión de un caso tan mediático como ese, el asesinato de un banquero de conocido desprestigio, le había agotado hasta decir basta, aunque los que le conocían bien sabían que él no hubiera dicho una cursilada semejante; seguramente se habría cagado en todos sus muertos, en la puta que parió al banquero y un largo etcétera en el que quedaría incluido hasta el gobierno.

Trápaga se acariciaba la barba mientras observaba la fotografía del sospechoso, cuñado del banquero. Era el único que no tenía coartada. El comisario lo miraba sin comprender cómo un desgraciado como ese podía haberse ensañado de tal modo con la víctima. Pensó que varios millones en acciones bien podían transformar a cualquiera en un monstruo. Había conseguido una orden del juez para meterlo en prisión y someterle así a uno de sus famosos interrogatorios. Aguardaba impaciente, pasando de acariciarse a rascarse con fruición la barba cada vez que miraba el reloj de la pared. ¿Cuándo iba a llegar su ayudante? Buen chico, pero algo botarate.

Por fin se abrió la puerta de la oficina.

-¡Coño, por fin!- soltó el comisario a modo de saludo- ¿Traes la orden?
Su ayudante tragó saliva antes de hablar, pues conocía bien la tormenta que se le venía encima.

-No.

Trápaga se levantó golpeando la mesa con el puño.

-¿Cómo que no?

-Es que tenemos otro asesinato.

-¿Y a mí qué coño mi importa? Yo quiero mi orden.

-Nos han informado que la víctima ha sido asesinada del mismo modo que el banquero.

Trápaga detuvo su ira. La información recibida le había hecho temer uno de sus terribles presentimientos.

-Y además…

Su joven ayudante se quedó en mitad de la frase. Las manos le sudaban, su respiración se agitaba.

-¿Y además qué, cojones? Suéltalo de una puta vez.

-La  víctima también era un banquero.

Trápaga no dijo nada, simplemente dejó caer de nuevo su cuerpo sobre el sillón, pero, a diferencia de antes, con esa pesadez que nos hunde la moral al ver que las cuestas del camino no se terminan. Cogió la foto del sospechoso y, tras mirarla unos segundos, la arrugó y la tiró a la papelera.
-¿Por qué ha hecho eso?- le preguntó su ayudante.

Trápaga le miró como se mira a los idiotas.

-¿Cómo que por qué?- bufó ante su ignorancia- Hay un tío ahí fuera que se está cargando a los banqueros. ¿Sabes cuántos millones de sospechosos tenemos ahora?



DOS CAÑAS, POR FAVOR


Silvia entró a trabajar en aquel bar con la esperanza de permanecer en él al menos unos meses. Acumulaba sobre sus hombros unos cuantos despidos, justificados o no, y ya su alma pedía un reposo laboral. El problema radicaba en su temperamento: no lo podía controlar. Era impulsiva y lo era para todo, ya fuera el primer beso o el último. Numerosas eran las veces en las que había metido la pata por su temperamento arrebatado y, tenía que reconocerlo, algunos de sus despidos habían tenido que ver con ello.

El bar vestía de art decó y no era mal vestido ese. De hecho, era famoso por su decoración y sus bocadillos de jamón serrano con tomate. Las mañanas eran intensas, casi de locos, bajando el ritmo a la tarde. Una mina de oro. Por eso Silvia estaba contenta. Si se portaba bien (léase controlar su temperamento) podría hacer incluso planes con su pareja para cambiar a un piso más amplio que el cuchitril que usaban en ese momento. Si se portaba bien.

Cuando bajaba la marea de clientes, esto es, sobre las cinco de la tarde, solía aparecer un hombre maduro, de unos cincuenta años, pelo cano, aspecto cansado y vida gastada que se sentaba siempre en la misma mesa. Silvia fue quien le atendió. Dos cañas le pidió el cliente. “¿Espera a alguien?”, le preguntó ella con la ilusión de su primer día intacta. “No”, contestó lacónico, y repitió, “dos cañas, por favor”. Silvia quiso hacer una mueca de desagrado en cuanto fue hacer el pedido, pero, para su tranquilidad, pudo controlar su temperamento. Le sirvió las dos cañas y el resto de la tarde anduvo de mesa en mesa, de comanda en comanda, peros sin dejar de echar el ojo el hombre de las dos cañas. Tras un par de horas largas, se bebió una de las cañas, dejando la otra intacta. Con su mirada perdida en la caña que no consumía, parecía estar viviendo en un mundo ajeno al que le rodeaba. Se levantó y, sin despedirse de nadie, se marchó.

“Es Esteban”, le explicó el encargado a Silvia, “un cliente fijo. Venía mucho con su mujer, pero murió y ahora viene solo. Siempre pedían dos cañas y eso es lo que sigue pidiendo. Coloca la otra caña frente a la suya y se queda mirándola. Solo bebe la suya y se marcha. Así, día tras día”. Y era verdad, pues durante las semanas sucesivas, que Silvia completó exitosamente sin provocar ningún altercado, lo anduvo observando y la operación se había repetido sin modificación alguna.

Esa determinación, esa fijeza de ideas, sin alterarlas lo más mínimo; esa dos cañas que se repetían todos los días, esa mirada perdida y esos andares de vida gastada empezaron a atentar sobre el temperamento amaestrado de Silvia. El comportamiento de aquel cliente se le metió en la cabeza como una canción que no nos abandona, pero una canción molesta, que no deseamos recordar. Podía aguantar a los borrachos, a los quisquillosos, a los ruidosos, pero no podía con la ceremonia que el viudo efectuaba en el bar. Por ello, cada tarde Silvia debía contenerse, hacer un verdadero sacrificio de su voluntad para no estallar ante Esteban y sus dos cañas.

Un día no pudo más. “Dos cañas, por favor”. Se las sirvió pero no se marchó de la mesa. Con rostro inquisitivo se sentó frente a Esteban y se bebió la caña reservada a su difunta esposa. Esteban no reaccionó pues su mirada continuó perdida mientras Silvia desataba su temperamento. Cuando terminó, dejó la jarra golpeándola contra la mesa, que se notara su acto reivindicativo. Luego, le gritó al cliente. “Tío, que la vida hay que vivirla. Déjate ya de tanta caña y de tanto recuerdo, joder”. Dejó al viudo sumergido en sus pensamientos y en la jarra vacía para regresar a la barra, donde le esperaba el encargado con la expresión más sorprendida que pudo reunir. En realidad, todos los presentes mostraron la misma reacción. Esteban, luego de unos minutos en su acostumbrada actitud, se levantó y se marchó sin despedirse.

Al día siguiente, Esteban no apareció y, por los comentarios del encargado ante la posibilidad de perder un cliente fijo, Silvia se vio en la calle. Sus esperanzas de verle aparecer esa semana se esfumaron. En realidad, nunca más se supo del viudo. Sin embargo, Silvia no fue despedida y trabajó en el bar durante muchos años, tantos que la mayor parte de la clientela entraba para hablar con ella. La imagen de Esteban nunca se fue de su cabeza; los remordimientos le acompañaron día y noche. Rezaba, incluso, por poder hallarlo algún día y pedirle perdón, pero sus plegarias no fueron atendidas.

Diez años más tarde, Silvia, de compras por el centro con su pareja, quedó traspuesta. Frente a un escaparate estaba Esteban con la mirada fija en unos modelos de mujer. De inmediato pensó si aquella no sería la tienda que frecuentaría su esposa. Todavía anclado en el pasado, se lamento la camarera. Suspiró con dolor y se excusó un momento con su novio pues debía atender un asunto pendiente.  Con pasos tímidos se acercó al viudo y carraspeó para llamar su atención, aunque sin éxito. Tuvo que tocarle el hombro para que reaccionara.

“Perdone, no sé si me recuerda, pero…” Esteban no la dejó seguir. “Claro que te recuerdo”, le dijo él enseñando su mejor sonrisa, “pues no me iba a acordar”. Ella se sintió confusa. “Quería pedirle perdón por lo que le hice…” De nuevo la interrumpió. “¿Lo que me hiciste, dices?”- y la  sonrisa era cada vez más amplia y sincera. “Lo que me hiciste me salvó la vida, pequeña. Me hiciste reaccionar. Cuando me levanté de mi sitio fue con la determinación de pasar página y volver a la vida. Por eso no he vuelto a tu bar; forma parte de mi pasado. Me fui de viaje, conocí gente, me volví a casar; sí, como lo oyes. Ahora estoy esperándola. Entró a mirar trajes y esas cosas nunca las he podido soportar. Ah, mira aquí viene. Cariño, mira qué sorpresa. Esta es la joven que te dije que me salvó la vida”. Su esposa brilló de alegría al escucharle. Abrazó a Silvia y le agradeció aquel gesto suyo con la caña. Luego de agradecérselo varias veces, la pareja se marchó dejando a Silvia entre lágrimas de emoción y de alivio.



INVOLUCIÓN

Durante un tiempo habían sido nómadas pero acabaron asentándose. El territorio descubierto lo valía. Los recursos eran fáciles de obtener y la protección del lugar también. La vida era relativamente sencilla, e incluso, ante la eventualidad de una de esas tormentas considerables, el refugio era seguro. Como no podía ser de otro modo en semejantes circunstancias, aumentaron en número.  Como animales gregarios que eran, se sentían felices en comunidad, o, al menos, algo parecido a la felicidad en sí. No obstante, no todo era armonía, pues de vez en cuando acechaban los peligros, algunos inevitables; otros, buscados.
Era cuestión de lógica: si el grupo crecía, el territorio debía hacer lo mismo. La expansión no resultaba muy complicada, lo cual no significaba que estuviera exenta de riesgos; el mayor de ellos, sin duda, encontrarse con una tribu con las mismas intenciones y en la dirección opuesta. El encuentro terminaba por consumarse. Como  sucedió en esa fresca mañana de primavera.
Aquella comunidad no era tan numerosa como ellos pero sí daban un aspecto más temible.  Quizás era su altura, o sus espaldas más anchas. Aún así, no se acobardaron. Como era natural, los miembros más prominentes de ambas tribus se acercaron para mostrar sus expresiones más feroces. Por los gestos, se aproximaba batalla. Unos se agitaban excitados ante la posibilidad de un enfrentamiento; otros, miraban con cautela, deseando, tal vez, que no estallara la contienda. Las hembras, refugiadas en los últimos puestos, animaban a sus machos al enfrentamiento.  El combate resultó inevitable.
Empezaron los machos alfas con los primeros zarpazos, seguido por el resto de los machos. Puños e incluso dientes eran sus armas más efectivas, lo mismo que sus gritos de guerra. Algunas hembras se sumaron con sus chillidos y arañazos. El territorio estaba en juego, lo cual significaba que el mismísimo futuro lo estaba. La sangre empezó a brotar, llevándoles al histerismo y, con ello, a una mayor agresividad. De pronto, el metro se detuvo: había llegado a la siguiente estación. Los dos grupos se apearon y continuaron la pelea en el andén.



INSOMNIO (relato de horror)

Arturo nunca había sentido celos. Los consideraba un signo de debilidad, de amor mal entendido. Sin embargo, en una noche más donde el insomnio dominaba sus ansias de dormir, su mujer emitió un débil sonido mientras soñaba. Que él recordara, aquello constituía toda una novedad en ella, mucho más, cuando repitió el sonido. Esta vez había sonado más nítido, era un nombre propio, masculino, y lo volvió a repetir: Julián.

El nombre cayó como una losa sobre la imaginación de Arturo pues sabía muy bien a quién se refería. El hecho de no poder dormir le hizo caer en el abismo de las elucubraciones. No obstante, a la mañana siguiente decidió no comentarle nada a su esposa. Durante toda la jornada, Arturo fue incapaz de concentrarse deseando que llegara la noche cuanto antes. Una vez cerciorado de que su mujer dormía esperó ayudado por su insomnio. Esperó y esperó con la mirada clavada en el bello rostro de su mujer hasta que por fin sonó, bien entrada la madrugada: Julián. Más lo decía, más odio sentía Arturo por él, puesto que de la duda pasó a la certeza de que su esposa tenía una aventura con su jefe. Un tópico insoportable, pensó, pero lo que no se imaginó fue lo insufrible que le iban a ser los días con unos celos que no dejaron de atormentarle como los violines estridentes en una escena de terror barato. Celos silenciosos, porque nunca le dijo nada, nunca le dio pie a que sospechara que él lo sabía. Esperaba el momento oportuno para acabar de cuajo. Profundamente humillado, dominado por la venganza, pensó y pensó hasta tramar el crimen perfecto, y lo fue, porque nadie sospechó de él.

Qué alivio. Aquél había sido el mejor remedio para su insomnio. Dio las buenas noches a su afligida esposa y apoyó la cabeza en la almohada como lo hubiera hecho un ángel sobre una nube. Ya con los ojos cerrados comprobó cómo, una vez más, su esposa se dormía antes que él. Su respiración profunda así se lo indicó. Unos minutos más y él también estaría dormido. Fue entonces, cuando, en medio del silencio, un sonido invadió la estancia. Arturo levantó incrédulo la cabeza y esperó, con el corazón acelerado, deseando, rogando porque el sonido no se repitiera, pero se repitió, esta vez más claro. Su mujer había hablado en sueños: Luis, Luis, Luis…
                


HONESTIDAD


Empezamos este telediario conectando directamente con la localidad de….,donde se encuentra nuestra compañera Sonia Hernández. Cuéntanos, ¿es cierto que el ejército ha aislado a la población?
Sí, compañeros, os confirmo la decisión que ha tomado hace apenas una hora el ministro del interior. Es más, se ha dado la orden de disparar sobre cualquier persona que salga del perímetro de seguridad, sea, mujer, niño, anciano, adulto…
¿Se sabe de algún infectado que haya podido traspasar ese perímetro?
Sí, sospechamos que un infectado ha podido alejarse de la ciudad, pero no sabemos si ha sido por despiste del afectado o por una distracción de los soldados. Un momento, un momento, oigo disparos. Sí, compañeros, os confirmo que son disparos. Veo, veo un hombre que sale de la arboleda. Oh, dios mío, está corriendo hacia nosotros.
Hemos visto, señores y señoras cómo el infectado ha sido abatido justo antes de alcanzar a nuestra enviada especial. Vemos cómo llegan los cuerpos de élite del ejército y cubren de inmediato al cadáver con un plástico. Se llevan a nuestra compañera y el cámara, suponemos que para comprobar que no han sido alcanzados por el virus. Por favor, no se acerquen a la localidad bajo ninguna circunstancia; sabemos que el virus es muy agresivo.
Sí, precisamente en este punto, vamos a hacer una recapitulación de lo sucedido hasta ahora.
Hace unos diez días, en la localidad de…. surgió un terrible brote de honestidad tipo ab3v, altamente contagioso. Hasta donde se ha podido saber el agente transmisor podría haber sido un profesor de filosofía retirado que pudo haber contagiado a un grupo de alumnos de bachillerato en una charla sobre epistemología. Fuentes no oficiales han asegurado que ninguno de los chavales se copió durante el siguiente examen, por lo que la dirección del centro activó el protocolo para estos casos.
Los profesores quedaron perplejos al comprobar que los funcionarios encargados de esta emergencia, no solo acudieron de inmediato al lugar de los hechos, sino que esa misma mañana no habían empleado ni un minuto de más en su tiempo para el desayuno.
En las oficinas de la alcaldía ha corrido el rumor de que los administrativos no han regresado del desayuno con las bolsas de la compra y de inmediato el pánico se ha apoderado de todos. La situación se ha llegado a descontrolar hasta tal punto que algunos guardias urbanos, antes de multar, han dado una segunda oportunidad a los infractores de tráfico en faltas menores. Semejante flexibilidad en la toma de decisiones no ha tardado en saberse en el ministerio, mandando este desde la capital a un equipo de fuerzas especiales.
El obispado ha enviado a un representante al comprobarse que el sacerdote de la localidad ha casado a una pareja de homosexuales, aunque las fuerzas de seguridad no le han permitido el paso. “Para ser honestos, dios nos quiere a todos por igual”, ha declarado el sacerdote afectado por el brote.
Un cocinero de reconocido prestigio, cuyo restaurante se encuentra en el epicentro del brote, declaró, y citamos textualmente, “Honestamente, creo que puede haber alguna comida mejor que la española”
Parece ser que los primeros síntomas de la enfermedad se reconocen con facilidad pues los afectados expresan sus opiniones empezando siempre con “honestamente” o “para ser honestos”
Todos los negocios han devuelto el cambio correctamente y los minusválidos han podido aparcar en los sitios reservados para ellos.  En el juzgado  los asuntos pendientes se han resuelto todos en un día al confesar los implicados su responsabilidad en los hechos que se les imputaban.
El caso ha trascendido y la Unión Europea, además de mostrar su solidaridad ante los terribles momentos por los que pasa el pueblo español, ha ofrecido su ayuda para que semejante brote no cruce Los Pirineos.
Ayer mismo, la Organización Mundial de la Salud, pidió disculpas en un comunicado escueto por no haber previsto la situación.
En nuestro país se han paralizado todas las actividades, incluido las deportivas, a la espera de que el brote remita.
Atención, parece que nuestra enviada nos pide paso. Parece que el virus no la ha tocado.
En efecto, compañeros, por fortuna el ejército pudo abatir al infectado antes de que pudiera dirigirme la palabra.
Vimos que lo envolvían en un plástico.
Sí, es un aislante. Después lo han introducido en una especie de ataúd de plomo y hemos sabido que lo han trasladado a la incineradora. Y aquí viene lo peor, compañeros. Parece que las desgracias no vienen solas: el alcalde de la localidad ha dimitido al reconocer que puede haber personas más capacitadas que él para ocupar ese cargo.
Vaya, parece que la situación se está desbordando. Nos acusan con facilidad a los medios informativos de alarmar a la población, pero ya han visto, señores y señoras, que la gravedad del caso hace que les mantengamos informados por su seguridad.
Atención, nos llega una nota del ministerio. Parece ser que, dada la contundencia con la que el brote ha entrado en la alcaldía, el ejército ha ordenado bombardear la localidad.
Desde la redacción de este telediario pensamos, honestamente, que es una decisión equivocada. ¿Qué pasa?, ¿por qué me miráis todos así?




POR BOCAZAS

Hace la repera de años:

-Entonces, ¿confirmas lo que nos has dicho?
-Sí, excelencia, así fue, tal como os lo he relatado.
-Pues hazlo de nuevo.
-¿El qué?
Su excelencia apretó las manos para retener el impulso de abofetear a su súbdito.
-Lo que te sucedió en el bosque.
-¿Otra vez? Sí, sí, desde luego, podéis enfundar vuestra espada, excelencia. Pues como os he dicho, me adentré en el bosque esta mañana, en el bosque de hayedos. Ya sabéis el miedo que le tienen los paisanos, que si la luna llena, que si el lobo. Bien es verdad que yo me adentré a la luz del día, y no es lo mismo, he de reconocerlo. Ya voy, ya voy, honorable excelsitud, no es necesario que me amenacéis con el arquero. En fin, que entré en los hayedos, ¿y a qué no sabéis a quién vi? Sí, claro que lo sabéis, pues los he narrado anteriormente. ¿Os gusta lo emocionante que lo hago aunque ya conozcáis la historia? Sigo, sigo, no es necesario que ordenéis abrir la dama de hierro. Pues vi al lobo, al mismísimo lobo. Enorme, de ojos amarillentos y saliva espesa. Me escondí a tiempo. Ni me vio, ni me olió, aunque esto último no estoy tan seguro porque, como habéis comprobado vos mismo, apesto como un cerdo, y es que si en vuestras villas y comarcas aplicarais las simples reformas que os he pedido, ninguno…Sigo, sigo, no ordenéis hervir el aceite. Sigo con premura. Si aquel majestuoso lobo, el lobo de las leyendas, pasó a mi lado fue porque ya había elegido a una presa. Observé a lo lejos cómo una niña caminaba con toda su inocencia hacia nosotros. Como para no verla, excelencia, porque llevaba una caperuza  roja de lo más llamativa. Hice por advertirla del peligro, pero, como comprenderéis, me hubiera delatado a mí mismo y entonces la víctima hubiera sido yo.
                -¿Y qué pasó?- preguntó su excelencia con impaciencia.
                -Pues no lo vais a creer, eminencia, porque a mí mismo me costó hacerlo y eso que fui testigo directo, no sé si me entendéis; es decir, que estaba ahí mismo, a unos escasos dos metros. Ya voy, ya voy, enseguida os lo digo, no hagáis abrir el foso de las fieras. Pues el lobo y la niña comenzaron a hablar. Como oís, excelencia, que me parta un rayo ahora mismo si no es así.
                -Hablaron- repitió él sin convicción- El lobo y la niña. Ya.
                -Sí, excelencia.
                -¿Y qué dijeron?
                -Ah, no sé, no soy de meterme en las conversaciones de los demás.
                Su excelencia miró  al verdugo que le acompañaba. Ambos compartían la misma expresión circunspecta.
                -Mátalo.
                -¿Por brujería?- quiso saber el verdugo.
                -No, por bocazas.




El HOMBRE MÁS AFORTUNADO DEL REINO

Pelinor no era más que un sencillo campesino al que todos apreciaban. Joven y apuesto, llamaba la atención por un singular mechón blanco que asomaba sin pudor de sus largos cabellos negros. Como el resto de los habitantes del lugar, acudió encantado a contemplar al príncipe heredero recién nacido.

La espera era larga pero se compensaba con un aliciente: la reina tenía derecho a elegir a un representante del pueblo llano para que cogiera a su hijo en brazos. Una costumbre centenaria que unía más a los plebeyos con sus señores, o viceversa. Si vuestra imaginación ha colocado al bebé en brazos de Pelinor, habéis acertado. No es mi deseo quitaros el mérito pero reconoced que os resultó fácil teniendo en cuenta el nombre de este relato. La reina ordenó detener la larga cola cuando Pelinor estuvo justo frente a ella. Con un gesto le concedió la gracia centenaria. Con toda la delicadeza que pudo reunir en sus callosas manos, Pelinor cogió al bebé. Por un brevísimo instante los ojos del campesino se rayaron al contemplar al heredero. Otro gesto de la reina le indicó que el derecho había terminado.

Pelinor estuvo en boca de todos durante bastante tiempo. Lo consideraban el hombre más afortunado del reino por haber recaído en él tan tamaño honor. El campesino se sentía igualmente afortunado, mucho más cuando, años más tarde, tuvo la misma suerte. Sucedía que Las Cortes debían jurar fidelidad al heredero. Un miembro de cada estamento podía pronunciar unas palabras, ¿y a que no sabéis a quién eligió la reina como representante del pueblo llano? Poco acostumbrado a hablar en público, los asistentes quedaron maravillados al escuchar su pequeño discurso y, sobre todo, al ver la emoción con que lo pronunciaba, sin apartar los ojos del joven príncipe de ocho años.

Años más tarde, le correspondió el mismo honor cuando fue presentada la prometida del príncipe y lo mismo cuando la tomó por esposa, pues fue él quien felicitó al príncipe en nombre del tercer estamento y todos coincidieron en la dicha que desprendían sus palabras.

La suerte, no obstante, le abandonó a la muerte del rey, eligiendo la reina viuda a otra persona para presentar sus respetos en nombre del pueblo llano. Pelinor no mostró decepción alguna en su rostro y la gente, que olvida pronto, apenas dedicó unas semanas a esta novedad. No se podía tener suerte toda la vida.

Pues se equivocaban ya que cuando nació el primer hijo del joven rey, la reina viuda volvió a elegir a Pelinor para que, en nombre del pueblo, manifestara su alegría por la continuidad de la regia estirpe. Y vaya si lo manifestó. Su discurso y la agitación de sus palabras fueron largamente comentadas.

Mucho más asombro causó la muerte de Pelinor, no por la muerte en sí, pues lo frecuente era que después de los cuarenta te abandonara la salud, sino por la suerte que tuvo en su entierro. Otra tradición permitía elegir a la reina viuda que la familia real asistiera al funeral de uno de sus vasallos. Efectivamente, la reina viuda, visiblemente afectada, acudió con todos, incluido su hijo, el rey, quien, en señal de respeto, se desciñó la corona para colocarla sobre el ataúd de Pelinor. Fue entonces cuando de los largos cabellos oscuros del joven rey, un mechón blanco ondeó sin complejos ante todos.

Y sí, ese mechón blanco fue muy comentado durante mucho tiempo.



LA CONDENA


Deambulaba por las calles, triste, solo, sin amigos. Las luces de las farolas se reflejaban en el asfalto bañado por la lluvia. Era la única imagen que le agradaba de aquella gran ciudad a la que había sido condenado a vivir. Salía por las noches y vagaba sin rumbo en busca de la soledad. Cuánto extrañaba su pequeña e itinerante comunidad. Ahora se daba cuenta, ahora se arrepentía, cuando era ya demasiado tarde. Veinte años; dos décadas de condena, ni más ni menos. Ese había sido su castigo. En eso había consistido la maldición que habían arrojado sobre su cabeza. Veredicto inapelable. Ni siquiera sus padres intercedieron por él. Todo por su incorregible comportamiento, por su orgullo, por su indiferencia constante hacia la seguridad del grupo. Qué tarde era ya para intentar cambiarlo.
Lo que menos soportaba, lo que le laceraba el alma era caminar erguido. Aunque ya no se reconociera, era ese detalle el que más le humillaba. Ni tener que vestirse o comer con cubiertos igualaban tal sufrimiento.
Esa noche solitaria y húmeda la nostalgia podía con él. Pensaba incluso en acabar por la vía rápida pues a nada le veía sentido en aquella vida de tortura. Fue entonces cuando un sonido familiar le hizo levantar la vista. Un puñado de recuerdos despertaron mientras seguía su origen. Una melodía resonaba desde el interior del metro. Bajó esperanzado, movido por un deseo sincero, aunque inútil, de volver a encontrarse con sus compañeros. Su sonrisa se desvaneció al comprobar que solo se trataba de un músico ambulante, talentoso, no le cabía duda, pero muy lejano a lo que él había soñado. Atravesó el grupo que se refugiaba de la lluvia hasta colocarse frente al joven intérprete. De pronto, en un arrebato incontrolable, le arrancó la trompeta de las manos. A pesar de su protesta, no pudo evitar que se la llevara a la boca. Sopló con fuerza, como si quisiera desgarrar el aire. El trompetista y los allí reunidos le miraron atónitos, no porque del instrumento hubiera extraído una bella melodía sino por el sonido desesperado que se prolongó por la estación y que tanto les recordó al lamento de un elefante.



EL GEMELO CABRÓN (relato épico-mitológico)

El joven Huan Yue había llegado a la prueba final. A su lado, el gran maestro de la ancestral orden de la flor marchita sobre la tortuga voladora le observaba con admiración contenida. Pocos, muy pocos, alcanzaban el lugar al que había llegado el joven discípulo para ingresar en la orden.  Las pruebas habían sido tan duras como los trabajos de Hércules, o quizás más, pues  se había tenido que enfrentar a un dragón de dos cabezas al que solo podía derrotar bailando canciones tradicionales de las regiones perdidas del norte, y sin ayuda, no como el griego cuando mató a la hidra, insignificante lagarto frente al majestuoso dragón musical; ni había tenido que derrotar a un ejército de muertos vivientes, ni soportar el dulce y monótono golpeo de una gota de agua sobre su frente durante cuatro días; ni ver seguidas todas las películas de Lars Von Trier. El joven Huan Yue sí. Ahora faltaba una última prueba. Frente a él se encontraban dos hombres exactamente iguales.
                -Joven Huan Yue, mi discípulo más aventajado –empezó diciendo el maestro-, has superado todas las pruebas; has dado muerte al dragón de dos cabezas bailando canciones tradicionales de las regiones perdidos del norte, has derrotado a un ejérci…
                -Maestro- le interrumpió su discípulo con estudiado respeto- No repitáis mis hazañas, que el lector ya las conoce.
                El maestro refunfuñó introduciendo las manos en las anchas mangas de su camisa.
                -Como decía, has llegado hasta el final, te enfrentas a la última prueba. La prueba del gemelo cabrón. Frente a ti tienes a dos gemelos. Son idénticos.
                -Disculpadme, maestro.
                -¿Qué?- preguntó él sin mucha paciencia.
                -Si fueran dos gemelos, frente a mi vería a cuatro personas.
                El maestro miro a los gemelos y luego a su discípulo. Su rostro parecía contener un reproche de los grandes, pero optó por volver a refunfuñar.
                -Frente a ti, mi joven discípulo, ves unos gemelos- y le miró buscando su aprobación- Bien, como puedes ver, son idénticos, incluso tienen el mismo tono de voz, el mismo color de ojos, el mismo andar, solo que uno de ellos es un cabrón y el otro no. Elige con sabiduría pues con uno de ellos debes pasar los próximos tres años, obedeciéndole en todo cuanto te ordene. Tienes cinco minutos.
                -No necesito ni un segundo, maestro.
                -¡Cómo!- exclamó sorprendido el anciano de lo que parecía un exceso de arrogancia de su discípulo.
                -Sí, no necesito tiempo para decidir. Ya lo he hecho.
                El anciano volvió a refunfuñar.
                -¿Y bien?,  ¿a quién has elegido?
                -Al gemelo cabrón, por supuesto.
                -¿Cómo que por supuesto? ¿Por qué motivo has elegido a un cabrón al que vas a estar obedeciendo los próximos tres años?
                -Muy sencillo, maestro. De un gemelo me habéis dicho que es un cabrón, pero del otro no me habéis dado ninguna información.
                -Te he dicho que no es un cabrón.
                -Pero nada más; podría incluso ser algo peor. Por eso he elegido al gemelo cabrón. ¿He obrado con sabiduría, maestro?
                El anciano le miró fijamente para luego mostrarle una pequeña sonrisa con la que quiso reflejar el orgullo que sentía por su alumno.
                -Nos veremos dentro de tres años- y le extendió el brazo derecho indicándole que acompañara al gemelo cabrón.
               
                


EL ESCONDITE (microrrelato de intriga un tanto desasosegante)

Es curioso cómo se desarrollan los acontecimientos en nuestra vida, o cómo afectan en nuestras decisiones, porque si me hice policía fue por el enfado de mi primo Daniel. Cuando éramos unos chiquillos siempre jugábamos al escondite y siempre era mi primo el primero en ser encontrado. Nos reíamos mucho de él por este motivo, hasta que un día nos dijo que se iba a esconder tan bien que nadie le encontraría. Conté hasta cien y se escondió. Todos se escondieron. Han pasado veinte años desde entonces y aún no lo hemos encontrado.


CINEFILIA

El cáncer de mi madre fue cruel. ¿Cuál no lo es? Luchó durante años, pero el jodido siempre se acababa reproduciendo y, en cada ocasión, en un sitio diferente. El último se camufló bien. Creo que de verdad esa enfermedad tiene vida propia, inteligencia, pues se escondió en el líquido de la médula provocándole unos dolores de cabeza insufribles.

Tan intenso era el dolor que terminó por hacerla vivir en una realidad paralela, o quizás en un pasado remoto, su infancia, con toda probabilidad. Debía seguirle la corriente porque hacerla recapacitar para que regresara conmigo  acrecentaba aún más su sufrimiento y confusión. Por ello, tan pronto la habitación se llenaba de amigas del colegio, como aparecía su madre con su bata habitual para enseñarle a cocinar, o su padre vestido con su uniforme militar, el mismo con el que murió en la Guerra Civil, o también Nicolas Cage.

Me costó reconocerle, pero era él. Al principio, mi madre se limitaba a señalar una silla vacía de la habitación para insistirme en que ahí aguardaba un hombre sentado. No había nadie, por supuesto pero yo le seguía su ilusión. Le preguntaba si el hombre quería algo y ella me decía que no, que simplemente le miraba. Ella le devolvía la mirada con ternura pero yo estaba demasiado afectado por su enfermedad como para darme cuenta de que aquellos eran sus momentos más serenos.

No sé cuántas personas siguieron poblando la habitación. Un día apareció un tal Rick. ¿Quién podía ser? Mi madre no paraba de decirme que se había enamorado de él mucho antes de conocer a mi padre, pero que aquello era un amor imposible porque ella no había querido ir a Marruecos con él. Luego vino una tal Ana, princesa, por lo visto, que le insistía en que le acompañara en las vacaciones que tenía previstas en Roma. Qué confuso era todo para mí, sobre todo cuando vi que se azoró por completo; tensó su cuerpo, incluso se reincorporó nerviosa apoyando la espalda en la almohada. Me anunció la llegada de un hombre alto, fuerte, completamente calvo, de rostro chinado y cartucheras con revólveres. Se llamaba Chris y estaba allí para decirle que él y sus seis compañeros habían vencido al malvado Calvera.

Aquellas dos semanas el desfile fue interminable; que si un niño que había pedido un deseo para ser mayor, que si un hombre que se disfrazaba de una mujer para entrar de criada en su propia casa e intentar recuperar a su familia, que si un joven algo retrasado que contaba su vida a quien quisiera escucharle mientras esperaba la llegada al autobús…El que no faltaba nunca era el hombre de la silla. Aparecía en su imaginación siempre al final del día y, según mi madre, nada decía.

Llegó la morfina y con ella la inconsciencia. Médicos y enfermeras me aseguraban que no sufría, pero yo no estaba tan seguro: su cuerpo consumido, su respiración agitada, pero profunda como si desde su sueño quisiera decir sus últimas palabras, me hacían temer que no era del todo cierto. Yo la miraba echando de menos sus desvaríos. Ya no despertaría pero los días se prolongaron en aquella situación sin sentido. Ya solo me cabía desear su muerte.

Entonces me di cuenta; desperté, mis propios recuerdos me hicieron reaccionar. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? Yo sabía quiénes eran todas aquellas personas; ella me las había hecho conocer y amar llevándome al cine o mostrándome en casa el cine clásico que tanto adoraba. Sonreí pero también temblé. Miré a la silla. Por supuesto, estaba vacía. Nadie salvo mi madre y yo estábamos en la habitación. Quise rendir un pequeño homenaje a mi madre y seguí su propia ilusión. Miré a la silla y ahí estaba Nicolas Cage, o su personaje en Ciudad de Ángeles. Vestía de negro y no miraba a mi madre sino a mí. Comprendí la emoción de sus ojos y le hablé; sí, le hablé como si realmente estuviera ahí. Sé que fue una estupidez pero lo hice.

“Llévatela. Ya ha sufrido bastante”

Diez segundos más tarde; no fueron más, lo juro,  me llamó la atención el profundo silencio de la estancia. Mi madre había dejado de respirar.





EL ABORTO DEL INFIERNO (microrrelato de terror)

El aborto del infierno halló acomodo fácil en la tierra. Ser vil y ladino. Principio del mal que se alimenta de tu alma. Destructor de toda esperanza. Ladrón de ilusiones. Embaucador de inocentes, ignorantes e idiotas. Aún así, se presentará a las siguientes elecciones y volverá a salir elegido.




DON ARMANDO

Esa semana miraba don Armando con preocupación el almanaque de su cocina.

Don Armando era un amante de la cultura. Todos le admiraban precisamente por eso; lo consideraban incluso una virtud, un don al que no todos habían tenido acceso y él sí. Su elegancia en el vestir también era celebrada, siendo señalado siempre como el perfecto caballero. Jubilado, viudo y sin hijos, don Armando había encontrado en la cultura su refugio, al menos así lo interpretaban conocidos y desconocidos. No podía ser de otra manera pues no había inauguración de un acto cultural en el que no estuviera, en especial las pictóricas, fotográficas o literarias, es decir, aquellas en las que el autor hablaba de su obra para luego conversar animadamente mientras comían los aperitivos de la exposición. Ataviado con su mejor traje, nunca dejaba escapar don Armando la ocasión de acercarse al autor para comentarle su intervención y los artistas, siempre ávidos de reconocimiento, se lo agradecían sinceros al tiempo que le invitaban a una copa o a cenar, tal era la capacidad de relacionarse del jubilado.

Esa semana miraba don Armando con preocupación el almanaque de su cocina. Ningún acto cultural previsto, y era la última semana de mes. Fue a su dormitorio y guardó su mejor traje, su único traje, su posesión más preciada. Lo miró como queriéndose disculpar por la gravedad de las circunstancias y, aunque no abrió la boca, le dijo con desasosiego: esta semana no sé cómo vamos a comer. 




¿Y SI...? (relato de intriga)


La vuelta al mundo en ochenta días. Eso fue lo último que supimos de Nadia. Sus últimas palabras, al menos por escrito. Me envió un mensaje al móvil con el título de la novela de Julio Verne. Poco después supimos de su desaparición en medio de su viaje a La India. Informé a la policía sobre el mensaje, pero al poco, me dijeron, tal y como yo sospechaba, que no les había llevado a nada. Las dudas y las preguntas me atormentaron durante días. Muchas noches pasé sin dormir tratando de averiguar el sentido de aquel mensaje. No pude más. Pedí una excedencia en el trabajo y con mis ahorros hice el mismo itinerario que el protagonista de esa novela hizo por el mundo, solo que yo tardé más, pues me detuve preguntando hasta la saciedad si alguien había visto a la mujer que les enseñaba en la fotografía. Nada. En ningún lugar de aquel trayecto hallé ni una sola pista. Dos años me llevó, no solo el viaje sino mi ruina.
Ahogando mi impotencia en un bar, le conté al amigo que me acompañaba mi desgracia. Entonces él me dijo: ¿y si el mensaje no hacía alusión a la novela?, ¿y si se refería al libro físico, a un ejemplar en concreto de la novela? Pensé seriamente en un infarto al corazón al escuchar aquellas opciones. Me fui sin despedirme y dejando que él pagara la cuenta. Ya en casa elaboré una lista de los familiares y amistades de Nadia, con el objetivo de visitarles esgrimiendo cualquier escusa, después de todo, yo siempre les había caído bien a todos. Fui descartando las bibliotecas de cada uno de ellos.

Decepcionado, desilusionado, visité a sus padres. Aprovechando que me dejaron solo, busqué entre sus libros hasta que hallé un ejemplar de la novela. Mi corazón se aceleró. Era mi última oportunidad. Cogí el libro y lo abrí. Nada, ningún mensaje, nada escrito en sus hojas desesperadamente, ninguna nota. Sin embargo, cuando hice por cerrarlo, algo cayó de su interior. Era pequeño y cuadrado. Me agaché para recogerlo, momento en el que entró el padre de Nadia con la bebida que me había ofrecido. Como pude, me metí el objeto en el bolsillo y simulé estar interesado por ese libro en concreto. “Era el favorito de mi hija cuando no era más que una niña”, me dijo en un lamento. Impaciente hasta decir basta, se me hizo eterna la hora que estuve con ellos. Cuando salí, lo primero que hice fue llevar la mano a mi bolsillo. Ahí estaba el objeto. Era la tarjeta de memoria de una cámara fotográfica. Corrí hacia casa y la introduje en el ordenador. Lo que vi me dejó horrorizado. Entonces lo comprendí: Nadia no viajaba de vacaciones; estaba huyendo. Hice una copia de seguridad y me dirigí de inmediato a la policía. 


LA RUEDA DE PRENSA

El Comisario Trápaga detestaba hablar en público. Básicamente, detestaba a la gente, no como entes individuales dignos de amar y respetar,  sino como grupo. Las multitudes le ahogaban y más de diez personas juntas las consideraba una secta. Tan recurrido como conocido era su dicho de que el pueblo es hermoso pero la gente es gilipollas. Por eso, aquella tarde podía considerarla como uno de los momentos más difíciles de su carrera. Todos aquellos focos apuntándole, periodistas de todos los medios junto a corresponsales del mundo entero ansiosos por oírle hablar y asaltarle con sus preguntas. Entendía que aquel revuelo estaba justificado pero maldecía que le hubiera tocado precisamente a él llevarlo. ¿Quién le había mandado a detener a ese loco desarrapado que andaba perdido por las calles?

Los flashes de las máquinas castigaban sus pupilas de tal modo que consideró aquel instante como el más idóneo para empezar la rueda de prensa. Tan solo tuvo que mostrar las palmas de las manos y toda la sala quedó en el más expectante de los silencios. Sentado junto al comisario se hallaba el loco al que había detenido.

-Bien, buenas tardes- el comisario hubiera preferido que su voz hubiera sonado más cavernosa. Sin embargo, tuvo que conformarse con un tono que reflejó sin tapujos su nerviosismo-. He convocado esta rueda de prensa para confirmar lo que algunos medios han adelantado ya. El detenido, aquí a mi lado, ya no es tal sino nuestro protegido, pues ha podido demostrar su identidad. Ha sido propuesta suya la de dar esta rueda de prensa, aunque, que sea dicho de paso, yo opino que no es buena idea. Ahora, si queréis empezar con las preguntas.

Como si de una bandada de estorninos se tratara, las manos de los periodistas se levantaron al unísono agitándose al viento por ser elegidos. El comisario optó por conceder el turno de palabra a los periodistas que ya conocía.

-¿Cómo ha demostrado su identidad?- preguntó alzando la voz ante el constante ruido de las cámaras.

El comisario y su protegido se miraron sin saber qué decir.

-¿A quién preguntas?, ¿a mí o a él?- peguntó Trápaga señalando a su protegido.

-A usted, comisario.

-Bueno- Trápaga tuvo que carraspear, visiblemente nervioso, incluso azorado-, digamos que hizo lo necesario para convencernos. Pero hacedle las preguntas a él, que para eso fue idea suya convocaros a todos.

De nuevo las manos alzadas de los periodistas, desesperados por tener el honor de hacerle la primera pregunta.

-¿Es verdad que no ha querido venir en todo este tiempo por la paliza que le dieron?

El comisario se tapó la cara con la mano ante la barbaridad que acababa de oír. El protegido, aún vestido con sus ropas raídas, y descalzo, se tomó la cuestión con mucha serenidad.

-No, eso no es cierto. Creí que había quedado claro que asumí esa paliza como necesaria.

-¿Entonces por qué ha tardado tanto en volver?- preguntó otro periodista sin esperar al turno.

-Bueno, he estado ocupado.

-¿Por qué habla español?- preguntó otro.

El protegido mostró una pequeña sonrisa, reflejo de lo extraña que le había resultado la cuestión.

-¿Y por qué no iba a hablarlo? Conozco muchos idiomas.

-¿Su madre qué piensa de todo esto?

-Mi madre siempre ha apoyado todas mis decisiones. De hecho, he regresado a petición suya.

-¿Qué le parece la situación actual?

-¿De España?- preguntó el interrogado.

-Del mundo.

-Pues la veo algo complicada. Parece que no me han hecho mucho caso. No esperaba encontrármelo así, la verdad.

-¿Y qué piensa hacer?

El protegido suspiró.

-Intentaré arreglarlo, supongo.

-¿Cómo?, si puede saberse.

Iba a abrir la boca el protegido cuando el ayudante de Trápaga entró sin miramientos en la sala y corrió hasta quedar frente al comisario, dejando a todos los presentes a la expectativa.

-¿Me voy a cabrear?- le preguntó Trápaga en un susurro.

El ayudante optó por inclinarse hasta llegar al oído derecho del comisario. Los ojos de este mostraron a los presentes lo grave que debía ser el asunto. Tanto, que Trápaga se levantó como impulsado por un resorte.

-Bien, esta rueda de prensa se ha terminado.

Sin añadir una apalabra más, cogió del brazo a su protegido y lo arrastró consigo fuera de la sala. De nada sirvieron las protestas de los convocados.

-¿Pero qué sucede?- preguntó con alarma el protegido sin oponer resistencia al comisario.

-¿Que qué sucede? Usted y su feliz idea. Mire que se lo advertí.

Trápaga subía las escaleras sin darle tiempo a un respiro.

-Pero no comprendo.

-Hay una multitud ahí fuera que ha rodeado el edificio- le explicó sin detenerse-. Algunos han empezado a entrar. Esto no es lugar seguro.

-Pero es lógico que quieran verme, déjeles entrar.

-¿Pero es que no lo entiende? No todos quieren verle. Hay quien quiere agredirle. Piden su cabeza.

-¿Pero por qué? ¿Qué les he hecho yo?

-Y yo qué coño sé. Usted sabrá.

-Santo dios.

-Sí, eso digo yo.

-Quizás he estado demasiado tiempo fuera.

- Lo que sí sé es que en las calles han empezados las revueltas entre quienes le defienden y los que están cabreados. Lo que demuestra que la gente es gilipollas.

-¿Gilipollas?- preguntó el protegido sin comprender.

-Idiotas, que son idiotas.

-¿Y a dónde me lleva?

-A la azotea, ahí nos espera un helicóptero.

-¿Pero es que huimos?

-Pues claro, ¿qué pensaba? Se lo dije, mire que le dije que no era buena idea lo de la dichosa rueda de prensa.





GRACIAS, MI AMOR


Qué tenso el silencio. Siempre lo era cuando discutían, y más si iban en el coche. Lorenzo conducía; miraba al frente, evitando la mirada de su esposa, quien, cruzada de brazos, esperaba cualquier palabra de su marido para rebatírsela. Ambos sabían que tras las riña llegaba la reconciliación, con arrumacos y caricias, aunque no en el coche, no al menos mientras estuviera conduciendo.

Aquella noche el silencio estaba siendo más prolongado de lo habitual.

-¿Es que no vas a decir nada más?- Le espetó su esposa-, ¿te vas a quedar callado todo el camino?
-¿Y qué quieres que diga? Ya lo has dicho todo tú- respondió él sin mirarla.
-Ya estamos con tus palabritas de siempre, como si yo aquí tuviera la última palabra en todo, ¿no?-Lorenzo no le respondió- ¿no? Habla, por dios, di algo.
-No sé qué decir- dijo al fin.
-Pues, entonces, despierta- le ordenó ella.
-¿Cómo dices?
-Que despiertes.
-¿Pero qué tonterías dices? Estoy despierto.
-Que no, hombre, que no, que no estás despierto.
-Que te digo que sí.
-¡Que despiertes de una vez!

Lorenzo despertó justo a tiempo de dar un volantazo y esquivar así el coche que le venía de frente. Con el corazón a punto de escapársele por la boca fue reduciendo la velocidad para detenerse en la cuneta. Respiró profundamente, como si lo hiciera por última vez y miró al asiento vacío del copiloto.

Cuando llegó a casa lo primero que hizo fue acercarse al dormitorio. La puerta estaba cerrada. Dudó en abrirla. Llevaba casi tres semanas sin entrar. Por fin, la abrió. Todo seguía tal y como lo había dejado la última vez, tal y como le gustaba a ella. Se sentó en la cama y miró la fotografía de ambos sobre la mesilla de noche. Sonreían. Eran felices. Lorenzo cogió la fotografía y acarició la imagen de su mujer.

-Gracias, mi amor- dijo con la voz quebrada por el llanto.


REFLEJOS DE UN INCOMPETENCIA

Cuando todavía vivíamos los ecos del intento de involución rancia y cutre del ochenta y uno, Luis recibió una visita del todo inesperada. Para ser más exactos, la visita en sí poco tuvo de inesperada pues el cartero llamaba a su puerta, al menos, una vez al mes con las típicas facturas y recibos. Lo que tuvo de sorpresivo, de impactante, de desconcertante (y así podría seguir con decenas de calificativos sin temor a quedarme corto), lo que, en definitiva, hizo temblar los cimientos de su vida, y de su familia, fue lo que para él llevaba ese día el funcionario de correos.

Luis era un pequeño empresario hecho a sí mismo. Sus sueños de vivir en libertad se habían ataviado con un pesado manto de responsabilidades desde que tuviera su primer y único desamor. El golpe había sido duro pero había sabido levantarse, volver a enamorarse, casarse, tener dos hijas (en aquel momento en edad de riesgo social) y caminar con rumbo seguro hacia una jubilación en la que esperaba ponerse al día con todas las lecturas atrasadas. Sí, diríamos que Luis había conseguido algo que podríamos definir como felicidad conformista.

-Luis, ¿abres tú?, yo estoy con la lavadora.
-María, yo tampoco puedo ahora.

Luis quiso replicarle a su esposa que él estaba con la mirada fija en la cafetera y que no podía desatenderla, pero, ante la insistencia del timbre (y por no volver a oír a su esposa), puso el fuego al mínimo y se dirigió a la puerta.

-Buenos días, don Luis- le saludó el cartero con su habitual sonrisa.
-No es primero de mes- le contestó descuidando sus modales.
-Lo sé, lo sé, no traigo facturas- abrió su saca de cuero para coger un sobre de aspecto mustio-. Tenga- y se lo ofreció-. Con las disculpas de Correos.
Luis cogió la carta con desconfianza.
-¿Qué significa esto?
-Pues que llevaba perdida en nuestras oficinas veinte años nada menos, pero, finalmente, ha aparecido. Espero que no fuera nada importante. Lo dicho: nuestras disculpas y que pase un buen día.
El cartero se retiró con la astucia, y discreción, de quien no quiere volver a ser interpelado, quedando Luis con la vista fija en el remitente del sobre. No podía creerlo, simplemente, no podía creerlo. Hubo de apoyarse en la puerta para encajar el golpe. Tras unos segundos en los que creyó desmayar, se recompuso y regresó a la cocina. Se sentó pensando si debía abrir la carta, sintiéndose como un artificiero de explosivos ante una bomba. ¿Cable azul o cable rojo? Un sudor frío empezó a deslizarse por sus mejillas. La abrió.

“Hola, Luis, mi amor. La verdad es que no sé bien cómo empezar esta carta. Supongo que debería empezar por disculparme. Lo haría por teléfono pero, que yo sepa, sigues sin ponerlo. Tienes que entenderme: tu propuesta me cogió por sorpresa. No me lo esperaba. Por supuesto que te amo, pero irnos así, a vivir la vida, sin ataduras, fue algo que no supe asimilar bien. Me educaron para ser esposa y madre de mis hijos, Luis, entiéndelo. Pero he reflexionado todas estas semanas y ahora sé bien lo que quiero. Te quiero a ti y anhelo con todas mis fuerzas esa libertad de la que tanto me hablas siempre. Deseo tenerte a mi lado, deseo que seas el amor de mi vida. Entiendo que estés tan molesto conmigo que no desees contestarme. Así lo entenderé si no recibo una carta tuya o no vienes a verme. Estaré en casa de mis padres, esperándote. Solo tienes que coger el tren; además, tengo una sorpresa para ti. Tuya, Susana”.

Las manos de Luis temblaban. Su corazón se había acelerado con cada palabra que leía. Las primeras lágrimas empezaban a salir cuando oyó los pasos de su esposa.

-¿Quién era, cariño?
Luis dudó si debía esconder la carta. Optó por permanecer inmóvil, aportando a su mirada toda la naturalidad que podía, aunque para eso tuvo que restregarse los ojos simulando una picazón inesperada.
-El Cartero.
-Qué raro, no es primero de mes.
-Eso le dije yo.
-¿Y qué es?
-¿El qué?
-¿Qué va a ser?, la carta que tienes en las manos.
Luis creyó que su garganta se había bloqueado.
-Publicidad- dijo al fin-. Una enciclopedia o algo así.

En ese momento, la cafetera empezó a reclamar la atención de los presentes.





ESFUERZO PATERNO

“Érase una vez que se era un reino donde la alegría y el consuelo anidaban a partes iguales en los corazones  de sus habitantes”

-¿Por qué, papá?
-Sí, ¿por qué? ¿Era el cumpleaños de la princesa?
-No, nada de cumpleaños, que salen muy caros.
-¿Qué?
-Nada, nada, vosotros escuchad.

“El motivo de tanta alegría era nada más y nada menos que la victoria en la guerra”

-¿Contra el Team Rocket?
-¿Contra quién?
-Son enemigos de los Pokemon.
-No, nada de Pokemon. ¿Y tú ahora por qué lloras, cariño?
-No me gustan las guerras.
-Pero esta ya acabó y ganaron los buenos.
-Pero, papá, no nos cuentes el final.
-Pero si he empezado por el final.
-Jo, qué rollo de cuento.
-Vosotros esperad, que ya veréis que la cosa se pone buena.

“El rey había vencido al monarca vecino, que con su avaricia había querido poseer más tierras”

-¿Qué es avaricia?
-Vale, lo cambio, lo cambio.

“El rey había vencido al rey vecino que era muy malo”

-¿Muy malo?
-¿Cuánto de malo?
-Muchísimo. El más malo de todos, horroroso, espantoso. ¿Y ahora qué te pasa?
-Tengo miedo.
-¿Pero por qué?, si  no es de miedo.
-Has dicho que era espantoso. No quiero escuchar más.
-No, ya verás que no es de miedo. Mira a tu hermano, el no tiene miedo.
-Pero el otro rey es malo, ¿no?
-Sí.
-Y le venció, ¿no?
-Sí.
-¿Y ya está?
-No, claro que no. Acabo de empezar. Oh, a ver cuándo vuestra madre cambia el turno en el hospital.
-¿Qué?
-Nada.

“Pero la gente no solo era feliz por la victoria; todos coincidían en mostrar su asombro”

-¿Por qué?
-Cariño…Te juro que te lo voy a contar ahora mismo.
-Vale.

“No se asombraban porque el rey condecorara a los más valientes de sus soldados. Se asombraban porque el más alto honor de esta guerra se lo había concedido a la institutriz de su hijo”

-Vale, ok, no hace falta que me preguntéis. Comprendo vuestras miradas. Una institutriz es como una profesora que atiende a solo un niño, en este caso al hijo del rey.
-¿Y no tiene que ir al cole?
-No, claro, le da las clases en el castillo.
-Qué guay.
-Un enorme castillo que…
-¿Y no tiene amigos?
-¿Quién?, ¿el hijo del rey? No lo sé, ¿por qué?
-Porque no va la a la escuela.
-Pues…supongo que no; la verdad es que no lo había pensado. ¿Vuelves a llorar?
-Es que no tiene amigos.
-Sí que tiene.
-Tú has dicho que no.
-Claro que tiene, que sí…su, su, institutriz es su mejor amiga. Va con él a todos lados. ¿Mejor?

“El caso es que la institutriz recibió la medalla más importante”

-¿Y sabéis por qué? Vaya…ahora no preguntáis.

“La gente sí se lo preguntaba; vaya que sí. ¿Cómo es que una simple profesora era premiada con esa distinción si ni siquiera había luchado en la guerra?”

-Hizo trampas.
-¿Cómo?
-Si no fue a la guerra tuvo que hacer trampas.
-No, claro que no hizo trampas. ¿Por qué os iba a contar un cuento donde se gana con trampas?
-¿Qué?
-Nada.

“Para entenderlo, tendríamos que retroceder unos cuantos años en el tiempo”

-¿Cuántos?
-¿Cuántos qué?
-¿Cuántos años?
-Pues no lo sé, unos cuantos…El príncipe era un crío como vosotros

“La anciana institutriz, que tantos años había servido a su rey, debía retirarse y descansar, de modo que el rey buscó una nueva para su hijito”

-¿Y la reina?
-¿Qué le pasa?
-¿Dónde está?
-Y yo qué sé.
-Es que nunca la nombras.

“El rey y la reina, vieron muchas candidatas a institutriz, pero ninguna les convencía”


-¿Por qué?
-Francamente, no lo sé.

“Hasta que por fin encontraron una. La reina no estaba muy de acuerdo con la elección de su esposo, pero éste le decía que no había que buscar más. Incluso los habitantes de su reino quedaron sorprendidos cuando lo supieron”

-¿Por qué? ¿Era muy fea?
-sí, ¿Era muy fea?
-No, claro que no. ¿Y qué si era fea? Chicos, recordad que la belleza siempre está en el interior.
-Eso es lo que dicen los feos.
-¿Pero qué dices? ¿Quién te ha enseñado eso?
-No sé.

“No. La institutriz no era fea. Había sido expulsada del reino vecino, el que años más tarde empezaría la guerra”

-Por fea, la echaron por fea.
-Que no.

“Cuando el rey supo el motivo por el que la había echado su vecino la aceptó de inmediato, pese a la negativa de su esposa”
“Ya verás- le dijo- llegará un día en que esta institutriz nos salvará”
“La reina aceptó la decisión de su esposa, y el príncipe creció sano y felizmente educado por la institutriz. Esta informaba puntualmente a sus padres de los progresos de su hijo, pero también de sus defectos”

-Como hace nuestra profesora.
-Exacto, eso es, muy bien. Veo que estáis entendiendo el cuento.
-La chivata.
-Pero, hijo, ¿qué dices? ¿Cómo que chivata?
-Sí, lo cuenta todo.
-Pero es su trabajo. En fin, sigo.

“El rey escuchaba atentamente todo lo que le decía la institutriz y trataba de corregir a su hijo como buenamente podía”

-Era el rey, su hijo tenía que obedecerle.
-Cariño, cada padre es un rey en su casa.
-¿Entonces tú eres un rey?
-No exactamente…
-¿Eres rey o no eres rey?
-Era, era una metáfora, por dios.
-¿Una qué?
-Sigo.


“De modo que el príncipe llegó a la mayoría de edad como un buen hijo que todo lo compartía con sus padres. Apenas discutían y siempre trataban de entender sus puntos de vista. Cuando estalló la guerra con rey malo, el príncipe luchó junto a su padre hasta la victoria final. Sin embargo, el otro príncipe discutió cada una de las órdenes de su padre…”

-¿Sí, cariño?
-¿Cuántos príncipes hay?
-Dos, hay dos. Tienes razón, no había hablado del otro príncipe. Joder, qué difícil es esto.
-Has dicho una palabrota.
-No, qué va, es del cuento.
-Se lo voy a decir a mamá.
-¿Ah, sí? ¿Quién es la chivata ahora? Ja. ¿Y ahora por qué lloras?
-Yo no soy ninguna chivata.
-Claro que no, cariño mío, claro que no. No me hagas caso.
-Eres una chivata, eres una chivata.
-Cállate hijo, por dios.

“El rey malo tenía un hijo que había sido educado por nuestra institutriz hasta que la echaron. Ese príncipe, el dey rey malo, no el dey rey bueno, había crecido muy malo”

-Como su padre.
-Exacto, muy bien.

“Pues cuando llegó la guerra, el rey malo y su hijo discutieron por todo, hasta que el hijo fue contra su padre. Eso lo aprovechó el rey bueno para ganar la guerra. Y todos fueron felices y comieron perdices”

-¿Y la institutriz?
-Ostras, es verdad.
-No me gusta comer perdices. Las perdices son animales buenos.

“Cuando el rey condecoró a la institutriz le recordó a su esposa las palabras que le había dicho cuando la aceptaron en la tarea de educar a su hijo”
“¿Y por qué, amado esposo, padre de mi hijo? ¿Por qué lo sabías?’”

-Sí, ¿por qué?
-Por fea.
-Y dale con la fea.

“Cuando hablé con ella por primera vez- le contestó el rey- le pregunté los motivos por los que le habían echado del reino vecino y me dijo: “Por decir la verdad; yo siempre digo la verdad” “¿Y qué fue lo que le dijiste para que no quisiera verte más?- le preguntó el rey- “Le dije que su hijo era un chiquillo maleducado que necesitaba dos buenos azotes y que si quería se los daba yo mismo”
“Desde ese momento- le dijo el rey a la reina- supe que era la institutriz perfecta para nuestro hijo, y no me equivoqué”

-¿Qué?, no está mal el cuento, ¿eh?
-¿Pero ya acabó?
-Claro.
-¿Y el príncipe hizo más amigos?
-¿Qué?, no sé. ¿Pero es que no habéis entendido el cuento?
-No.
-Yo tampoco.
-Pues qué raro porque me lo contó vuestra profesora.




EN LOS LÍMITES DE LA REALIDAD (relato dialogado)


Cuando el guardia civil le ordenó pararse en la cuneta,  Mario creyó sufrir el mayor susto de su vida. La Benemérita siempre le había despertado mucho respeto y, como todos, levantaba presto el pie del acelerador cuando intuía la presencia de uno de sus coches patrullas. A medida que veía aproximarse al agente, apretaba el volante compulsivamente. Debía mostrarse sereno; después de todo, él no había hecho nada.

                -Buenas noches- le saludó el agente, acompañando sus palabras con el típico gesto militar- ¿Sabe usted por qué le he parado?
                Mario le miraba impresionado; no podía evitar fijarse en el bigote reglamentario del guardia civil. ¿Por qué lo llevarían todos?, se preguntaba.
                -Pues la verdad es que no, pero ya que lo menciona, es que llevamos un poco de prisa y si no le importa…
                El agente ignoró de plano la reivindicación del conductor. Demasiadas veces había oído lo mismo.
                -Iba usted dando bandazos. ¿Ha bebido?
                Los ojos parecieron saltárseles de las órbitas al pobre Mario.
                -¿Quién?, ¿yo? En absoluto. Es que iba discutiendo con mi esposa, pero nada serio, no crea…
                -Ah, ¿que iba hablando por el móvil?
                Ahora sí que Mario no entendió nada.
                -¿Perdón?, ¿Por el móvil?
                -Ha dicho que discutía con su esposa.
                -Claro, pero es que mi esposa está aquí. Salúdale, cariño, por favor- dijo volviendo el rostro hacia el asiento del copiloto.
                El agente sonrió tratando de mantener la paciencia.
                -¿Cómo ha dicho?
                -Que mi mujer está aquí. Discutíamos por tonterías, ¿verdad cariño? Y…
                -Espere, espere, espere- el agente dejó pasar unos segundos que a Mario se le antojaron eternos- ¿Me está tomando el pelo?
                Mario creyó que su estómago se le volcaba.
                -Pues claro que no. Nunca se me ocurriría algo así. No, por dios, ¿Por qué lo dice?
                -¿En serio me lo pregunta?
                -Sí, claro. Si he dicho algo que le haya podido ofender, le ruego que me disculpe.
                -Algo que me ofenda- repitió incrédulo- Tiene huevos la cosa. Todavía me dice que si me ha dicho algo que me ofenda. Ande, salga del vehículo.
                Mario tembló.
                -¿Pero por qué?
                -Mire, ya está bien la bromita.
                -¿Pero qué bromita, por dios?
                El agente se calmó y sonrió condescendiente.
                -Está bien, está bien. ¿Quiere jugar?, Juguemos. Dice usted que discutía con su mujer, ¿no es así?
                -Sí, claro, ¿verdad, cariño?- y miró a su derecha.
                -Y que no lo hacía con el móvil
                -Pues claro que no, ¿no ve que mi mujer está aquí?
                El agente desvió la vista cansado de la conversación.
                -Ya está otra vez. ¿Usted se burla de mí o es que está loco?
                -Ninguna de las dos cosas- dijo empezando a alterarse.
                -Está bien, si lo quiere así: ¿No ve que ahí no hay nadie?- dijo refiriéndose al asiento del copiloto.
                Mario quedó petrificado por unos instantes.
                -¿Cómo dice?
                -Sí, sí, sí. Ya está bien de tanta burla. Venga, salga del coche.
                -Oiga, por favor, que mi esposa está aquí conmigo. Le saludó antes y le saluda ahora también. Por favor, cariño, dile algo, rápido, que esto no es normal- y volvió a mirar al agente-¿Ve? ¿Satisfecho? Ahora, ¿sería tan amable de dejarnos continuar?
                El agente empezó a alterarse también.
                -¡Pero será posible! ¿Es que insiste?
                -¿En qué, dios mío? Si mi esposa está aquí. ¿No será usted el loco?- y miró rápido al asiento del copiloto- No, mi amor. Nos tenemos que poner en nuestro sitio; me da igual lo que me pase.
                -¿Me llama loco?- protestó el agente.
                -No se lo llamo, se lo pregunto.
                -Mire, ya está bien. Fuera de una vez, fuera la digo- le gritó.
                Mario tragó saliva.
                -Espere, espere, le diré lo que haremos.
                -Aquí solo se hace lo que yo digo. Está usted faltando a la autoridad.
                -No, espere, se lo ruego, escúcheme un momento. Ustedes siempre van en pareja, ¿verdad? Dígale a su compañero que venga, a ver si él tampoco ve a mi esposa. Oh, esto es de locos, desde luego- dijo mirando a su derecha- por favor, agente, hágalo.
                El agente suspiró cansado. Miró hacia atrás y gritó.
                -¡Ramírez!- y le hizo un gesto para que se acercara.
                Ramírez salió del coche y se acercó a su compañero.
                -A la orden, mi sargento.
                -Ramírez-le dijo en voz baja, aunque no lo suficiente como para que Mario no lo oyera-, tenemos aquí un chiflado. No sé si sería mejor llamar directamente al hospital. Echa un vistazo.
                Ramírez se inclinó para mirar en el interior del coche.
                -Señor- saludó a Mario-, señora- se incorporó y miró a su superior-. No veo nada extraño, mi sargento.
                El sargento sintió un frío helado que le subió por la espalda hasta la nuca.
                -¿Cómo has dicho?- preguntó con temor.
                -Que no veo nada extraño, señor.
                -No, no, antes. Has saludado a dos personas.
                -Claro, mi sargento, al conductor y al copiloto. Imagino que será su esposa.
                Las manos del sargento empezaron a temblar. Mario no pudo evitar mirarle con cara de satisfacción.
                -¿Qué?- le dijo al sargento-¿quién es el  chiflado ahora?




REENCARNACIÓN (relato breve)

                Alberto supo hacer creer a la policía con exquisita frialdad que él no tenía nada que ver con la muerte de su esposa; pero es que él era así, frío en los momentos más tensos, como cuando la asesinó. No es que pudiera esgrimir a su conciencia algún tipo de justificación. No.  Su terrible acción fue algo premeditado, calculado a conciencia desde el noviazgo. Ese es el motivo por el que los del seguro no tuvieron más remedio que pagar un cantidad astronómica que, sumada a la herencia del testamento, lo convirtió en uno de los hombres más ricos del país.
                Alberto no perdió el tiempo; por algo había estado esperando su momento tantos años. Gastó enormes sumas de dinero en los casinos solo por el placer de perderlos; contrató los servicios de costosísimas prostitutas de lujo; consumió todos los cruceros que el mercado ofrecía; se alojó en los mejores hoteles del mundo…En fin, para qué cansar.
                Pasada una década, Alberto empezó a aburrirse. Cualquier cosa que se obtuviera con dinero ya lo había probado y repetido hasta la saciedad. No obstante, nunca había matado animales; de modo que contrató los típicos servicios de cacería ilegal que pululan en África. Primero les tocó a los elefantes. Nunca se había sentido mejor decidiendo sobre la vida de un ser vivo tan descomunal. Por supuesto, nunca les perdonó.  Sus compañeros de matanza le animaron a la búsqueda y asesinato de los leones. Por un momento dudó, pero le tranquilizaron asegurándoles que ellos le protegerían; y, en efecto, la adrenalina se le disparó (nunca mejor dicho) cuando aquella fiera empezó a correr hacia él. Cinco disparos de gran calibre tuvo que efectuar para robarle la vida justo en el instante en que se abalanzaba contra él. Se sintió el rey del mundo, aunque le duró poco ya que uno de sus compañeros comentó que aquello no era nada en comparación con la caza del tigre. Esos demonios eran capaces de saltar hasta la grupa de un elefante y arrancarte un brazo con sus garras. Apasionante.
                Dispuso más recursos para organizar un espectacular safari clandestino por La India en busca de tan preciado felino solitario. Hasta los elefantes, temerosos, caminaban en silencio entre los juncos. Por fin, un mancha naranja y negra se vislumbró entre la maleza. No supieron cómo, pero en cuestión de segundos, el tigre había saltado con toda su majestuosidad contra el segundo elefante y tumbado a Alberto. El resto del grupo huyó despavorido sin poder controlar a los paquidermos.
                El tigre avanzó hasta Alberto, que ya se había meado encima, hasta acorralarlo contra un árbol. El cazador convertido en cazado. Sí, las típicas vueltas que da la vida. No obstante, el felino se tomo su tiempo. Observaba con redomado placer el rostro de su víctima  a un palmo de distancia. Alberto era incapaz de mirar a sus enormes ojos amarillos, pero cuando lo hizo, su cuerpo entero se estremeció al comprobar algo terriblemente familiar en ellos.




EL PROGRESO (cuento tradicional moderno)

Érase una vez que se era un viejo gruñón cuya única ocupación había sido su tienda de víveres. Lo de gruñir le venía desde que su amada esposa había fallecido, porque antes de tal desgracia siempre había sido muy alegre.
Casi veinte años hacía ya que nuestro viejo gruñía en su tienda. Gruñía por todo, incluida su propia existencia, pero, sobre todo, por el progreso.
-¿Qué es eso, abuelo?- le preguntó su nieta de cinco años señalando al local de enfrente.
-Eso es el progreso, que viene para quedarse- le gruñó.
Se refería al inmenso supermercado que estaba a punto de ser inaugurado en el barrio. Cualquiera le hubiera dado la razón al pesimismo de nuestro viejo pues tamaño establecimiento acabaría pronto con el suyo. ¿Cómo competir con esos precios?
Sucedió, no obstante, que el  negocio de víveres no solo sobrevivió sino que mantuvo su nivel de ventas. Ningún cliente le traicionó, a pesar de los precios y de sus gruñidos.
-Mira, aquí está el progreso otra vez, que viene para quedarse- protestaba cada vez que veía a los adolescentes entrar en su tienda sin apartar la vista de los móviles.
Un día, el viejo se sentó a reflexionar el motivo por el cual su negocio sobrevivía a pesar de todos los adelantos que atentaban contra su supervivencia, pero por mucho que se estrujaba el cerebro, no daba con ello. Sucedió entonces que fijó la vista en su nieta; siempre había estado con él. Ningún otro nieto pasaba más tiempo con su abuelo que ella, hecho extraordinario teniendo en cuenta que también le gruñía. Desde que cumpliera los tres años había acudido a la tienda de su abuelo, sin faltar un día. La sentaba en el mostrador y hacía las delicias de los clientes con su sonrisa y sus ocurrencias.
Claro, el mérito había sido todo de su nieta. ¿Cómo no se había dado cuenta antes si ella era el encanto personalizado? Cuantos más años cumplía más encantadora se mostraba. Con ocho años atendía a los clientes y no había dejado de hacerlo hasta ahora. Todos querían charlar con ella, llevarse una pizca de su entusiasmo. Por eso se llenaba de chavales la tienda. Además, era una estudiante muy aplicada; siempre con buenas notas.
Ay, pero bien sabemos todos que no hay nada que dure toda la vida, y mucho menos la felicidad. En efecto, la desgracia se abatió sobre nuestro viejo mucho más que cualquiera de los progresos que tanto había detestado; su nieta, con dieciocho años ya, marchaba con una beca a la capital para estudiar en la universidad. ¿Qué sería de su negocio? Sin duda, era el fin.
Pensó en retirarse, pero no le salían las cuentas; debía aguantar un poco más, quizás solo dos o tres años, pero ¿Cómo lo haría sin su nieta? Incapaz de confesarle su abatimiento, dejó de gruñir para encerrarse en sí mismo. Le reconcomía la posibilidad de contárselo, pues bien sabía que con ello le estaría cortando las alas, ya que su nieta no se iría al verle así.
Pasó el verano y llegó el temido septiembre, mes en el que partiría. No fue capaz de despedirse; ya la llamaría por teléfono. Qué triste estaba la tienda sin ella. A primera hora, acudió el primer cliente. Cuál sería su sorpresa al comprobar que se trataba de su nieta.
                -¿Pero tú no te habías ido a la capital?
                La nieta se puso el índice en la boca para que guardara silencio y le enseñó la pantalla de su móvil. El viejo miró extrañado y con algo de esfuerzo pues ya su vista no era la de antes.
                -Universidad on line- leyó- ¿Qué significa esto?
                -Pues que puedo hacer la carrera por internet.
                -¿Quieres decir que…?
                -Que no tendré que irme.
                El viejo sonrió, su primera sonrisa en años, y estrechó sus manos en señal de júbilo.
                -Oh, señor, es un milagro.
                Ahora era su nieta la que le mostraba su sonrisa más tierna.
                -No, abuelo, no es un milagro; es el progreso, que viene para quedarse.



DESESPERACIÓN (breve disertación sobre la verdad objetiva)

Hija mía, vida mía, es hora ya de que te digamos la verdad.
¿Recuerdas cuando de pequeñita te enseñamos tu madre y yo  que debías decir siempre la verdad? ¿Recuerdas lo mucho que insistíamos en los problemas que puede generar la mentira? ¿Quién te creerá cuando sea cierto lo que dices? ¿Quién te va a ayudar sin pensar que no es más que otra mentira? Te ilustrábamos nuestra enseñanza con el cuento de Pedro y el lobo. ¿Te acuerdas? Cuando llegaste a la adolescencia, te lo expliqué con el aria del médico en la ópera de El barbero de Sevilla, así de paso aprovechaba para iniciarte en la ópera, aunque esto creo que nunca lo conseguí.

Tampoco sé si conseguí transmitirte el valor de la verdad. Quiero decir, aparte del momento en que descubriste la autoría de los Reyes Magos, creo poder asegurar, sin temor a equivocarme, que nunca te hemos mentido. Quizás por eso tenemos la certeza de que nos quieres. Nunca te dimos nuestra opinión sin que no nos la hubieras pedido, pero siempre que nos la pedías, fuimos sinceros y eso nos costó más de un pequeño disgusto. A partir de ese momento, quedamos en que las mentiras piadosas pueden ser aceptables, dependiendo del asunto en el que nos moviéramos, no fuera que pudiéramos hacer daño a alguien. No obstante, eso no quita un ápice al valor de la verdad y a lo que, en definitiva, tratamos de contarte ahora tu madre y yo.

Es necesario, es fundamental que nos creas, vida mía. Te va la vida en ello, y la nuestra. No se trata de ningún secreto inconfesable sobre tu pasado; no es nada criminal, no me gusta nada esta palabra, pero ilustra bien lo que quiero decir; no hemos cometido ningún delito, nadie nos va a separar de ti. Por desgracia, tampoco se trata de un euromillón, ni del concurso literario al que siempre me presento. No se trata de una mentira piadosa, créenos que no. Tampoco debes interpretarlo como una exageración. Esto es una verdad cruda, tal cual, incuestionable, indudable, irrebatible, objetiva; de hecho, terriblemente objetiva, aunque venga de nuestra boca.

Sé que me extiendo demasiado (es algo que siempre me has reprochado, aunque tú uses otras palabras más propias de tu edad para decírmelo), pero es que en la soledad de esta sala de espera el tiempo pasa muy lento, pesa, hunde. Las enfermeras me han dado unos folios y he aprovechado para escribirte unas palabras, quizás las últimas. Tu madre ha ido a casa, ya sabes que la abuela no puede estar sola mucho tiempo.

Este es mi último intento, mi vida, para trasmitirte toda la verdad que te hemos enseñado estos años. Ojalá que haya servido nuestra enseñanza sobre la verdad y la confianza que uno desprende hacia los demás cuando opta por no mentir. Esta es la única verdad que importa ahora, vida mía; todo lo demás es secundario. Tienes que creernos, te ruego que nos creas; sí, ahora más que nunca; ahora o nunca: estás delgada.




FELIZ DÍA DEL PADRE

El día más impactante que viví en el colegio fue cuando estaba en tercero de primaria. Unos ocho añitos de nada tenía yo. Mi clase era como una cualquiera; quiero decir que estaba el gracioso, el tímido, el burlón, la mimosa, el mimoso, el meón, el vago, el distraído…pero todos nos queríamos igual. No recuerdo muchas diferencias entre nosotros, ni siquiera en los recreos.

Un día nuestra profesora, bendita sea, qué bien nos trataba, se le ocurrió una idea de lo más interesante: como al día siguiente era sábado y no estaríamos en el colegio, nos pidió que para celebrar el día del padre saliéramos uno por uno a la pizarra a imitar a nuestros progenitores. Nos entusiasmó la idea. De inmediato, supe cómo emular al mío y vi en los rostros de los demás que también imaginaban la mejor forma de hacerlo.

Reconozco que siempre era yo la voluntaria para salir primero a todo, y, gracias a dios, sigo conservando ese carácter. Salí a la pizarra con un libro en la mano, cogí una silla y me senté; crucé las piernas y busqué la postura meditabunda y absorta con la que siempre veía leer a mi padre. Me encantaba. La profesora me felicitó, pero el silencio de los demás evidenció el poco entusiasmo que les despertó mi imitación.

Luego salió Arturo, un chico muy tímido, pero, para sorpresa de todos, empezó a imitar a su padre delante del televisor viendo un partido de fútbol. Madre mía, qué bien lo hacía; los gestos, las frases, hasta los insultos al árbitro. Le aplaudimos efusivamente y él, pobrecito, se disculpó por las palabrotas que había dicho, que sabía que esas cosas no se decían.

El siguiente turno fue para María. Estuvo divina imitando a su padre cuando le llamaban al móvil del trabajo. No sé cuántas empresas compró y vendió. La verdad es que nos divertíamos mucho. José Juan imitó a su padre limpiando y con qué maestría nos hizo ver la torpeza con que la hacía.

El último en salir fue Roberto, el gracioso de la clase. Muchas de sus bromas hacían eran divertidas, pero otras no, en especial para los maestros, pero nos daba igual, a nosotros nos trataba bien. Salió a la pizarra y se colocó frente a Beatriz, una dulzura de niña. Estuvo en silencio unos segundos, como si se estuviera concentrando. De pronto empezó a gritar y a mover los brazos. Gritaba y gritaba. Nosotros comenzamos riendo, pero tan pronto empezó con los insultos nos fuimos callando. Percibimos que aquello no iba bien del todo. La propia Beatriz empezó a asustarse pues Roberto no paraba de acercarse a su rostro mientras le gritaba; y entonces lo hizo, empezó a pegarle en la cara como un salvaje.

La profesora corrió a separarlo, cosa que consiguió con esfuerzo, pero Roberto seguía gritando, pataleando y golpeando la pared. Insultos y amenazas salían de su boca sin cesar, hasta que se agotó, o se mareó y se derrumbó de rodillas al suelo. Luego comenzó a llorar. Nosotros mirábamos en el más absoluto silencio con nuestros corazones latiendo acelerados, mientras la profesora consolaba a la pobre Beatriz.




ESCALOFRÍO (breve relato confesional)

                Esta mañana vino la policía a mi instituto. La típica charla sobre acoso escolar. Qué coñazo.  Al menos, nos libramos de la clase de historia y, si al final hay preguntas, también de la de mates. Bien.
                Nos sentamos detrás, por supuesto. Desde la seguridad de la última fila podemos reírnos, mirar nuestros móviles, distraernos a nuestro antojo, como siempre. No soporto las charlas en las que se nos trata como si fuéramos niños. Ya solo con ver a esas dos policías sé que va a ser así. Lo mismo al final nos regalan un bolígrafo y tan contentos. No les queda bien el uniforme y su pelo corto me hace pensar que son boyeras. Se lo comento a mi novio y, no solo se ríe, sino que lo comenta al resto del grupo, provocando una risotada general. Sonrío orgullosa y mi novio me pasa el brazo por la espalda. Me encanta que lo haga; me hace sentir segura. Le miro y nos damos un beso.
                Nuestro tutor nos recrimina el comportamiento pero pasamos de él.  En cuanto las policías empiezan a hablar saco mi móvil y me pongo a chatear o miro las fotografías que mi novio me ha hecho en mi cuarto. Me encanta cómo le miro; y en esta otra estoy toda provocativa. Es divertido y a él le gusta.  De pronto, los chicos se ríen y me intereso por lo que ha pasado.  Por lo visto, una de las mujeres ha dicho que insultar por el whatsapp es un delito. Me río, quizás más alto que los demás. A veces me gusta llamar la atención.
                La otra policía se hace la fuerte: “No os riáis. Esto está pasando hoy en día en los institutos”. Siempre exagerando, me recuerdan a mis padres cada vez que salgo con mi novio.  “Cuidado con el whatsapp, con los mensajes tipo Mándame una foto de cómo vas vestida o te he enviado tres mensajes y no me has contestado” ¿Pero qué se creen estas tías? Debe de ser que no tienen novio; claro, con lo feas que son. Eso lo envían porque nos quieren. Bueno, sí es verdad que a veces se pasa un poco con los mensajes, pero lo normal es que quiera saber dónde estoy o con quién hablo; para eso soy su chica.
            “Al principio ellas se enamoran del malote de la clase. Eso les gusta, se sienten protegidas  y ven bien que las controlen; lo ven como una señal de amor. Luego vienen los celos, los insultos…”
            Por alguna razón, guardo el móvil en el bolsillo y miro a las policías. No estoy segura si es porque sus palabras llaman mi atención o porque realmente he querido guardarlo. Tampoco entiendo por qué mi novio me aprieta un poco el hombro, como si se hubiera alterado por algo. Es verdad que él es el chulo de la clase y que me atrajo por eso, pero todo el mundo lo sabe. Mola mogollón salir con el líder y eso que han dicho de que te sientes bien porque te controlen pues también lo he sentido.
            “Es alarmante cómo las chicas de hoy permiten actitudes que las generaciones anteriores no consentían”. No sé, pero empiezo a pensar que me gustaría que se callara de una vez. Me siento incómoda. Yo sé bien lo que le consiento y lo que no le consiento a mi novio. Yo le consiento que mire mi móvil y le permito que me diga cómo le gusta que me vista, pero él no me obliga; como tampoco me molesta que me llame puta; sé que lo hace con cariño porque cuando me lo dice nos estamos magreando en su coche. Me doy cuenta de que el resto de las clases que han venido atienden en silencio a las policías. Ya no se ríen.
            “La Violencia de género nunca empieza con una paliza, ni con un puñetazo, ni tan siquiera con una bofetada. Asoma con los primeros celos, las amenazas, y las ofensas constantes. Es ahí cuando hay que zanjar la relación”. Ha pasado algo extraño, algo que me ha producido un escalofrío. Justo en el momento en el que la policía ha dicho eso, mi novio me ha mirado. ¿Por qué me mira así? Me sonríe pero no me gusta su sonrisa. Su mano pasa del hombro a la nuca y la aprieta al tiempo que me guiña un ojo.
            “Muchos no son conscientes de la gravedad de los hechos. No piensan que son maltratadores y ellas tampoco se consideran víctimas de la violencia de género”. Me arden las mejillas; me sudan las manos, la garganta se me bloquea. Nunca lo había visto desde ese punto de vista. El escalofrío vuelve. Tengo miedo.

                        



EL AMOR LO CAMBIA TODO (relato brevísimo)

La conociste en verano, cautivándola con tus cabellos rubios oxigenados ondeándose con cada ola cabalgada con agilidad sobre tu tabla surfera. Con tu cerveza en la mano le invitaste a una; ella declinó la invitación pero tu sonrisa la contagió. ¿Cuántos chistes le contaste ese día?; imposible determinarlo. Ella reía y tú te enamorabas con su risa. Todas las tardes de aquel verano fue a verte a la playa donde surfeabas con tus amigos inseparables; tardes que se prolongaban en noches interminables de pasión. Tú no sabías exactamente qué era eso del amor eterno, pero lo juraste igualmente, así, con tus bermudas coloridas y tus chanclas inmortales. La desbordaste con tu naturalidad y tu barba descuidada. El verano dio paso al otoño y este al invierno. Mejor pantalones largos, ¿no crees?, mucho mejor; a ser posible conjuntados con unos bonitos mocasines negros. ¿Mocasines? ¿Realmente conocías la existencia de esa palabra? La dejabas hacer porque todo acababa en arrumacos y efusiones diversas de vuestro amor. Te presentó a sus amigos. ¿Por qué tienes que contar tantos chistes? ¿A cuenta de qué tienes que nombrarme en tus bromas? Cariño, ya hace seis meses que salimos y me gustaría verte con el pelo corto. Tú te lo cortas porque la quieres, lo mismo que te pusiste esos mocasines negros conjuntados con los vaqueros. ¿Cuánto hace ya que no surfeas? Ni te acuerdas. Una especie de nostalgia invade tu alma, como una pesadumbre que no acabas de comprender porque estás enamorado y eso te confunde. Hoy cenamos con mis padres, ni se te ocurra salir con una de tus gracias. No lo haces. Qué serio es todo. Recibes mensajes en el móvil. ¿Quiénes son, amor? Mis amigos, ¿qué amigos? Esos a los que ya no veo. ¿Me lo estás reprochando? No, amor, claro que no. Ya no miras el móvil ni para saber la hora. Estás serio y has echado barriga. No habláis mucho, los hijos lo acaparan todo. Te miras al espejo y no te reconoces. Es como si hubieras envejecido diez años. Espera, es que han pasado diez años, pero tú la quieres. Y, sin embargo, ella te mira un día; te ve gordo, pasivo, serio, aburrido, formal y entonces te lo dice, te lo echa en cara: amor, ya no eres el hombre del que me enamoré.



TENGO ALGO QUE DECIROS (breve relato familiar)


-Acercaos todos, tengo algo que deciros.
Aquellas palabras habían salido de la boca del  viejo y millonario señor Mora; con mucho esfuerzo, todo hay que decirlo, pues se hallaba en su lecho de muerte. Horas le pronosticaban los médicos. Sus más allegados le acompañaban en momento tan fatídico, sorprendiéndoles que el enfermo aun pudiera reunir las fuerzas suficientes para poder hablar. La familia acudió en tropel, atraídos por las más que probables últimas palabras del moribundo.
El señor Mora batió los ojos de un lado a otro, pues incapaz era de mover el cuello, comprobando que sus familiares habían acudido a su llamada. Satisfecho con el resultado, preparó sus pulmones para una nueva frase.
-Os he engañado a todos- dijo con la voz carrasposa, y lo dejó ahí. Diríase que su deseo no era otro que observar el impacto de su noticia en los presentes.
Su hijo mayor quedó aterrorizado, aunque procuró no exteriorizarlo. ¿Se estaría refiriendo al fondo de inversiones en el que le había aconsejado meterse? Le dijo que era un negocio seguro;  de hecho volcó todo su capital en aquella inversión. En los últimos años no se había llevado muy bien con su padre, pero ¿le habría guardado el rencor suficiente como para llevarle a la ruina con una falsa información? ¿A él?, ¿a su propio hijo?
La esposa del señor Mora no pudo evitar llevarse la mano derecha a la boca. Su marido le había jurado y perjurado que ella sería le heredera principal tras su muerte. Incluso le había visto con sus propios ojos firmando el testamento. ¿Lo habría cambiado a sus espaldas? ¿Por quién?, ¿por el desagradecido de su hijo y su soberbia nuera?, ¿por su secretaria, tal vez? Ya antes de caer enfermo le había asegurado que las aventuras con sus secretarias habían llegado a su fin, que solo estaba ella en su vida, su compañera fiel durante todas aquellas décadas.
La nuera del señor Mora le miró como le miraba siempre, por encima del hombro. La noticia no le sorprendió, aunque desde luego hizo sus cábalas sobre el engaño anunciado, llegando a la conclusión de que su última voluntad era la de reírse en sus caras tras  señalarles que desheredaba a todos.
La nieta del señor Mora se mordió contrariada el labio inferior. Su abuelo le había prometido el Ferrari rojo cuando él ya no estuviera. ¿Se habría echado atrás? Su abuelo siempre se lo había consentido todo. No era justo que ahora le hiciera esa jugarreta, y encima delante de sus padres. Además, todos sus amigos ya contaban con el coche. ¿Con qué cara se los diría? ¿Cómo soportar tanta vergüenza?
El señor Mora, por su parte, sonrió satisfecho al ver los rostros tensos y ansiosos que había conseguido al llamarles.
-Acercaos, más, diantre, que ya no me queda aliento- se quejó.
Inmediatamente, sincronizados, alongaron sus cuerpos alrededor de la cama para escucharle mejor. El moribundo tomó aire consciente de que se disponía a hablar por última vez. Incluso se relamió como si se encontrara frente a su plato favorito. Al fin, habló.
-No soy alérgico a los mariscos-los allí reunidos se miraron como idiotas para comprobar que habían oído lo mismo-. Nunca lo he sido. Nunca he soportado su sabor asqueroso y su olor nauseabundo. Por eso simulé ser alérgico ¡Ja!
Y murió.





EL PERIODO DE PRUEBA


            -El consejo de administración ha decidido ascenderte; el puesto de director adjunto es tuyo.
            Escuchar esas palabras de boca del carrasposo y enigmático señor Mora provocó en Alberto una sensación cercana al más puro y reconfortante éxtasis. Aunque sea una expresión muy manida, viene que ni de perilla para explicar con pocas palabras su satisfacción: fue como quitarse un enorme peso de encima. Sus hombros se relajaron, volviendo a un estado casi olvidado para ellos; sus músculos faciales recuperaron una posición arrinconada tiempo atrás, activándose para mover los labios hacia la sonrisa. No es que no hubiera sonreído en años, es que nunca dicho gesto había sido tan sincero, tan agradecido, y tan rotundo a la vez como aquella mañana. Menuda sorpresa. Lo llevaba deseando una eternidad y aún así la noticia le golpeó en el pecho.
            -¿No dices nada?-le preguntó el Señor Mora.
            Arturo trató de accionar sus cuerdas vocales. Le impresionaba aquella dentadura tan blanca de su superior, tan perfecta, tan postiza. Siempre le había amedrantado su sonrisa; la veía como un enorme cepo esperando a cerrarse sobre su cuello. Ahora era distinto: le acababan de ascender. Director General, nada menos. Miró a los lados, tratando de descubrir a través de las cristaleras a alguno de sus compañeros echando alguna mirada de recelo. No era el único que había deseado ese puesto. La competencia había sido terrible, tanto que se había llegado al extremo de que ninguno de los de su planta quisiera macharse el primero a casa en cuanto llegaba la hora, llegándose a producir el insólito hecho de salir todos al mismo tiempo. Sí, le miraban, le espiaban, se corroían de envidia porque en su rostro podían ver el signo de la victoria.
            -Gra, gra- de momento, solo podía tartamudear-, muchas gracias, Señor Mora. Vaya, es una sorpresa.
            Arturo trataba de adaptar la expresión de su cara a la veracidad de sus palabras, sin éxito.
            -Vamos, vamos Arturo, no tanta sorpresa, ¿verdad? No seas modesto; eso no te servirá en tu nuevo puesto. Si te hemos elegido ha sido precisamente por tu energía y ambición.
            -Es un honor…
            -Vamos, vamos, ahórrate los agradecimientos-dijo con su habitual afabilidad-Ahora estás con nosotros allá arriba- y señaló con su esquelético índice al techo-. Y te aseguro que no solemos ser muy solidarios entre nosotros.
            Arturo supo que aquel y no otro era el momento de abandonar nervios, alivios, suspiros y otras monsergas para mostrar su faceta de ejecutivo agresivo.
            -No se arrepentirán, señor- sentenció con decisión; solo le faltó cuadrarse.
            El señor Mora le sonrió como haría a un perro educado para hacer acrobacias.
            -Eso es lo que quería ir- repuso con orgullo empresarial. Acto seguido, se levantó de la silla para sacarse algo del bolsillo-. Ten, aquí las tienes.
Un  manojo de llaves resplandecientes cayó sobre la mesa de Arturo. Las famosas llaves de la compañía; allí estaban, delante de sus ojos atónitos. No eran una leyenda. Cuánto había especulado con sus compañeros sobre su existencia.
-Son las llaves de tu despacho y de La Compañía; con ellas podrás acceder a cualquier parte del edificio- el señor Mora fijó su mirada acuosa en su subordinado-. A cualquier parte- repitió.
-No sé qué decir, sinceramente, señor Mora.
-No digas nada, coge tus cosas y llévalas al piso de arriba esta misma mañana.
-Sí, señor.
El consejero delegado dio meda vuelta con toda la intención de marcharse. Sin embargo, se detuvo como si hubiera pasado algo por alto.
-Ah, Arturo, se me olvidaba: por supuesto, durante tres meses te pondremos a prueba; ya sé que llevas muchos años con nosotros, pero en estos casos es lo normal. ¿Justo?
-Justo, señor- contestó a la velocidad del sonido.
El señor Mora sonrió y a Arturo ese gesto objetivamente positivo se le antojó de lo más enigmático. No supo catalogarlo. ¿Sonreía contento por su ascenso o tenía su sonrisa algún punto de maléfica, como diciendo, “te vas a enterar”? En cualquier caso, la sensación a Arturo le duró un microsegundo. Cogió las cosas imprescindibles de su escritorio, las metió en una caja y se marchó de la penúltima planta mirando a sus compañeros con cara de “ahí os quedáis”.
Su nuevo despacho era tan amplio que no cabía en su imaginación. Era mucho más de lo que podía pedir. Luminoso, con espectaculares vistas al parque central y con un mueble bar. No se lo podía creer, tenía un mueble bar para él solito.  Con paso silencioso y expresión precavida se acercó y lo abrió. El rostro se le iluminó lo mismo que si hubiera abierto el cofre del tesoro. Lo cerró y suspiró realmente confortado. Qué ganas tenía de contárselo a su mujer. Pensó, a modo de juego, adelantarle algo y le envió un mensaje lleno de sana intriga “No te vas a creer lo que me ha sucedido en el trabajo”. Al poco, su esposa le contestaba con otro mensaje “¿Te han ascendido a director general?” La sonrisa de Arturo se desvaneció hacia la desilusión. Qué pitonisa había sido siempre su mujer. No se lo tomó en cuenta y, para animarse, decidió darse una vuelta por el último piso, el piso inalcanzable. Encaraba los pasillos viéndose como un zar o como una estrella de cine; para colmo, el suelo estaba impecablemente enmoquetado de rojo. Qué largos eran los pasillos, y qué amplia la sala de estar. El hilo musical parecía querer domar al más bronco de los roqueros. Vio a algunos de los altos directivos, que lo saludaron con una sonrisa acogedora.
Cuando llegó a casa, le confirmó la noticia a su esposa, acostaron a los niños pronto e hicieron el amor como cuando eran novios. Qué agradecida estuvo ella al ascenso de su marido.
-Menos mal, mi amor, últimamente ya casi ni eras tú.
Viéndolo todo desde la cima del éxito, a Arturo no le quedaba más remedio que darle la razón.
-Te pido perdón, mi amor; a partir de ahora será todo distinto, ya lo verás.
-Me conformo con que sea como esta noche- y sonrió juguetona.
Y lo fue, al menos durante la primera semana. Arturo era todo iniciativa en el trabajo y fogosidad en la cama. Poco le duró, pues a partir de la segunda semana empezó a tener un comportamiento que recordaba al de su época obsesiva por el ascenso.
-Amor, ¿me estás escuchando?
Arturo conectó de nuevo con el mundo.
-Sí, claro.
Pero no era cierto; no tenía ni idea de lo que le había estado diciendo en la última media hora. Qué difícil le resultaba centrarse. Apenas haber pensado semejante lamento, se dio cuenta de que el origen de su frustración lo llevaba consigo en la mano y, lo que era peor, no recordaba haberlo sacado del bolsillo; pero ahí estaba el manojo de llaves que le diera el señor Mora.
La primera tarde de su segunda semana el trabajo se le había acumulado a Arturo sobre el escritorio, de modo que tocaban horas extras. En un momento que emergió de los papeles, se percató del inmenso silencio en que la ausencia de los directivos y secretarias le habían dejado. Incluso la suya se había ido; no recordaba que se hubiera despedido de él. Una de las grandes ventajas de su nuevo puesto era, sin duda, el hecho de contar con una secretaria. En cuanto la vio, agradeció que no le pareciera atractiva. El silencio acabó por distraerla y la distracción le generó una idea que nunca antes había tenido. Miró el manojo de llaves y sonrió con picardía.
Qué tentación. Nadie en el último piso y él con las llaves que abrían todas las puertas. Arturo se sorprendió al reconocer en el impulso que le hizo levantar la sana malicia de las trastadas de su infancia. Únicamente debía de tener precaución con las cámaras de seguridad que, colocadas estratégicamente, enfocaban a todos los pasillos. Sin embargo, si una peculiaridad tenía el último piso era que los despachos estaban conectados entre sí en su interior y hubiese sido una ofensa poner cámaras en los despachos. Temible consejera es la soledad, pensó al verse abriendo puertas con su manojo de llaves y atravesando despachos ajenos; pero qué bien se sentía, especialmente en los servicios particulares de los ejecutivos más importantes. Mientras defecaba en uno de ellos se reprochó su propio pensamiento: él era el ejecutivo más importante, era el director general, nada menos. Su despacho se ubicaba justamente el anterior al del consejero delegado y la prueba de ello es que tenía en propiedad las llaves de la compañía.
Tiró de la cadena y regresó a su despacho reprobándose su comportamiento infantil, propio de quien se ha sentido inferior a los demás durante mucho tiempo. Se prometió no volver hacer una estupidez como aquella en todo lo que le restaba de vida, que esperaba que fuera mucho. A punto de reingresar en su despacho, Arturo se detuvo ante algo que le había pasado inadvertido. Podía verlo desde el umbral de su puerta, pues unos pocos metros más allá comenzaba el pasillo que conducía al “gran jefe”. ¿Cómo le podía haber pasado por alto algo así? Sin embargo, ahí estaba, al alcance de su vista. Se acercó con aires de superioridad y borrando de su conciencia la promesa que acababa de hacerse, tocó como si se tratara de la más fina seda, la puerta en la que nunca antes se había fijado.
Le pareció sumamente extraño puesto que los días anteriores hubo de pasar delante para acudir a las reuniones del consejero delegado.
-¿Cómo vas, Arturo?, ¿te trata bien el puesto?- le decía siempre a modo de saludo.
Quizás fuera el cartel que le habían colocado a la altura de los ojos: “prohibido el paso a toda persona ajena”. Sonrió con aires de suficiencia y se sacó el manojo de llaves del bolsillo. Él no era ninguna persona ajena al personal. Sin embargo, ya antes de probar ninguna llave tuvo el presentimiento de que no encontraría la que abría esa puerta. Se había aprendido de memoria el destino de todas sus llaves; aún así, decidió probarlas pues pudiera darse el caso de que alguna de ellas también sirviera para aquella ocasión. A medida que la cerradura las iba rechazando, crecía en Arturo una frustración que empezaba a atenazarle la garganta. Qué calor, qué sudores. No sirve, esta tampoco, tampoco esta, será posible, si son un montón de llaves, ninguna le sirve, ¿ésta ya la he probado?, joder, a empezar de nuevo; tampoco, tampoco, tampoco.
Se detuvo apremiado por una hiperventilación violenta. Se secó el sudor de la frente, se rascó el hormigueo de la cabeza. Había una puerta que no podía abrir; ¿qué clase de broma era esa? , si él era el director general, no era ninguna persona ajena a la empresa. Debía de tratarse de un error; de un maldito error. Eso no iba a quedarse ahí. Mañana mismo, a primerísima hora se presentaría delante de las narices del señor Mora para plantearle formalmente su queja más enérgica.
-¿Algo más, Arturo?- le preguntó el señor Mora una vez que discutieron el orden del día a la mañana siguiente.
Al señor Mora no pudo pasarle inadvertida la tensión interior de su subordinado; tics continuados en los ojos, presión en las mandíbulas. Era evidente.
-¿Todo bien, Arturo?
-Sí, sí, todo bien- se rindió avergonzándose de su impulso de la tarde anterior. El señor Mora le sonrió y, de nuevo, Arturo tuvo aquella extraña incomodidad de no saber, ni poder, identificar la sonrisa que le había sido brindada.
-Pues, venga, a producir para esta empresa- le animó señalándole la salida.
Arturo suspiró contrariado consigo mismo en cuanto se vio en el pasillo. Diez pasos y pasaba delante de la puerta que le era vedado abrir. La miró con desprecio, sintiéndose impotente ante ella. ¿Por qué?, maldita sea, ¿por qué no podía abrirla? Se supo un cobarde ante su silencio anterior y regresó a su despacho bajando la cabeza.
-No, no me estás escuchando- continuó protestando su esposa-. No sé dónde tienes la cabeza, pero aquí no, desde luego. ¿No me habías dicho que con este nuevo cargo se habían acabado las preocupaciones?
Las preocupaciones laborales al menos sí, le hubiera gustado contestar, pero estaba demasiado concentrado en la dichosa puerta como para poder mantener una conversación racional. Veía la puerta y su maldito cartel a todas horas, incluso en sueños. Su peor pesadilla era, sin duda, cuando la puerta adquiría rostro humano y no paraba de reírse de él mientras le acusaba de cobardía.
El trabajo se le acumulaba en su escritorio; las reuniones con el señor Mora le parecían monótonas e insulsas, pero en el fondo las temía pues obligatoriamente debía pasar delante de la puerta. A veces la insultaba en voz baja, vengándose así de sus pesadillas; otras, le sacaba la lengua como si tuviera cinco años o le hacía una bien visible peineta con el dedo, total, en ese pasillo no había cámara. Quedó paralizado ante este último pensamiento. Era verdad, no había ninguna cámara en ese pasillo; de hecho, era el único lugar de todo el edificio sin vigilancia. Sonrió ante su descubrimiento aunque no tardó en reprocharse su torpeza por no haberse percatado antes.
Unas horas más tarde, el edificio del señor Mora se había vaciado. Reinaba el silencio y el sonido amortiguado de los zapatos de Arturo sobre la moqueta roja. Un nuevo mensaje a su mujer le advertía de que llegaría tarde a cenar, aunque la realidad fuera bien distinta. Nunca había forzado una puerta pero siempre había una primera vez para todo, se justificó fabricando una sonrisa un tanto forzada. El corazón se le aceleraba por momentos; su trabajo estaba en juego si alguien le descubría. Alertado por su última, y aplastante, deducción, se llevó la mano a la boca, como si no quisiera que su respiración le delatase. ¿Y el agente de seguridad de la compañía? ¿No solía hacer rondas cada media hora?
Quiso la casualidad, o la buena fortuna, que Arturo distinguiera los pasos del agente, justo antes de que encarara el pasillo del señor Mora. Llegó muy ajustado a su propio despacho antes de que pasara por delante de su puerta. Decidió espiarle y, para ello, sus pasos debían estar mucho más amortiguados que antes. Para su sorpresa, vio que el agente se detenía delante de la puerta prohibida. ¿Qué iba a hacer? Una indignación muda emergió del pecho de Arturo al ver que el agente de seguridad elegía una llave de su enorme manojo y abría la puerta. ¿Un simple agente de seguridad abriendo la puerta? Lo que faltaba. Esto iba mucho más allá de la humillación. El agente no entró, ni encendió la luz; solo abrió la puerta para cerrarla inmediatamente, como si quisiera que se ventilase. ¿Qué podía haber dentro? Qué extraño comportamiento aquel; abrir y cerrar.
A punto estuvo de ser descubierto Arturo mientras se hacía esas observaciones pues el agente no entró en el despacho del señor Mora sino que regresó por donde había venido. Arturo se precipitó de nuevo hacia su despacho sin ser visto, aunque poco faltara de nuevo. Se apoyó en la puerta y respiró aliviado; no obstante, sus pensamientos no conseguían calmarse; se debatían entre la indignación y la venganza. Acercándose a su escritorio, decidió que si un simple agente de seguridad podía abrir esa puerta, él también podía. Se sentó para idear un plan, llegando, efectivamente, bastante tarde a casa para cenar.
A la mañana siguiente se despertó pletórico: había dado luz a su plan. Era perfecto. Solo bastaba con ser paciente y esperar el momento adecuado para ejecutarlo. Mientras esperaba, su odio hacia la puerta y, por ende, hacia el señor Mora, iba en aumento. Qué desconsideración por su parte no permitirle entrar en ese cuarto, catalogándolo, además, como personal ajeno a la empresa. Era el colmo. Ahora entendía esa sonrisa socarrona de su superior cada vez que le preguntaba qué tal iban las cosas. Todo formaba parte de un proceso de humillación, pero con él no iba a tener éxito, ya le había descubierto.
No pudo llevar a cabo su plan hasta pasado un mes, tiempo en el que Arturo llegó a olvidar todo lo que había luchado y sufrido para alcanzar el puesto de director general. ¿Qué importancia podía tener eso? Ahora lo único importante era abrir la puerta. En su mente no cabía otra situación. Era abrirla o volverse loco, ¿o ya lo estaba? Sonrió: un loco nunca se cuestionaría su cordura. Pero había que estarlo para no hacer caso a las advertencias, si bien amistosas, del señor Mora, por el trabajo que se le había ido acumulando en su escritorio durante el último mes. Tampoco importaba.
-No lo entiendo, Arturo, de verdad, no entiendo tus retrasos, y eso que te quedas por las tardes haciendo horas extras. ¿Va todo bien?
De nuevo esa sonrisa. Ahora ya sabía identificarla bien: era la sonrisa de la ignominia, pero Arturo había aprendido a tragársela con mucha dignidad. Tantas horas extras las había estado usando para estudiar hasta el último detalle los movimientos del agente de seguridad, cada cuánto pasaba por el pasillo sin cámaras y cómo hacer para quitarle las llaves. Eso no le llevó un tiempo excesivo, alrededor de siete días. Las tres semanas restantes del mes las usó para insuflarse valor y llevar a cabo su plan. Cada tarde parecía ser le definitiva pero siempre regresaba a casa marcado por la frustración. ¿Tendría razón la puerta en sus pesadillas?, ¿sería él un cobarde, después de todo? La pesadilla en cuestión se había vuelto más intensa, más real, si cabe. Cómo se reía la puerta de él, cómo le insultaba. En una última variante, la puerta osaba retarle para que la abriese. Ábreme, ábreme, ábreme; no eres más que un personal ajeno a la empresa; y se despertaba bañado en sudor, alguna vez, incluso gritando que por supuesto que la abriría, que él no era ningún cobarde.
-Cariño, creo que pasas demasiado tarde en el trabajo. Te está afectando demasiado.
No le contestó; si lo hubiera hecho, hubiera sido con mucho desprecio. ¿Qué sabía ella por lo que estaba pasando?, ¿qué sabía ella lo que significaba que te dieran las llaves de la compañía y que no te dejaran abrir una miserable puerta? No, aunque se lo explicara, no lo entendería. Esto era una cuestión de hombres.
           -Ha sido este mes, mujer, que he tenido mucho trabajo, pero ya hoy es el último día que me quedo hasta tarde.
            Sí, estaba más que decidido; sabía perfectamente que en cuanto abriera esa puerta todo volvería a la normalidad y se acabarían las pesadillas. Sería esa tarde o nunca. Esperó, como de costumbre a que reinara el silencio. Dejó mínimamente entornada la puerta de su despacho y estuvo atento a la llegada del agente de seguridad. Allí estaba, con su coronilla de fraile bien visible y su uniforme ajustado en un cuerpo sobrado de kilos. Se rió de él. A partir de ese momento, solo contaba con diez minutos para llegar al cuarto de seguridad, apagar las cámaras y volver a los pasillos. Con sus conocimientos de informática no le resultaría difícil enfrentarse aquel sistema de seguridad y que al día siguiente nadie se percatara de los cambios. Así fue, apagó las cámaras y corrió a los pasillos. Se sacó el pisa papales de mármol que se había guardado en el bolsillo, y que representaba el logotipo de la empresa, y esperó al regreso del agente. Una vez que le sobrepasó, le golpeó en la cabeza sin misericordia. Un solo golpe bastó. Sin pérdida de tiempo, le amordazó y lo encerró en uno de los despachos, cuya puerta sí que podía abrir. Le arrebató el manojo de llaves al agente y se precipitó hacia la puerta prohibida. Por fin podría abrirla. No cabía en su alegría; la pasión le desbordaba sintiendo que las piernas le flaqueaban. Debía de hacerlo todo con rapidez; abrir la puerta, comprobar el misterio de su interior y regresar al cuarto de seguridad para poner un parche grabado en las cintas. Lo había visto en decenas de películas; no podía fallar.
            Se detuvo frente a la puerta que había enajenado su mente y le mostró su sonrisa más victoriosa; de hecho, se rió de élla enseñándole su nuevo manojo de llaves. Solo era una cuestión de minutos. Espera y verás, repetía cada vez que probaba una llave infructuosamente. Espera y verás, decía más nervioso pues se iban acabando las llaves y la puerta continuaba cerrada. Espera y verás, empezó a gritar cuando solo restaban tres llaves. Ahora parecía que era la puerta quien se reía, como en sus pesadillas. Arturo se detuvo a respirar: solo quedaba una llave. No puede ser, no puede ser, era lo que repetía en aquel momento mirando la llave. Tienes que ser tú, tienes que ser tú. Las primeras lágrimas empezaban a asomarse. Dime que eres tú, por favor.
            Miraba a la llave restante como si fuera su torturador; le pedía clemencia con los ojos. No más abusos, no más tormentos. La mano le temblaba al acercarla a la cerradura. Le llave ya tocaba la rendija. Arturo no pudo contenerse por más tiempo y lloró desconsoladamente: tampoco abría. Todo su plan se había ido al infierno. ¿Cómo era posible? Durante un mes había observado cómo el agente de seguridad abría cada día esa puerta durante dos segundos. ¿Por qué hoy no estaba esa jodida llave en el manojo?
            Apoyó la frente en la puerta; tras unos segundos en esa posición, empezó a golpearla suavemente con la cabeza; al principio, como si se tratara del muro de las lamentaciones, pero su acción, irremediablemente, fue adquiriendo cada vez más intensidad. Los golpes ahora eran fuertes y bastante ruidosos. Ya no le importaba nada. Los puños acompañaron a la cabeza en su martilleo rabioso. Maldita, maldita, maldita, decía siguiendo el ritmo. ¿Crees que vas a quedarte ahí riéndote de mí? Yo no soy ningún personal ajeno a la empresa, ¿te enteras? En ese punto, se reincorporó y se retiró un par de metros con la intención de coger impulso. Yo soy el director general, gritó, y con su grito se abalanzó contra la puerta echándola abajo, muy abajo, pues para su trágica sorpresa, tras aquella puerta no había más que un tremendo vacío, probablemente un antiguo hueco de ascensor. Gritaba en su caída interminable, pero ahora de espanto y, efectivamente, toda su vida pasó delante de él antes de que su cuerpo se destrozara con el impacto; incluso le dio tiempo de arrepentirse de alguna cosa.
            Por la mañana, muy temprano, el señor Mora contemplaba el vacío del hueco del ascensor. Muy al fondo, podía distinguir el cuerpo desmembrado de Arturo. El consejero delegado suspiró contrariado.
            -Ay, otro director general que se nos va.
            A su lado, aplicándose hielo en la cabeza, estaba el agente de seguridad.
            -Sí- dijo él dolorido.
            -Otro director que no soporta el periodo de prueba.
            -Sí- repitió el agente.
            El señor Mora le miró con los ojos acuosos.
            -¿Tan difícil  es que un director general pase tres meses sin tener la llave de esta puerta? ¿En qué nos convierte el poder, quieres decirme?
            La mirada ignorante del agente habló por él.
            -No lo sé, señor Mora, pero yo siempre acabo con un golpe en la cabeza.
            -Bueno, pero te pago bien, ¿no?
            El agente asintió pensando en los videojuegos que se compraría ese día con el dinero extra conseguido por haber sido golpeado.
            -¿Qué hacemos ahora, señor?
            -Pues lo de siempre: informa a las autoridades y envía un ramo de flores a su familia.
            El agente se retiró y el señor Mora permaneció reflexionando con la vista perdida en el vacío de aquel hueco. Al cabo de un tiempo movió la cabeza contrariado: de nuevo en busca de un director general, con lo cerca que había estado Arturo para superar el periodo de prueba.



MADRID
(basado en un hecho real, o quizás en varios)


            Contacté con él por internet. Todo un adelanto esto de la red. Una lástima que no existiera antes. Me dijo que sería mucho mejor para los dos que nos viéramos en Madrid. Parece un joven discreto; debe de serlo con los servicios que ofrece. Me pregunto cómo será. Realmente no sé si es joven o yo he querido imaginármelo así. ¿Cuál será su carácter? ¿Tranquilo, amistoso, dulce, comprensivo? Bueno, qué más da; tampoco es que vayamos a estar juntos mucho tiempo. Le propuse vernos en un hotel pequeño, o en uno de esos hostales que tanto abundan en la capital, pero lo rechazó. Prefiere un gran hotel, en una zona céntrica; por su experiencia, me explicó que se pasa mucho más desapercibido cuanto más lujoso y grande es el lugar. Quizás tenga razón.
            Mi esposa no lo sabe; nunca lo ha sabido. Creo que ni siquiera ha llegado a sospechar nada. En eso he sido cuidadoso. Sé que hago mal, me lo reprocho con cada paso que doy, pero me niego a confesárselo. ¿Para qué?, ¿para generar más dolor todavía? No tiene sentido. ¿Cómo explicarle que necesito liberarme, que no puedo seguir así? No lo entendería. He aprovechado que ha ido a ver a los nietos para venirme a Madrid. Ha bastado decirle que me han llamado del banco y que debo ir  a la central para resolverlo. No sospechará nada, al menos hasta la tarde. Además, ha sido la excusa perfecta para coger el tren más temprano; casi he visto amanecer en Madrid.
            Me gusta Madrid, ¿para qué negarlo? Siempre me ha gustado. Durante mucho tiempo pensé seriamente en mudarnos aquí, pero al final siempre tuvieron más peso los deseos de mi esposa. No me quejo; a la larga he tenido que reconocerle que nuestros hijos crecieron mucho mejor en el pueblo. Las cosas como son. De modo que me adapté y me conformé con venir a la capital de vez en cuando, aprovechando algún puente o en Semana Santa. Cómo cambia esta ciudad esos días. No hay nadie. Incluso mi  esposa disfruta de la ciudad en esa semana. Ella, que no soporta las multitudes ni la vida frenética de sus habitantes. Sus facciones se relajan; percibes que se maravilla de sus edificios, de sus parques. Basta. Estoy pensando demasiado en mi esposa. Remordimientos, supongo. A lo mejor resulta que no soy tan mala persona por traicionarla de este modo. No te engañes: está mal y lo sabes.
            Me he alojado en un gran hotel, tal y como me aconsejó Roberto. Así se llama, o así se hace llamar. Su exterior siempre me fascinó por sus acabados. Como yesista me fijo siempre en las molduras de ventanas y puertas y las de este hotel son de un acabado muy profesional. Está muy cerca del parlamento. De hecho, lo veo desde mi ventana y desde ahí les he insultado para mis adentros, que tampoco hay por qué llamar la atención, y menos en mis circunstancias. Aún así, me he despachado a gusto, especialmente con los del gobierno y sus malditos recortes, que dos de mis hijos están en paro por su culpa. Si pudiera, si alcanzara desde aquí, les escupiría con cada uno de mis insultos. Decido relajarme. No está bien que, después de todo lo que me ha costado decidirme, ahora me pase este día enfadado pensando en la dichosa crisis.
            Cierro la ventana y me siento en la cama. Es cómoda. Me gusta. Abro la maleta y saco el traje. Del bolsillo lateral recojo el sobre con el dinero y me dedico a ensayar las palabras que quiero decirle. Nunca consigo recordarlas, y mira que son bien pocas. Los nervios, supongo. ¿Quién no los tendría? Me levanto: hace tiempo ya que mi espalda no me permite estar  mucho tiempo sentado. El agua no tarda en calentarse y la ducha cumple su función. Ahora hasta respiro mejor. Miro el reloj, no sé cuántas veces lo miro por minuto, pero es que estoy impaciente. Quiero que llegue ya la hora; quiero que Roberto entre por esa puerta. Debo calmarme de nuevo o la ducha no habrá servido para nada.
            Hemos quedado a las siete de la tarde y todavía es mediodía. Tengo que entretenerme de alguna manera y Madrid, en sí, es un buen entretenimiento. Descarto los museos, y mira que los tengo cerca, y me decanto por las callejuelas que se esconden tras las grandes calles. Qué silencio en ellas, como si pertenecieran a otra ciudad, ¿o son las grandes calles las extrañas? El cuerpo humano es de lo más curioso pues siento hambre. Por increíble que parezca, tengo hambre. Normal, a mi estómago también lo estoy engañando. Él no sabe nada. De primero tomo un gazpacho y de segundo un cocido. Ambos me sientan bien. Logran darme ánimo. Las tres de la tarde. Qué desesperación. Llevo tanto tiempo esperando este momento, lo tengo tan cerca que me da miedo estropearlo. ¿Cómo se supone que debo actuar con él? Espero que sea Roberto quien lleva la iniciativa.
            El parque del Retiro me queda cerca y a él acudo para descansar un rato. Se agradecen las flores, la brisa de la primavera, la vida del parque; cuánta vida. de forma más o menos inconsciente acabo sentado en el banco preferido de mi esposa. De frente, el monumento a Alfonso XII. Una paloma empieza a rondarme sospechando que soy uno de sus viejos cuya única función en la vida es alimentarlas. Sospecha mal. Mis sentimientos hacia ellas son encontrados: me repugnan como portadoras de enfermedades, pero las envidio por su libertad. Volar, ¿quién no lo ha soñado alguna vez?
            Me adormento lo que parece un instante y no lo es. Nunca he podido evitar echar una cabezadita después de comer y hoy, ni siquiera hoy, he podido hacer una excepción. Son casi las cinco. Debo regresar al hotel; quisiera darme una ducha más y vestirme como es debido para recibirle. Antes paso por el monumento al ángel caído. Siempre me ha sobrecogido, y más ahora con el pecado que estoy a punto de cometer. Ya de vuelta en mi habitación, estiro y plancho mi mejor traje, bueno, mi único traje; con él llevé a mi hija al altar, bendita sea, qué guapa estaba. Me ato la corbata. Qué torpe he sido siempre con el nudo. Irremediable acordarme de mi esposa: ella sí que los hace divinamente. Qué casualidad, suena mi móvil. Estoy seguro de que es ella. No me hace faltar mirarlo. Habrá llegado a casa y se habrá preocupado al no verme. No concuerda con mis costumbre y rutinas de recién jubilado. Lo siento, mi amor, no voy a responderte; ya te lo explicaré todo debidamente. Además, Roberto está a punto de llegar, si es que tiene por costumbre ser puntual.
           Llaman a la puerta. Pues sí que es puntual. Las siete en punto. Me miro en el espejo y me peino por última vez. Un hormigueo con fuerza de vómito, y que identifico como miedo, me sube por la garganta. Tocan de nuevo. Respiro profundamente y abro la puerta. Un rostro tan dulce como amable se presenta.
            -Soy Roberto, ¿eres Juan?
            Tardo en responderle pues me he quedado prendado. Cada poro de su piel destila confianza. Ves en seguida que se trata de un experto.
            -Sí, sí, perdona, soy Juan.
            -Aquí estoy.
            -Sí.
            Solo después de un silencio tan incómodo como innecesario reacciono.
            -Pero pasa, por favor, pasa.
            Se sienta. Con él lleva un pequeño maletín. Me siento en la cama mirándole embobado.
            -Juan, tengo que empezar preguntándote algo.
            -Por supuesto.
            -¿Te lo has pensado bien?
            Bajo la cabeza. Ya esperaba esa cuestión, pero aún así me aturde. Mi esposa no sale de mis pensamientos.
            -Sí, estoy seguro. ¿Te importa si lo hacemos en la cama?
            -En la cama, en el sillón, donde te sea más cómodo-me contesta con su voz aterciopelada.
            -Me he puesto mi traje, fue el que llevé a la boda de mi hija-me sonríe-¿puedo hacerlo con el traje?
            -Por supuesto-me dice mientras asiente con la cabeza.
            Me siento en la cama sin quitarme los zapatos y apoyo la espalda en las almohadas. Me duele, pero no me importa. Roberto se sienta en un lado de la cama. Abre su maletín.
            -Espera- le digo, y saco un sobre de mi bolsillo. De su interior saco dos sobres más-este sobre es para mi mujer-le digo con los ojos acuosos-¿podrías hacérselo llegar?
            -Claro-contesta comprensivo.
            -Este otro sobre es para el juez y la policía. Os exime de toda responsabilidad a ti y a tu asociación. Supongo que querrás grabarme también, ¿verdad?
            -Me temo que es necesario.
            Vuelvo a respirar hondamente.
            -He ensayado las palabras pero no creo que me salgan.
            -No te preocupes. Paramos y volvemos a empezar.
            Qué bien me habla; su mirada, además contagia tranquilidad. Acerté contactando con él. No me arrepiento. Coge su móvil y me hace una señal. Me concentro.
            -Me llamo Juan Domínguez Escoiquiz. Sobre este mesa de noche he dejado mi carnet de identidad y mi móvil. Soy un enfermo terminal. Me quedan dos meses de vida; son dos meses que no quiero vivir pues no serán más que sufrimiento para mí y para los míos. Decido, libremente y en pleno uso de mis facultades mentales, quitarme la vida. Es mi deseo morir con dignidad y por ello he acudido a vuestra asociación. Hoy, a quince de junio de dos mil doce.
           Suspiro aliviado. Es curioso, al decirlo siento que me he quitado un gran peso de encima. Incluso respiro mejor.
            -¿Qué tal?-le pregunto con curiosidad.
            -Bien, muy bien- ahora sí que abre el maletín- . Veo que has preparado los dos vasos de agua-le sonrió complacido-. Mira, esta pastilla es un hipnótico. En quince minutos te dejará dormido. Estos polvos que meto en el vaso es la sustancia que te quitará la vida. No notarás nada pues lo hará mientras estés dormido.
            Asiento sorprendentemente tranquilo. No hay más que pensar. La decisión está tomada. Tomo el hipnótico y me lo trago. Los polvos saben fatal pero aún así sonrío.
            -¿Te quedarás hasta el final?
            -Por supuesto.
           Me coge la mano; qué hermoso gesto. Deben quedarme unos trece minutos antes de que me duerma. Le hablo. Tengo una necesidad imperiosa de hablar. Le digo lo que pienso, que en este país la gente en mis circunstancias debería tener derecho a morir dignamente. El gobierno debería dejarse de monsergas y cuestiones éticas y legislarlo de una vez, así no se nos pasaría por la cabeza arrojarnos de lo alto de un edificio o a una autopista, cortarnos las venas, asfixiarnos en el garaje…Eso no es digno, es humillante. ¿No vamos a morir en pocas semanas mientras no retorcemos de dolor? ¿Por qué no ahorrárnoslo? Dios no puede querer tanto sufrimiento para nosotros. Me niego a creerlo.
            Roberto me escucha, sé que me escucha. Cada una de mis palabras refuerza sus convicciones. Veo el agradecimiento en su mirada. Quisiera seguir hablando pero no puedo. Las palabras se mezclan, las incoherencias aparecen. Mi boca se cierra, mis ojos también.

Este relato quedó incluido en el recopilatorio de cuentos de primavera 2013 del foro "Abretelibro", publicado a través de Amazón por Lucía Bartolomé.

Cuentos en el bolsillo. Amazon.


LA BUENA SAMARITANA

            Describir el grado de decepción de María podría ser complicado y, además, nos llevaría mucho tiempo. Toda la vida había querido ayudar a los demás, probablemente inspirada por la profesión médica de su padre, o, quizás porque siempre había admirado a Teresa de Calcuta. Negada para las ciencias y sin vocación eclesiástica, María se metió en mil organizaciones de ayuda desde su más tierna pubertad. No tenía tiempo ni para pensar en los chicos que, ni que decir tiene, la veían como a una atractiva bastante extraña; o sea, que al mismo tiempo que querían acercarse a ella deseaban alejarse. No le importaba, pues en lo único en que pensaba era en ser útil al prójimo.
            Sin embargo, de alguna u otra forma, María acababa siempre decepcionada con las organizaciones a las que se asociaba. Al principio lo relacionaba con la diferencia de edad que había entre ella y la mayor parte de sus miembros, que, por cierto, no les resultaba nada extraña y sí muy atractiva, de modo que casi todos acababan rondándola; quizás fuera también por esto que sus ilusiones se disipaban pasado un tiempo en la organización. ¿De verdad que no había ninguna ONG en la que ninguno de sus miembros intentara ligársela y se centrara definitivamente con ella en el objetivo de la misma?
            Pasados los veinticinco años, y con una licenciatura en filología árabe a cuestas, dio con lo que pensaba era la organización perfecta, pues nadie la pretendía. Qué a gusto se sentía colaborando entre tanta sinceridad, entre tanta acción desinteresada. No había una actividad a la que no acudiese llevando todo su entusiasmo. De hecho, nunca pensó que su entusiasmo pudiera jugarle tan mala pasada, pues los presidentes de la organización lo esgrimieron para prescindir de ella. No se lo podía creer. Según les había entendido, se implicaba tanto en la colaboración que los demás acababan apartándose, señalándola como una niña de papá encaprichada, probablemente movida por remordimientos burgueses, con ayudar al prójimo.
            Insultada, humillada, rebajada…Así se sentía  María al salir de la sede; pero si lo único que deseaba con toda su alma era ayudar, especialmente en esta última donde se rehabilitaba a toxicómanos. Después de dos años de colaboración, resultaba que no servía debido a su exceso de entusiasmo y un carácter ciertamente impetuoso. Tan afectada quedó que terminó descuidando su trabajo de venta de seguros por teléfono, porque, como es obvio, como filóloga arábiga no se comía un rosco, hasta que la echaron.
            Su desazón iba en aumento, no tanto por haber perdido el trabajo sino porque se había extendido su cese de la ONG entre otras organizaciones y, a esas alturas, se había convencido de que no podría colaborar con ninguna otra, al menos en esa ciudad. Si ella solo quería ayudar; consideró seriamente la posibilidad de acudir a un psicólogo, trasladarse a otra provincia, convertirse al budismo…
            Aquella mañana, iba María camino de las oficinas del paro con la cabeza puesta en los necesitados. Siempre había sido una gran despistada y no era de extrañar que durante el día tropezara con más de un transeúnte o se equivocara de calle. Aquella estaba resultando una jornada de máxima distracción, por lo que, tras chocar con tres viandantes, acabó perdida. Cuando se percató de su desorientación quiso llorar ya que donde se suponía que debían estar las oficinas del paro había un banco. Ella no quería una incubadora de crisis, quería poder arreglar sus papeles en una oficina de empleo. Buscó a quien preguntar, cayendo sus ojos en un joven que aguardaba al volante de su coche aparcado en doble fila. Su rostro le pareció fiable y se acercó a él.
           - Perdona, verás, es que me he perdido; increíble porque llevo viviendo en esta ciudad por lo menos diez años, desde que mi padre cambió de hospital y vine a hacer el instituto aquí. El caso es que yo estaba convencida de que donde está ese banco había antes una oficina de empleo, porque me han despedido, ¿sabes?, como a mucha gente estos días, espero que no sea tu caso. A mí, por despistada; como lo oyes. Bueno, en parte tenían razón porque yo no hacía otra cosa que pensar en la ONG donde colaboro, perdón, colaboraba porque de ahí también me han echado…Oye, ¡Yo a ti te conozco!
            El joven en cuestión, escuchaba sorprendido la verborrea de la desconocida. Nervioso, apretaba sus manos al volante deseando que aquella loca se marchara de una vez, pues resultaba de lo más inoportuna; pero cuando oyó que le conocía quedó paralizado.
            - ¿Ah, sí?- balbuceó-, no creo.
            - Que sí, que sí- insistía María acompañando su histerismo con pequeños brincos-, pero ¿de qué, Señor?, ¿de qué te conozco?
            -Yo creo que no, además estoy esperan…
            - Ya sé, ya sé, ya sé, del instituto, del Miguel Hernández- el joven quedó sin respiración pues él había estudiado ahí-. Tú eres Raúl. Ay, ¿cómo te apellidabas? Bueno, es igual. Raúl, ¿no te acuerdas de mí? Soy María, la friki de las ONGs.
            Un ligero brillo en los ojos del joven acabaron por delatarle.
            -¿Ves como eres Raúl?- continuó María-. No me digas que no te acuerdas, si todos queríais ligarme. Bueno, ahora que lo pienso, tú nunca lo intentaste.
            Raúl hacía lo posible por mirar al banco, pero el cuerpo de María se lo impedía. Suspiró vencido.
            - Sí, soy Raúl y me acuerdo de ti- le confesó pensando que así se libraría de ella. Error. Grande.
            - Jo, qué ojo tengo- dijo con el mismo entusiasmo-, mira que esta ciudad es grande, ¿eh? Y me vengo a perder justo aquí, donde estás tú y encima te pregunto por una oficina de empleo.
            Un pequeño silencio se interpuso entre los dos. Raúl no estaba dispuesto a decir ni una palabra más y María no podía consentir que ese silencio continuara prolongándose.
            - Y dime, ¿qué haces? Yo ya lo ves, camino del paro,  que estos días es lo común; espero que no te encuentres en la misma situación. La verdad es que te perdí la pista en seguida. ¿Terminaste el insti?, ¿qué hiciste? Yo me metí en filología árabe, ¿te lo puedes creer? Me pareció de lo más romántico, y mira que mis padres me insistieron para que hiciera otra cosa…Oye, que mejor me meto en el coche, ¿no? Y hablamos con tranquilidad. ¿Tienes mucha prisa?
            - Sí, sí, muchísima- le respondió velozmente viendo una vía de escape con esa pregunta.
            - Si es solo un momento, con la de años que no nos vemos.
            María empezó a rodear el coche dirigiéndose al asiento del copiloto.
            - No, no, no- protestó Raúl, pero fue en vano. Dos segundos más tarde, estaba sentada a su lado. Raúl empezó a sudar, lo notaba en sus manos que continuaban apretando el volante. Al menos ahora podía ver claramente el banco.
             -Oye, que tienes el motor encendido- le indicó María-, sí que tienes prisa. Bueno, te prometo que será solo un ratito, en lo que sale tu mujer del banco, porque la estás esperando, ¿no?, o a tu novia. ¿Tú te has casado? Yo no. He tenido mis novietes, pero la verdad es que no compartían mis deseos de ayudar a los demás; en resumen, que eran todos unos egoístas, como en el instituto, que todos andabais detrás de mí, ¿te acuerdas? Todos menos tú, que no me soportabas.
            Aquel comentario consiguió desconectar a Raúl de sus más inmediatas preocupaciones y, por primera vez, mostrar interés por el monólogo de su antigua compañera.
            - ¿Por qué dices eso?, me caías bien.
            - Pues chico, ¿qué quieres que te diga? Nunca me dirigías la palabra, era como si te escondieras de mí.
            Los recuerdos, que para Raúl estaban muertos y enterrados, acabaron resucitando con las palabras de María.
            - Bueno- empezó diciendo Raúl en voz baja-, es que era muy tímido, pero sí que me caías bien.
            Sus ojos se encontraron provocando en María una alegre e inusual sensación. Nunca antes había visto tanta dulzura en una mirada; hasta tuvo la sensación de quedarse bloqueada, y eso sí que era raro en ella. Raúl creyó estar reviviendo aquellos años de instituto; años confusos en los que su timidez le llevó a seguir la corriente constantemente, una corriente equivocada, de eso estaba seguro. María no tardaría en preguntarle cómo le había ido en la vida y entonces no tendría otra que mentir, pero se lo notaría, estaba seguro. La voz de su antigua amiga quedó amortiguada por las imágenes que fluían en su memoria. Vestida siempre como la más hippie de las hippies, siempre con la matraquilla de ayudar a los demás, siempre con su discurso incansable. Nunca se atrevió a decirle que estaba de acuerdo con ella, nunca dio los pasos suficientes como para acercarse a ella y pedirle una cita, como hacían los demás. Sí hizo caso, sin embargo, a todos los capullos que le llevaron a repetir ese curso y a no a terminar nunca sus estudios. Tampoco a ellos había sido capaz de negarles un porro o una raya.
            - ¿Y dime, cómo te ha tratado la vida?
            Allí estaba la pregunta maldita. ¿Por qué tendría que haberse tropezado con ella?, ¿por qué no se iba de una jodida vez?
            - Pssa, ya sabes, un poco como a todos; unos trabajillos por aquí, otros por allá, siempre en la construcción.
            Raúl temió haber respondido con un tono demasiado lastimoso, pues lástima era lo último que quería despertar en ella. Los nervios, que aparentemente, habían desaparecido, afloraron de nuevo para hacerle estrangular el volante. María, probablemente por primera vez en su vida, permaneció en silencio. Había quedado prendada por la candidez de aquellos ojos que ocultaban torpemente una vida llena de tropiezos.
            - ¿Sabes lo que vamos a hacer?- le preguntó entusiasmada- Vamos a tomar un café.
            - ¿Qué?- protestó,  más que preguntó.
            - Sí, un café, ya sabes. Vamos los tres.
            La idea le tentó, pero estaba allí en ese coche arrancado por algo y debía renunciar a ello si quería aceptar esa propuesta.
            - ¿Tres?, ¿qué tres?
            - Estás esperando a tu novia, ¿no? En el banco.
            Raúl miró unas tres veces a la puerta del banco. Respiró hondo.
            - ¿Te encuentras bien?
            - Sí, sí. No estoy esperando a nadie- soltó a toda velocidad- esperaba a un amigo para pedir un préstamo pero ya con la hora que es no creo que venga.
            -Bueno, pues mejor que mejor. Vamos a por ese café, o un té; no sé qué te apetece más. Es un poco temprano para una cerveza, ¿no? Aunque a lo mejor para ti no. Uy, qué torpe, no vayas a interpretar que por tu aspecto te he imaginado bebiendo cervezas en el desayuno. A ver, que tu aspecto no tiene nada de malo, ¿no te acuerdas de cómo iba vestida yo en el insti? De risa, pero mira, nunca me he arrepentido de ello. Estoy muy orgullosa de no haber caído en las modas, aunque vestir de hippie supongo que también sea una moda, no sé, ¿tú cómo lo ves?
            Raúl había empezado a mover el coche. La voz de María le sonaba como una de esas canciones maravillosas que, de pronto y, sin avisar, nos sorprenden en la radio. Ya solo porque no te la esperabas te suenan mejor. Así estaba él, disfrutando de aquella melodía que había irrumpido en su vida sin previo aviso.
            Habían girado ya la esquina de la larga calle cuando se activó la alarma del banco. Con una sincronización casi perfecta con aquel ruido estridente, dos hombres encapuchados salieron de la sucursal pistola en mano y cargando unas maletas deportivas considerablemente abultadas. Quedaron paralizados pues algo en su atraco perfecto no estaba funcionando.
            -¿Y Raúl?, ¿dónde está ese capullo?
            Miraban desesperados a ambos lados de la calle.
            -Pero si estaba aparcado aquí mismo.
            -Hijo de puta. Nos ha vendido.
            -¿Qué hacemos?
            -Correr, coño, correr.


DESDE OTRO PUNTO DE VISTA


“Me arrastran a la muerte. ¿Por qué? ¿En nombre de qué? ¿De qué ha servido la educación occidental que quisieron darme? Este vapor de cáñamo es insoportable; me asfixia, me embriaga. Debo resistir; no puedo sucumbir a sus encantos. Quiero mantenerme consciente todo el tiempo posible. No lo entiendo: nadie me auxilia. Todos gritan el nombre de mi difunto marido y el mío. Luego, un grito más fuerte, desgarrador, en honor a Kali. Me queman viva, ese es mi premio por haber vivido bajo los designios de una sociedad ignorante, salvaje. Mis padres concertaron mi matrimonio con un viejo decrépito al que solo restaban unos suspiros de vida y ahora me imponen seguirle en la muerte. No pueden quitarme la vida con la clemencia de un veneno; han de quemarme junto a los restos del fallecido. Nada sentí por él y dudo que jamás lo hubiera sentido, aunque los dioses le hubieran obsequiado con cien años más de vida. ¿Es ese suficiente pecado como para no dejarme vivir? ¿No eres dueña en esta tierra de tu propia vida? No, si eres mujer. ¿Entonces por qué mi formación inglesa? ¿Qué se pretendía con mi educación si mi destino era morir en medio del fanatismo más extremo? “

“Atravesamos la jungla. El calor y el vapor del cáñamo hacen sus efectos. No puedo razonar con claridad. De pequeña nos asustaban con la pagoda de Kali y heme aquí, frente a ella. Es más imponente de lo que jamás pude recrear en mis pesadillas. Huele a muerte y, sin embargo, también es nuestra diosa del amor. No puedo concebir una contradicción más grande, más terrorífica. No cesan en sus cantos, ni siquiera ahora, que hemos llegado a nuestro destino. Cae la noche. No me alimentan. Caigo en un sopor que me conduce a un sueño que no deseo”

“Amanece. La turba está más excitada que nunca. Me suben a la pila de madera. Mi marido yace junto a mí. Él no sufrirá los embates de las llamas, yo sí. Mi único deseo en esta hora fatal es morir ahogada por el humo antes de que el fuego lacere mi piel. Más gritos, más invocaciones. La locura se apodera de ellos. Son una masa irracional que disfruta con mi martirio. Sube el humo, empiezo a asfixiarme. La cabeza se me nubla. Apenas puedo distinguir algo que, por asombroso, es imposible que suceda y, no obstante, está ocurriendo. Mi marido se ha levantado ante el estupor de la masa, que se arrodilla temerosa de la ira de kali. Yo ya no tengo fuerzas para temer nada. Mi difunto esposo se acerca y me desata. Solo cuando me coge en brazos percibo que no sé quién es. Únicamente distingo su juventud. No habla. No hay tiempo para conversar. Desconozco el origen de su fuerza y habilidad pero desciende la pila conmigo a cuestas y atraviesa la marabunta ignorante. Me desmayo, pero recobro la consciencia solo lo suficiente para ver que me suben a un elefante. Es ahí donde vuelvo a desfallecer”

“Desconozco cuánto tiempo he estado sin sentido. Al despertar veo el rostro amable aunque serio de un caballero que se presenta como Phileas Fogg.  Me dice que su criado me ha salvado, que no corro peligro. Huimos sin demora pues están dando la vuelta al mundo. Quisiera agradecérselo pero todo es tan confuso para mí…”

                                                           Por Carlos Roncero, a Julio Verne con cariño


LOS DOS LADRONES

Eran tiempos de posguerra y no solo de silencio se llenaban las calles sino, sobre todo, de miseria. Por una de esas calles ya olvidadas por la frágil memoria que siempre nos atenaza, vagaban dos muertos de hambre buscando algo que echarse a la boca. Por mucho que buscaban, poco o nada hallaban y sus estómagos se quejaban recordándoles lo que debían de estar sufriendo sus respectivas proles. ¿Quién les había mandado tener tantos descendientes en una época como esa? Ellos tenían demasiada hambre para responder, de modo que por ellos contestaba la naturaleza con su sentido común y su instinto de supervivencia.
Luego de que hubieran revuelto hasta el último cubo de basuras, el más alto de los dos decidió protestar.
-No puedo dar un paso más- dijo con la voz quebrada y el tono rebelde. Miraba las luces de las casas y no podía menos que envidiar a sus moradores, calentitos y saciados frente a la estufa.
-Yo ya veo visiones-corroboró el más bajo con energía- comida, no veo más que comida.

Ambos permanecieron mirando el último cubo de basura examinado. Parecían estarse viendo reflejados en su sucio metal. El más bajo de los dos suspiró.
-Esto no puede seguir así. Es más de lo que podemos soportar; ya ni basura encontramos en la calle.
-¿Y qué propones que hagamos?
Los ojos del más bajo deambularon por las ventanas más cercanas hasta que se elevaron hasta la casa de la colina. Sus pupilas brillaron de ambición.
-Propongo que busquemos comida en esa casa- dijo señalando a lo alto del pueblo.
A su compañero se le atragantó la garganta, sintiendo al mismo tiempo un leve desvanecimiento. Había oído tantas cosas horribles de ese lugar. Otros ladrones como ellos lo habían intentado y jamás habían regresado.
-¿Estás loco?, ¿a la mansión?
-¿Qué tiene de malo?- refunfuñó reprochándole con la mirada su cobardía-, ya hemos entrado en otras casas.
-Sí, pero esa es muy peligrosa; ya sabes cómo se las gasta el guardián.
-Me la pela el guardián. Además no son más que fantasías, bulos que sueltan para que nos los traguemos y ni siquiera intentemos entrar.
El más alto miraba a la casa aún más atemorizado.
-Pues yo me los he tragado; ahí no voy- sentenció.
-Estúpido- gritó su amigo-. ¿No te estás cayendo del hambre?, y los tuyos, ¿no se mueren de hambre también?
-Sí, pero…
-Pero Nada- volvió a gritar-. En esa casa se acumula la comida; nadan en la abundancia; dicen que incluso desayunan con mermelada- y se quedó con su imaginación fija en la confitura soñada.
-Bueno, eso no son más que fantasías, bulos que sueltan para que nos los trague…
-Calla ya con eso, imbécil- le interrumpió-. No me tomes el pelo. Además, aquí mando yo y digo que iremos.
-No, no. ¿Y el guardián? Cuentan cosas terroríficas de él; los últimos que lo intentaron aparecieron degollados- dijo con todo el dramatismo que pudo intentando convencer así a su amigo.
-¡Que no hay guardián, leches!- gritó dándole una colleja. Lo cierto es que él no estaba muy seguro de que realmente existiera un guardián en la mansión y de que fuera tan brutal como lo pintaban; solo sabía que tenía hambre, mucha hambre y no estaba dispuesto a regresar a su morada sin nada que llevarse a la boca-, así que andando.
Por mucho que su amigo le insistió, nada pudo hacerle entrar en razón; de hecho, caminaba decidido, casi con frenesí hacia lo alto de la colina mientras su compañero le seguía rezagado.
-Mira- señaló feliz-, solo hay luces en el piso superior.
-Sí, pero habla más bajo, ¿quieres?
-Calla, cagón; ahora es solo cuestión de que andemos con sigilo, ¿entiendes?
-Claro- contestó sin apartar la vista de la imponente casa. A cada paso que daban sentía el más alto de los ladrones que la puerta de la mansión se convertía en unas enormes fauces dispuestas a engullirlos. Admiraba la entereza de su amigo y quizás, solo quizás, por eso le seguía en sus hurtos. Aún así, cualquier leve sonido que escuchara o pequeña sombra que se moviera en la oscuridad le dejaba petrificado.
-Perfecto- anunció el más bajo al llegar a la ventana-, el calor de la noche nos favorece: la ventana está abierta.
-Ya lo veo- confirmó su compañero sin mucho convencimiento.
-Cálmate de una vez, ¿quieres? ¿No ves que no hay ningún guardián? Estos de aquí no se enteran de nada. Entramos, saqueamos su despensa, que seguro que les debe de sobrar de todo, y nos largamos a casa.
La noche, en efecto, era calurosa, de las más calurosas de ese verano del cuarenta y seis. Trepar hasta la ventana e introducirse en el majestuoso salón resultó mucho más fácil de lo que esperaban. Si el miedo no había conseguido callar al más bajo de los ladrones, si lo había conseguido el lujo de aquella casa. Ambos se miraban entre admirados y ofendidos por tanta riqueza, convencidos de que su acto vandálico, en aquel casa, estaba más que justificado. Unos con tanto y otros con tan poco, pensaban.
Al salir del salón, el más bajo pudo reponerse de su impresión.
-¿Ves, imbécil?- le espetó en susurros-, ni rastro de tu guardián. Ya has visto lo forrada que está esta gente, ¿no?, pues venga, busquemos la despensa.
-No sé, no sé- decía desviando sus ojos a todos lodos-, esto no me huele bien.
-Ah, calla ya con tu pesimismo. Nos morimos de hambre y mira cómo viven aquí. No tengo ningún escrúpulo en robarles, y tú tampoco deberías tenerlos.
-Y no los tengo; lo que tengo es miedo.
Su sentido de la orientación les decía que su objetivo no debía de estar muy lejos. En su lento y sigiloso avance no bajaban nunca la guardia, observando siempre desde la esquinas antes de entrar en las habitaciones.
-Esto debe de ser el dormitorio de la criada- dijo el más valiente de los dos-. Menudo susto si nos ve, ¿eh?- añadió con sorna-. Hoy es nuestro día de suerte; se ve que no está.
-Le habrán dado el día el libre.
-Bueno, pero me hubiera gustado verla gritar y correr al vernos, como la del otro día en la casa de la Iglesia.
-Sí- dijo él sonriendo por primera vez-, eso estuvo bien.
-Venga, sigamos.
De pronto, en medio de sus sonrisas, un espectáculo inconcebible para ellos se les presentó dejándoles inmóviles: nunca antes habían visto una cocina como aquella. Solo de verla se quitaba el hambre. Montones de frutas rebosaban de hermosas cestas de mimbre; paneras repletas pues de eso, de pan; dulces de merengue fresco, yemas de Santa Teresa, queso, mucho queso.
-Fíjate-dijo el más bajo incrédulo-, se han dejado el queso sobre la mesa. Te lo dije, que les sobra la comida.
-Sí-dijo el más alto relamiéndose y empezando a desterrar su miedo.
Su suerte era aún mayor: se habían dejado la puerta de la despensa abierta.
-¿Ves lo que estoy viendo?- preguntó el más bajo empezando a salivar.
-Es un sueño, estoy soñando- le contestó hipnotizado.
-Pues tenemos el mismo sueño.
No sabían por dónde empezar, aunque su instinto les llevó directamente al queso. Roían y roían olvidando su hambre, su prole, sus miedos, sus precauciones. Se habían introducido tanto en el enorme queso que no advirtieron la presencia del guardián de la casa quien, ante tan sugestiva visión empezó a relamerse el bigote y a sacar sus afiladas uñas. Con el absoluto sigilo que caracteriza a los mininos, se colocó en posición de ataque, calibró bien la distancia dándole a su trasero un movimiento pendular y, de un salto certero, se abalanzó sobre los dos ratones.



QUÉ DECEPCIÓN DE HIJO

           
“Árbitro, hijo de puta, que no te enteras. Estás más ciego que un murciélago. ¿Pero no ves que ha sido penalti? Ey, árbitro, ¿por qué no lo dejas ya? ¿Cuánto te pagan, eh? Vendido, que no eres más que un vendido. Eh, entrenador, entrenador, mi hijo tiene que jugar por la banda derecha, ¿qué coño hace en la banda izquierda? ¿Vas a conocer tú mejor a mi hijo que yo?, pero si fui yo quien le enseñó todo lo que sabe. Eh, entrenador, ¡Entrenadooor! que pongas a Benito por la derecha. ¿Pero qué coño haces, cabrón?, ¿Cómo que lo cambias? Pero si no llevamos ni medio partido. Eh, no me mires así, que te doy una hostia que te dejo de lado”.
            Benito adoraba el silencio, especialmente si viajaba con su padre en el coche. Lamentablemente para él, su padre era más partidario de la estridencia.
            -Vaya mierda de partido que habéis jugado; y encima ese gilipollas que tienes de entrenador te manda al vestuario a mitad de juego. Dile de mi parte a ese soplagaitas que tú juegas por la derecha, que así te enseñé yo.
            Benito adoraba el rostro dulce de su madre, sobre todo cuando cenaban. Le encantaba verla soplar con suavidad la sopa hirviendo en la cuchara. Incluso la imitaban.
            -De verdad, querida, que no sé a dónde vamos a llegar con este entrenador. No sabe de fútbol, no sabe nada; y encima éste no ha hecho nada hoy.
            -Cariño, tiene solo diez años; no deberías tomártelo tan a pecho.
            -Tonterías, los grandes campeones se forjan así.
            Benito suspiró; solía hacerlo cuando veía gritar a su padre como un energúmeno en la grada, pero esta vez suspiró tan fuerte que hasta su padre se dio por aludido.
            -¿Y a ti qué te pasa?
            Benito miró fijamente a su progenitor.
            -No quiero jugar más al fútbol.
            Su padre quedó como una radio mal sintonizada. Buscaba y buscaba la señal correcta en el dial de su cerebro.
            -¿Cómo ha dicho?
            -Cariño, ya lo has oído, no quiere jugar más al fútbol.
            -¿Y eso a cuenta de qué?-preguntó ofendido.
            -Quiero jugar al baloncesto.
             -¿Así, por las buenas? ¿Pero te das cuenta al niño caprichoso que hemos criado?
            -Déjalo-continuó su madre-si es lo que quiere. Por lo menos seguirá haciendo deporte.
            “Árbitros, hijos de puta, ¿no habéis visto que era personal en ataque? Enanos, que sois unos enanos. ¿Y ahora qué?, ¿técnica, si os parece? Que no, hombre, que no os enteráis. Eh, entrenador, entrenador, ¿es qué estás ciego, coño? ¿No ves que mi hijo juega mucho mejor de escolta? ¿Pero dónde coño sacaste el título de entrenador?”
            Benito adoraba el silencio que reinaba en el vestuario del pabellón cuando ya todos se habían ido. Incluso en ese silencio, esperaba un poco más por si algún rezagado de la grada no se había marchado todavía. Solo entonces salía.
            -Joder, hijo, sí que tardas ahí dentro, ¿no ves que está noche echan futbol en la tele? Que pareces tonto.
            Benito sentía pasión por ver leer a su madre. Siempre se preguntaba cómo era capaz de mantener la concentración en la lectura con el ruido de la televisión. Benito suspiró, pero esta vez su padre no le escuchó. No le importó.
            -Quiero dejar el baloncesto.
            Hubo de repetirlo aún más alto. Su padre, confuso, le quitó le cerró la boca al televisor y le pidió a su hijo que repitiera lo que acababa de decir.
            -He dicho que quiero dejar el baloncesto.
            -Pero esto es increíble, ¿tú le has oído?-dijo mirando al libro que tapaba el rostro de su esposa.
            -Déjalo, si solo tiene doce años.
            -¿Cómo que lo deje?, ¿cómo que lo deje?-el padre de Benito pensaba que si repetía las cosas dos veces llevaba más razón que los demás-¿No ves que es un caprichoso? Primero el fútbol, después el baloncesto y ¿ahora qué quiere el niño?
            -Quiero jugar al tenis.
            ¡Al tenis!-gritó-ja, no durarás un asalto.
            -Cariño-intervino la madre bajando el libro-no le digas eso-y miró a su retoño-seguro que lo harás muy bien, el tenis es un gran deporte.
            “Pero Benito, parece mentira que seas hijo mío, ¿cómo demonios le metes ese bola? Bola larga, bola larga, ¿pero es que estás ciego? No, ahora sube a la red, sube, corre, sube, pero ¿es que te pesa el culo, por dios? ¿qué quieres?, ¿que baje yo ahí y juegue por ti? Eh, arbitro, ¿pero es que todos sois igual de ciegos? ¿no vista que la bola fue dentro? Hijo de puta, así te caigas de esa silla y te rompas la crisma”
            Benito adoraba el silencio de la pista de Tenis. Podía chasquear los dedos y oír el eco. Le encantaba chasquearlos; de hecho, permanecía ahí sentado, frente a la red, chasqueando los dedos hasta que estaba seguro de que no quedaba nadie en los alrededores de la pista.
            -Joder, hijo, sí que tardas, que tu padre es un hombre ocupado. ¿no sé qué coño haces ahí dentro tanto rato?
            -Practico el saque.
            -Ah, haces muy bien, sí señor, haces muy bien, porque, como te he dicho siempre, el saque es tu punto débil, ¿o no te lo he dicho?, claro que te lo he dicho.
            Benito suspiró tan intensamente que su padre no tuvo otro remedio que frenar en seco.
            -¿Ahora qué pasa? ¿Me vas a decir que ya no quieres jugar más al tenis?
            -Sí.
            -No me lo puedo creer, sencillamente no me lo puedo creer. ¿Qué pasa?, ¿que cambias cada dos años?, porque ahora tienes catorce.
            -No quiero jugar más al tenis.
            -A ver ¿a qué quieres jugar ahora?
            -Quiero hacer ciclismo.
            -Dios, ¿pero tú sabes lo que vale una bicicleta de esas?
            “Muy bien, hijo, muy bien, pero pedalea más fuerte, que esos cabrones no te alcancen. Eh, gilipollas, quítate de en medio, no ves que te atropello. ¿y ahora qué quieren esos policías? Tú no les hagas caso, hijo, que ya casi la carrera es tuya. Ese niño, que se quito, que me lo cargo; uff, que poco faltó. Más rápido, hijo, que pareces una tortuga. Joder, con la dichosa policía. ¿Cómo que no me puedo meter en la carrera? ¿cómo que no me puedo meter en la carrera? ¿No ve que estoy animando a mi hijo? ¡Que estoy animando a mi hijo, que va primero!”
            Benito se miraba en el espejo. Desde que los rayos del sol le habían dejado las marcas de la camisa del equipo en los brazos, se miraba complacido. El resultaba gracioso pues le recordaba a una bandera. Ese día no sonrió frente al espejo, suspiró. No estaba seguro de si vería a su padre al salir del club de ciclismo o todavía estaría en la comisaría. Al ver a su madre, supuso que los dos tendrían que ir a sacarlo de ahí.
            -Qué cansado debes de estar de tu padre, ¿verdad? No seas duro con él; en realidad, está muy orgulloso de ti. Es solo que no se ve desde fuera.
            -Yo sí que lo veo desde fuera.
            Su madre sonrió.
            -Me imagino.
            En cuanto los tres estuvieron en casa, Benito suspiró y con su suspiro pareció que el cielo se desplomaba sobre su cabeza. A su padre no le costó entenderle.
            -A ver, ¿qué deporte quieres hacer ahora?
            “Vamos hijo, nada fuerte, nada como yo te he enseñado, vamos, que los demás no valen nada. Así es, un brazo, el otro, un brazo, el otro; mira a tu padre, un brazo, el otro, un brazo, el otro”
            La vergüenza se disimulaba mucho mejor nadando, de eso no le cabía duda; pero ahí estaba su padre, incombustible, insensible a la más mínima norma de la dignidad, no suya, sino de su hijo. Benito no soportaba nadar crol, y resulta que ese estilo se había convertido en su especialidad en los dos años que habían pasado desde que se iniciara en la natación. Cada domingo, su padre le llevaba a la competición, como llevaba haciendo toda la vida. La piscina no resultó ser una excepción. Cada vez que sacaba su perfil izquierdo para tomar aire, veía a su padre avanzando con él por el borde de la piscina. Al menos lo oía entrecortado. Luego, cuando veía que daba la vuelta y sacaba el otro perfil, su padre corría hasta llegar al otro lado para que viera bien su variado repertorio de animación. Benito deseaba tener branquias, no sacar nunca la cabeza del agua, y fue entonces cuando se le ocurrió. ¿Cómo no lo había pensado antes? Había tenido la respuesta ahí, en la piscina durante todo esos meses.
            Tocaba suspirar. Su padre, aparentemente acostumbrado ya a los cambios de orientación deportiva de su hijo, quedó más sorprendido de lo esperado.
           -¿Cómo?, ¿que quieres cambiar otra vez? Pero si están a punto de convocarte para los campeonatos de España, que son en Barcelona; hijo, que iríamos a Barcelona.
            -Pero amor, déjalo que elija lo que quiera hacer-intervino su esposa en defensa de su hijo.
            -¿Ves?, todo es culpa tuya, por animarle-dijo con aspavientos-Bueno no, la culpa es mía por hacerte siempre caso. Mujer, que el niño tiene dieciséis años, que no puede seguir con los caprichos.
            -Te olvidas de que ya no es un niño.
            Ahora le tocaba suspirar al padre de Benito, aunque en realidad fuera más un resoplido de resignación.
            -¿Y qué quieres hacer ahora?
            El padre de Benito miraba, como lo haría una estatua, el lugar donde había visto por última vez a su hijo. ¿Qué clase de deporte era ese? No podía verle, gritarle, animarle, defenderle de los árbitros injustos y los entrenadores incompetentes. ¿Qué sentido tenía incluso llevarle en el coche hasta el lugar de competición? Frustrado, gastaba una cajetilla entera  de cigarrillos mientras su hijo practicaba su deporte favorito y, entre calada y calada, algo le decía que su vástago no iba a cambiar de afición en mucho tiempo; se le notaba en el rostro, mucho más distendido, alegre.
            Así, precisamente se encontraba Benito en las profundidades marinas: distendido y alegre; feliz, podríamos decir. Pesca deportiva submarina, ese era el deporte que había elegido. Qué silencio, qué paz, qué grado de concentración; ninguna sensación de vergüenza. Por mucho que mirara a su alrededor, solo estaban él y su objetivo.
            -¿Qué tal ha ido?-le preguntó el padre al ver aparecer a su hijo justo en el punto donde se había sumergido.
            -Ya ves, poca cosa, un par de pulpos, pero ya sabes, lo importante es participar-y le sonrió para ir camino del coche.
            -Dime, hijo-comenzó a decir mientras regresaban a casa. Su rostro era el de la súplica-Llevas cuatro años ya con este deporte de la pesca submarina. Nunca habías aguantado tanto con la misma actividad. ¿A ti no te gustaría cambiar?
            Benito se le quedó mirando hasta mostrarle una gran sonrisa.
            -No, papá, por nada en este mundo querría cambiar de deporte.




1 comentario:

  1. Hola. Acabo de leer alguno de tus textos en un foro, y como en tu firma estaba el blog... pues por aquí me paso. Me ha gustado mucho como escribes. Y el texto de Benito y su padre, creo que es de lo más gracioso. Te seguiré leyendo. Gracias.

    ResponderEliminar