Como periodista,
siento curiosidad por todo. Es como si tuviera un detector en la cabeza para
las buenas historias. Por eso me detuve ante aquel cartel. Era una provocación
a la curiosidad. Pensé que, como estrategia comercial, era brillante, en
especial porque se trataba de un taller de coches. Entré. Necesitaba saber qué
historia se escondía ahí dentro. Era un taller grande, con el ruido y la
suciedad que les caracteriza a todos. No tardé en darme cuenta de lo que
sucedía y pude darle sentido al cartel con una sonrisa. Me alegré, la verdad.
No quise quedarme en la anécdota y busqué al jefe de todo aquello. Era un
hombre maduro, gordinflón y de ojos pequeños. Me identifiqué de inmediato y le
pedí que me contara los efectos que aquel cartel estaba provocando en su
negocio. Sonrió con cierto aire cansado y accedió.
“Mire usted, yo soy un
hombre bastante tranquilo, ¿sabe?, pero mi mujer siempre anda diciéndome que
tengo que adaptarme a los tiempos, abrir la mente, ¿me entiende? Pues bien, un día
entró en mi taller una chica que había terminado uno de esos módulos del
demonio. Me preguntó si tenía trabajo para ella y sí que lo tenía, pero dudé.
Qué quiere que le diga, me pudieron los prejuicios. Una mujer mecánica, ¿dónde
se ha visto? Pero entonces la vocecita machacona de mi esposa empezó a sonar en
mi cabeza y decidí poner a prueba a esa chica. Era un crack, una auténtica
crack y la contraté. ¿Pero sabe qué ocurrió? Que empecé a perder clientes,
incluso de los de toda la vida. No se fiaban de una mujer tocando su coche, ¿me
entiende? Empecé a perder dinero y no tuve más remedio que despedirla. Ese día,
la chica me pidió una última oportunidad, me dijo que le permitiera trabajar un
día más y después se iría. Se lo permití. Cuando entró al taller a la mañana
siguiente no podía creer lo que estaba viendo. Había venido con un pantalón
corto muy ajustado, tanto que se le salían las nalgas y una camisa de asillas
tan estrecha que parecían que le iban a estallar las tetas, perdóneme el
lenguaje; se había recogido el pelo e incluso manchado la cara con dos gotas de
aceite. Arrebatadora. Los demás mecánicos no tardaron en correr la voz y ese
mismo día teníamos el taller lleno. Empezamos a tener lista de espera, lo que
nunca. Ella venía siempre igual de sensual, hiciera frío o calor, porque lo
único que quería era arreglar coches. Pero sucedió que el trabajo empezó a
atrasarse. Mis trabajadores pasaban más tiempo buscando el ángulo perfecto para
mirarla desde sus sitios que arreglando coches y empecé a perder dinero. No la
quería despedir, eso seguro, nunca había tenido a nadie tan eficaz y entregado
a su trabajo, de modo que se me ocurrió lo del cartel, y no me va mal, la gente
se va acostumbrando, como todo. Por supuesto, le dije que ya no hacía falta que
viniera vestida así.”
Salí del taller con
una sonrisa de oreja a oreja y componiendo en mi cabeza el artículo que pensaba
publicar esa misma tarde. Lo titularía igual que aquel cartel. “Entre sin
prejuicios”
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