Pues aquí estoy, aquí
me ha traído la vida. El siguiente paso, mi ejecución. ¿De qué me sirve protestar? Siempre que me
quejo acaba viniendo uno de esos guardias a mandarme callar, o me lo gritan los
demás que estamos aquí. Solo veo al que está frente a mí. Su celda es como la
mía. A veces nos miramos sin decirnos nada, horas, y vemos pasar nuestras vidas
por este pasillo que conduce a la muerte; otras veces protestamos airadamente
con las consecuencias de siempre.
Hoy la celda de
enfrente está vacía. Todos sabemos lo que eso significa. En breve me tocará a
mí. Paso los días con la mirada perdida
pensando en todos los sitios en los que he estado, en la gente a la que he
conocido. No han tardado en poner un nuevo condenado frente a mí. Está
asustado, nada dice, como todos nosotros cuando llegamos aquí. Ya protestará.
Uno de los guardias me
dice en confianza que mañana es mi turno, mañana me ejecutan. Me lo dice
apenado, como si me hubiera cogido cariño. Es extraño. Me quedan tan solo unas
horas de vida y, aun así, soy capaz de dormirme.
Por la mañana oigo
unos pasos. Ya me toca. Dos guardias han venido a buscarme. Parecen contentos. No
opongo resistencia, no lloro, no gimo ni grito. No quiero darles ese gusto. No
quiero irme así de este mundo. Me llevan a un lugar donde hay un hombre y una
mujer. Tendremos público. Estupendo. Los dos me sonríen nada más verme. Uno de
los guardias, el que me ha cogido cariño, les explica que soy muy bueno. La
mujer se agacha y me acaricia. Dice que me llamará Platón. Muevo la cola. Me
llevan a mi nueva casa. Sigo vivo. Saco la cabeza por la ventanilla del coche.
Ladro.
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