Uno de los príncipes
de la familia real saudí está empeñado, a su manera, en modernizar Arabia en
una especie de proyecto a medio plazo. Entre sus iniciativas está abrir salas
de cine. En efecto, en Arabia no hay cines, están prohibidos. De hecho, el
entretenimiento de la mayoría de los jóvenes saudíes es rezar y contar granos
de arena. Los que se lo pueden permitir, por supuesto, se van a Londres o
Marbella o a cualquier otra capital europea y se lo pasan en grande, como
nosotros. Celebro esa iniciativa del príncipe. Pero he aquí que la máxima
autoridad religiosa del país está escandalizado y ha dicho, literalmente, que
no le abran las puertas al demonio.
Hace veinte años,
paseaba yo en Calatayud con un cura ya mayor y de conversación exquisita. Era
de noche y nuestras voces reverberaban en las paredes de las casas. Hablábamos
de lo humano y de lo divino, claro. Exquisito, ya digo. De pronto, me dejó
helado y no porque fuera invierno. Se paró, me puso la mano en el hombro y me
dijo muy afectado: Carlos, la democracia ha abierto las puertas al demonio.
Distintas religiones,
el mismo miedo a perder el control sobre las personas, el mismo miedo a perder
el poder.
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