sábado, 3 de diciembre de 2016



Lorenzo se detenía en cada una de las habitaciones por las que pasaba e intentaba abrirlas para esconderse, pero ninguno de los picaportes cedía a su agonía. Mientras, pasos y voces enemigas se acercaban peligrosamente. Ya sólo le quedaba una puerta: la de mi habitación.
Confieso que la visión de tan apuesto joven entrando en mi estancia y cerrando la puerta con la respiración agitada estimuló en mi anquilosada alma cierto sabor de aventura temeraria que había relegado al olvido hacía mucho tiempo. Sólo cuando apoyó su espalda en la puerta y hubo respirado varias veces dejando claro el grado de peligro que le amenazaba, Lorenzo se percató de mi presencia. Yo estaba en mi butacón de lectura con mi poemario preferido sobre las piernas cruzadas. Inmediatamente me apiadé de aquella figura que me miraba incapaz de articular palabra.
—¿Huye usted o se esconde? —le pregunté con mi habitual tono sereno.
—¿Hay diferencia?
—Ya lo creo —contesté animado por su pregunta—. Un hombre que huye quiere dejar bastante tierra entre él y... —empezaban ya a oírse en el pasillo voces que se preguntaban por el paradero de su presa— sus perseguidores. Por el contrario, un hombre que se esconde no desea ser encontrado pero tampoco alejarse del lugar en el que le buscan.
—Entonces me estoy escondiendo.
Me encantó su respuesta y también la decisión que adornaba su tono. Intuí que ayudar a ese joven me iba a entretener deliciosamente.
—Interesante —añadí disimulando mi emoción de niño pequeño— le sugiero a usted debajo de la cama.
Como si se lanzase a una piscina en un día de bochorno, así se precipitó Lorenzo hacia el lugar sugerido. Visto y no visto. No pude evitar sonreír. En ese momento, y como era de esperar, empezaron a tocar con insistencia en mi puerta.

De mi novela, Los trenes perdidos.

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