Claudia veía a su
mejor amigo todos los días. Tenía esa suerte. Le saludaba con una sonrisa cada
vez que le veía y él, como buen amigo, le devolvía la sonrisa. Llegaron a ser
grandes confidentes. Entre ellos no había secretos. Sucedió un día que Claudia
notó que su amigo le había mentido. No le dio mayor importancia. Sin embargo,
cuando lo vio al día siguiente le volvió a mentir y eso sí que le molestó. No
sabía si pedirle explicaciones porque, al fin y al cabo, era su confianza la
que estaba en juego. Optó por no decir nada y esperar. Los días sucesivos su
amigo siguió con sus mentiras hasta empezar a hacer verdadero daño a Claudia.
Se pasaba las noches sin dormir tratando de entender los motivos por los que su
amigo le mentía de ese modo. Probó de todo, pero era inútil. Cada día que le
saludaba, él le salía con una mentira. Claudia se deprimió. Quería mucho a su
amigo. Como consecuencia, apenas salió con el resto de sus amistades e incluso
dejó de comer de tanto que le dolían sus mentiras. Sus padres se preocuparon
mucho. La llevaron a psicólogos pero ninguno de ellos logro convencerla de que
su amigo no le decía mentiras, que ella no tenía modo de probar algo así.
Claudia se enfadó aun más al ver que su familia, sus profesores, sus amigos e
incluso los psicólogos defendían a su amigo. Enrabietada, se encerró en sí
misma y ya no comió más. Muy debilitada, quiso ver una vez más a su amigo para
ver si cambiaba de actitud y le devolvía la alegría, pero fue inútil. La
mentira fue más dolorosa todavía. Poco después, Claudia murió. Su mejor amigo
continuó donde siempre había estado, en el cuarto de Claudia, colgado en la
pared, pero ya no pudo enseñarle más su reflejo.
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