La noche de Reyes se
acercaba y a David y María no les cabía la ilusión por ver las caras de los
suyos cuando abrieran los regalos. Se miraban cómplices cuando en la
conversación surgía la famosa carta de los Reyes y hablaban en clave delante de
los demás para que no les descubrieran. Ese juego, esa complicidad implícita en
la llegada de ese día era lo que más les gustaba de las fiestas navideñas. Sin
embargo, sabían que el tiempo pasaba y que más tarde o más temprano se enterarían
de la verdad y esa mágica ilusión, ese no poder dormir, se perderían para
siempre. Precisamente, un par de días antes del seis de enero, David y María
discutieron sobre la posibilidad de decírselo. Total, ya eran grandes, no les
sentaría mal. Sorprendentemente, tomaron con facilidad la decisión de
confesarles la verdad. Se acercaron con sigilo a su dormitorio; la puerta
estaba entornada. Se hicieron al mismo tiempo el gesto de no hacer ruido y se
asomaron con cuidado de no ser descubiertos. Ahí estaban sus padres,
envolviendo sobre la cama los regalos que David y María abrirían la mañana de
Reyes. Había tanta alegría en sus rostros mientras los envolvían que los dos
hermanos comprendieron de inmediato, con
solo mirarse, que este año tampoco se lo contarían. No iban a quitarles la
ilusión a sus progenitores confesándoles que desde hacía ya tiempo sabían que
los Reyes Magos eran los padres.
No hay comentarios:
Publicar un comentario