Jaime se impacientaba.
Normal, era paciente de un hospital. Los cuidados eran buenos, la comida
pasable y la sonrisa del personal nunca faltaba. El problema eran las visitas
del paciente de al lado. Interminables y ruidosas. Las voces se cruzaban, el
volumen del televisor aumentaba, las
conversaciones a viva voz en los móviles no cesaban y el repaso a las múltiples
enfermedades que cada una de las visitas conocía de terceros o había sufrido en
primera persona no faltaba nunca, aunque las repitieran, y las repetían, vaya
si las repetían. Pero la cosa no terminaba ahí porque cuando se iban las
visitas, y siempre se iban tras agotar el límite del tiempo, el paciente de al
lado le buscaba conversación.
-¿Y a usted no le visita nadie?
Jaime hizo por ignorarle
concentrándose más en la lectura de su libro.
-Digo que si a usted no le
visita nadie.
Ante el tono elevado de aquel
hombre Jaime levantó los ojos de los renglones y miró a su vecino.
-No.
-¿Y eso? ¿Está usted solo en la
vida?
-Sí.
-Vaya, pues qué mala suerte,
¿no?
Jaime se le quedó mirando pero
nada dijo. Volvió a la lectura y su vecino subió el volumen del televisor.
Unas semanas más tarde, el
hombre iba por la calle cuando reconoció al que había sido su compañero de habitación
en el hospital. Se quedó confuso pues Jaime iba de la mano con una mujer y a su
lado caminaban dos niños risueños.
-Ey, hola, ¿se acuerda de mí?
Soy el del hospital.
Jaime simuló el mal tragó del
encuentro y sonrió.
-Ah, sí, ¿qué tal?
-Pero oiga, ¿no me dijo usted
que estaba solo?- preguntó mirando a la mujer y los niños y exigiendo una
explicación con su tono de voz.
-Lo estaba en el hospital.
-No lo entiendo, ¿le pidió a su
familia que no le visitara?- Jaime asintió- ¿Por qué?- preguntó incapaz de
asimilarlo.
-No me gusta molestar.
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