No, si yo no tengo nada en contra de los homosexuales, pero a mí que no
me toquen.
Esta frase define a la
perfección a un sector de los homofóbicos. Lo sé porque yo la decía a menudo.
Es una frase donde cabe el respeto pero no la aceptación. Es muy común escucharla
entre los adolescentes y también en los jóvenes entrados en la veintena. Cuando
hablo en clase sobre la homofobia siempre expongo mi caso. Les digo a mis
alumnos que no fui más homofóbico porque la educación que me dio mi madre,
basada en el lado más amable y respetuoso del cristianismo, me lo impidió.
También les digo que todos podemos cambiar a mejor, todos ponemos madurar.
Durante veinte años un
amigo influyó poderosamente en mi vida. Llegamos a ser almas gemelas, aunque
nunca me pudo convencer de su comunismo medular. La persona más extraordinaria
que he conocido jamás. Un día me dijo “Carlos, voy a comprarme una casa” Me
quedé con la boca abierta y le dije “Pero si no puedes tú solo” y me dijo “la
voy a comprar con otra persona”. Él no tenía novia por aquel entonces. “¿Con
quién?” Me mencionó a un amigo en común, más amigo de él que mío. Yo me quedé
de piedra, sentí que mis esquemas se tambaleaban. Le dije, como si él no lo
supiera, “Pero si es gay”. Él me sonrió y me dijo “¿Y?”
Yo seguí en mis trece
“Pues que es gay”. En mi cabeza no cabía la compatibilidad en convivir con un
gay. Él me dijo “pero eso no es un argumento”.
Él iba mucho más
adelantado que yo en todo, pero, sobre todo, en madurez. Compraron la casa y
todos íbamos a visitarle. Era el primero del grupo que compraba vivienda. Una
casa enorme con muchas habitaciones y espacios comunes.
Yo tenía 27 años
cuando la situación en mi casa se me hizo insostenible. Mi amigo me dijo “Ven a
vivir con nosotros y nos ayudas a pagar la hipoteca con un pequeño alquiler. Ya
has visto cómo es. Hay espacio de sobra para tres”. Lo hice. Fue la mejor decisión que pude tomar.
Yo, el que no podía concebir que mi amigo conviviera con un homosexual, estaba
ahora en la misma situación. La convivencia fue maravillosa, en especial porque
nunca pusimos normas de convivencia, así nadie las rompía. Nuestro amigo
homosexual se enamoró y trajo a vivir a casa a su novio. Dos homosexuales y dos
heterosexuales.
He de decir que fuimos nosotros los que
inventamos la fiesta de la diversidad. Es una forma de hablar, pero nuestras
fiestas eran bien conocidas en el barrio (en este muro de Facebook tengo
testigos), aunque a algún vecino no estuviera muy de acuerdo con el buen rollo
que destilábamos. Una vez no acabé en comisaría porque uno de los policías que
vino a arrestarnos había estudiado conmigo en el instituto y no nos veíamos
desde entonces. Nos quedamos hablando un rato, repasando nuestras vidas, pero,
eso sí, me pidió que quitara la música.
Luego, un amigo de la
pareja homosexual se quedó en una situación complicada y se vino a vivir con
nosotros. Los homosexuales tomaban ventaja, tres a dos. Y la convivencia siguió
siendo cojonuda. Como es obvio, mi homofobia se diluyó; no fue premeditado, no
me dije, ah, pues no soy homofóbico; simplemente, se volatilizó al mismo tiempo
que normalicé la diversidad.
Luego, como no podía
ser de otro modo, la vida nos fue separando. Siempre recordaré esa época con un
especial cariño, la época en la que aprendí a divertirme, a convivir sin
normas, a respetar y aceptar todas las opciones; en definitiva, a madurar. Y
todo gracias a mi amigo. En efecto, los amigos se eligen; yo no pude elegir
mejor.
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