El capitán Alonso
vivía con una obsesión: su tropa. No había visto nunca un grupo de desmotivados
tan grande como ellos. No soportaba su apatía, su indiferencia, el modo
mecánico con el que cumplían las órdenes, sin alma, sin amor a la patria. Y no
es que no intentara motivarlos. Cansado estaba de gritarles, insultarles,
impartirles las instrucciones más duras e intensas, las maniobras más
peligrosas. Siempre cumplían pero sin ánimo, sin la garra de los verdaderos
soldados. Un día, sus ojos cayeron casualmente sobre la bandera izada. La había
visto cientos, miles de veces, pero nunca se había fijado en lo descolorida que
estaba. Sonrió victorioso pues había encontrado la causa de la desgana de sus
hombres. Al día siguiente con la tropa formada para el izado matinal de la
bandera, entregó al soldado encargado una bandera tan nueva y colorida que
dolía mirarla. El soldado ni se inmutó. La ató a las cuerdas y comenzó a
izarla. El capitán Alonso espero ilusionado la reacción de sus hombres, pero
espero en vano porque su apatía no se desvaneció. Frustrado, incrementó la
dureza de la instrucción y la duración de las maniobras hasta que un día, no
solo lo ascendieron sino que lo trasladaron a otro cuartel.
Años más tarde, cuando
ya era general, rememoraba sus hazañas con un general que había conocido esa
noche en una cena de gala. Tanto hablaron que acabaron descubriendo que habían
comandado la misma tropa de apáticos, solo que el nuevo general le habló
maravillas de aquellos hombres. “Llegué justo después de su marcha”, le dijo al
general Alonso. “Nunca me he encontrado, ni antes ni después, soldados tan
dispuestos a cumplir mis órdenes. Tan animados y risueños. Pasé unos años muy
bonitos en aquel cuartel”
El general Alonso
disimuló su enfado como pudo. Apartó el rostro aprovechando un silencio en la
conversación y susurró con rabia contenida “cabrones”, mientras apretaba su
vaso de vino como si fuera el cuello de una persona .