Gregorio llevaba años
queriéndole hacer la misma pregunta a la estanquera. Como ser racional que era,
ajeno a la religión e, incluso, a la superstición, se negaba a planteársela.
Digamos que como ser inteligente que se consideraba, además de contar con un
más que destacado bagaje cultural, no
debía hacerle esa pregunta. Sin embargo, ahí estaba ese runrún, día y noche, en
su cabeza, en su conciencia. Su lucha interna la exteriorizaba paseándose
delante del estanco al menos una vez al día; bien en su Audi último modelo,
bien marcando estilo con sus trajes de Armani cuando lo hacía andando, pero
nunca se atrevía. Durante años había puesto siempre en el estanco los mismos
boletos: una apuesta de euromillón de martes y viernes y otra de una apuesta de
la primitiva para jueves y viernes. Años con lo mismo, sin variar en lo más
mínimo. Era imposible que él se hubiera equivocado al decírselo y, sin embargo,
después de tantos años, ella cambió el euromillón por el gordo de la primitiva.
Como hacía siempre, Gregorio guardó los boletos en su cartera y no los miró
hasta el domingo, día en que comprobaba en internet su mala suerte. Su
monumental enfado al ver que la estanquera no le había dado su euromillón dio
paso al más incrédulo de los asombros al comprobar que había ganado la apuesta
del gordo. Desde entonces había perdido todo sentido ir a poner ningún boleto
al estanco, pero nació en sus entrañas aquella pregunta imborrable: ¿Se
equivocó la estanquera adrede o sin querer?
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