Llevo más de una
semana reflexionando sobre el maravilloso libro de Ken Robinson, “Escuelas
creativas”. Te deja con sensaciones encontradas. Por un lado, sonríes y
suspiras aliviado porque ves que otra forma de enseñar es posible, una basada
en el fomento del talento (que todos tenemos, sin excepción) y de la
creatividad. No se trata de relegar las asignaturas “tradicionales” al olvido.
Eso sería estúpido y contraproducente. Se trata de trabajar esas asignaturas
sin menospreciar el desarrollo del talento y la creatividad entre los alumnos.
Por otro lado, te deprimes pensando en que quienes crean las leyes educativas
no son educadores y legislan pensando exclusivamente en los resultados
académicos, que los alumnos saquen las mejores notas posibles, (como si eso
fuera sinónimo necesario de aprendizaje), que sean máquinas de memorizar, que
les presionemos con exámenes de reválidas que no conducen a nada, solo a
confeccionar meras listas de puntuación. Eso es una educación errónea porque no
te enseña a que saques lo mejor de ti, no te ensaña a descubrirte como persona
y como profesional, no te enseña a solidarizarte sino a todo lo contrario, a
competir entre nosotros. Y así está el mundo.
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