Daniel solo tenía ocho
años. Era una noche de verano. El calor era insufrible. La noche pesaba sobre
el hospital. La madre de Daniel le pidió
con la mano que se acercara a la cama.
“Mi pequeño, no temas.
Me voy a un lugar mejor. Quiero que cuando no esté mires al cielo y busques la
estrella más grande y luminosa. Esa seré yo. Te estaré protegiendo”
Daniel miró y buscó
pero fue incapaz de distinguir la más grande y luminosa. Le pidió a su padre
que le comprara un telescopio y siguió buscando. Incluso cuando el paso de los
años le hizo comprender que su madre le había expuesto una metáfora para
mitigar el dolor de su pérdida, él siguió buscando. Se hizo astrónomo y siguió
buscando. Dado a su extraordinario talento consiguió un puesto en el más grande
de los observatorios del mundo, y siguió buscando. Distinguía con claridad los
tipos de estrellas pero sabía que siempre aparecía una más grande. Un día
cercano a su jubilación la encontró: la estrella más grande y luminosa jamás
hallada hasta entonces. Por haberla encontrado, le correspondía el derecho a
ponerle nombre. No se lo pensó dos veces.
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