Hay
un momento del día en el que todo va más lento, como en un sueño pesado. Un
tramo de la jornada en el que todo nuestro ser pide a gritos una cama, pero nos
resistimos porque no nos queda otro remedio, porque así está establecido. Las
defensas bajan y las palabras se ahogan en nuestra saliva pastosa. Los párpados
luchan como viejos toldos que se resisten a claudicar. La cabeza aumenta su
peso tambaleándose hacia delante, traicionera, con cierto regusto sádico. Es la
hora de la siesta. No obstante, nos hemos comprometido en ir contra la
naturaleza, que es sabia y mesurada, y continuar trabajando a pesar de que no
es lo mismo, de que no hay ilusión, de que no somos nosotros, sino una especie
de ente que nos mantiene despiertos solo por fuera.
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