Lorenzo se
detenía en cada una de las habitaciones por las que pasaba e intentaba abrirlas
para esconderse, pero ninguno de los picaportes cedía a su agonía. Mientras,
pasos y voces enemigas se acercaban peligrosamente. Ya sólo le quedaba una
puerta: la de mi habitación.
Confieso que
la visión de tan apuesto joven entrando en mi estancia y cerrando la puerta con
la respiración agitada estimuló en mi anquilosada alma cierto sabor de aventura
temeraria que había relegado al olvido hacía mucho tiempo. Sólo cuando apoyó su
espalda en la puerta y hubo respirado varias veces dejando claro el grado de
peligro que le amenazaba, Lorenzo se percató de mi presencia. Yo estaba en mi
butacón de lectura con mi poemario preferido sobre las piernas cruzadas.
Inmediatamente me apiadé de aquella figura que me miraba incapaz de articular palabra.
—¿Huye usted o
se esconde? —le pregunté con mi habitual tono sereno.
—¿Hay
diferencia?
—Ya lo creo
—contesté animado por su pregunta—. Un hombre que huye quiere dejar bastante
tierra entre él y... —empezaban ya a oírse en el pasillo voces que se preguntaban
por el paradero de su presa— sus perseguidores. Por el contrario, un hombre que
se esconde no desea ser encontrado pero tampoco alejarse del lugar en el que le
buscan.
—Entonces me
estoy escondiendo.
Me encantó su
respuesta y también la decisión que adornaba su tono. Intuí que ayudar a ese
joven me iba a entretener deliciosamente.
—Interesante
—añadí disimulando mi emoción de niño pequeño— le sugiero a usted debajo de la
cama.
Como si se
lanzase a una piscina en un día de bochorno, así se precipitó Lorenzo hacia el
lugar sugerido. Visto y no visto. No pude evitar sonreír. En ese momento, y
como era de esperar, empezaron a tocar con insistencia en mi puerta.
De mi novela, Los trenes perdidos.
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