La vuelta al mundo en
ochenta días. Eso fue lo último que supimos de Nadia. Sus últimas palabras, al
menos por escrito. Me envió un mensaje al móvil con el título de la novela de
Julio Verne. Poco después supimos de su desaparición en medio de su viaje a La
India. Informé a la policía sobre el mensaje, pero al poco, me dijeron, tal y
como yo sospechaba, que no les había llevado a nada. Las dudas y las preguntas
me atormentaron durante días. Muchas noches pasé sin dormir tratando de
averiguar el sentido de aquel mensaje. No pude más. Pedí una excedencia en el
trabajo y con mis ahorros hice el mismo itinerario que el protagonista de esa
novela hizo por el mundo, solo que yo tardé más, pues me detuve preguntando
hasta la saciedad si alguien había visto a la mujer que les enseñaba en la
fotografía. Nada. En ningún lugar de aquel trayecto hallé ni una sola pista.
Dos años me llevó, no solo el viaje sino mi ruina.
Ahogando mi impotencia
en un bar, le conté al amigo que me acompañaba mi desgracia. Entonces él me
dijo: ¿y si el mensaje no hacía alusión a la novela?, ¿y si se refería al libro
físico, a un ejemplar en concreto de la novela? Pensé seriamente en un infarto
al corazón al escuchar aquellas opciones. Me fui sin despedirme y dejando que
él pagara la cuenta. Ya en casa elaboré una lista de los familiares y amistades
de Nadia, con el objetivo de visitarles esgrimiendo cualquier escusa, después
de todo, yo siempre les había caído bien a todos. Fui descartando las
bibliotecas de cada uno de ellos.
Decepcionado,
desilusionado, visité a sus padres. Aprovechando que me dejaron solo, busqué
entre sus libros hasta que hallé un ejemplar de la novela. Mi corazón se
aceleró. Era mi última oportunidad. Cogí el libro y lo abrí. Nada, ningún mensaje,
nada escrito en sus hojas desesperadamente, ninguna nota. Sin embargo, cuando
hice por cerrarlo, algo cayó de su interior. Era pequeño y cuadrado. Me agaché
para recogerlo, momento en el que entró el padre de Nadia con la bebida que me
había ofrecido. Como pude, me metí el objeto en el bolsillo y simulé estar
interesado por ese libro en concreto. “Era el favorito de mi hija cuando no era
más que una niña”, me dijo en un lamento. Impaciente hasta decir basta, se me
hizo eterna la hora que estuve con ellos. Cuando salí, lo primero que hice fue
llevar la mano a mi bolsillo. Ahí estaba el objeto. Era la tarjeta de memoria
de una cámara fotográfica. Corrí hacia casa y la introduje en el ordenador. Lo
que vi me dejó horrorizado. Entonces lo comprendí: Nadia no viajaba de
vacaciones; estaba huyendo. Hice una copia de seguridad y me dirigí de
inmediato a la policía.
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