Me encantaba mi
pueblo, costero, salino, pesquero, con su escuela unitaria y su lonja ruidosa.
Me gustaba. Se clavó en mi memoria como baluarte del paraíso y eterno deseo de
retorno. Recuerdo en especial a Manolito, un niño que, con diez años como yo,
una mañana de sábado se coló por la ventana de mi cuarto para jugar conmigo y
hacernos inseparables desde entonces. De hecho, era mi único amigo. Siempre
rasgaba el cristal de la ventana y con la mirada me pedía permiso para entrar.
Nunca iba a la escuela. Me decía que su madre se lo había prohibido y yo le
miraba con asombro deseando tener una madre como la suya a la que, por cierto,
nunca conocí.
Los tiempos cambiaron,
a mi padre le trasladaron y vendimos la casa. Nunca más supe del pueblo ni de
Manolito. Crecí, estudié, trabajé y me divorcié tantas veces como me había
casado. Una vez asumido que el problema era yo, decidí abandonarlo todo para
volver, cómo no, a mi añorado pueblo. Busqué la casa de mi infancia. Estaba
vieja, cochambrosa, abandonada y solitaria. Como yo. La compré con mis ahorros
y la restauré tal y como mis recuerdos me dictaron.
Terminada la tarea
dediqué mis días a la búsqueda de Manolito. Pronto me desilusioné pues nadie
sabía decirme ni una sola pista sobre él, ni un dato. Arrugaban el rostro ante
mi pregunta, incluso los de mi generación, como si nunca hubieran oído hablar
de él. Decepcionado, invertí lo que me quedaba de vida a la lectura. Había
reconvertido mi antiguo dormitorio en un estudio donde leer se convirtiera un
placer sin rival.
Una mañana de sábado,
devorando uno de mis tantos libros pendientes, sentí que rasgaban la ventana.
Miré y quedé atónito. Era Manolito, que con su mirada me pedía permiso para
entrar. No había cambiado. Continuaba
siendo un niño diez años. Preso de asombro, le abrí la ventana. Incapaz de
hablar, se adelantó preguntándome si quería jugar con él.
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