domingo, 16 de julio de 2017



No, si yo no tengo nada en contra de los homosexuales, pero a mí que no me toquen.
Esta frase define a la perfección a un sector de los homofóbicos. Lo sé porque yo la decía a menudo. Es una frase donde cabe el respeto pero no la aceptación. Es muy común escucharla entre los adolescentes y también en los jóvenes entrados en la veintena. Cuando hablo en clase sobre la homofobia siempre expongo mi caso. Les digo a mis alumnos que no fui más homofóbico porque la educación que me dio mi madre, basada en el lado más amable y respetuoso del cristianismo, me lo impidió. También les digo que todos podemos cambiar a mejor, todos ponemos madurar.
Durante veinte años un amigo influyó poderosamente en mi vida. Llegamos a ser almas gemelas, aunque nunca me pudo convencer de su comunismo medular. La persona más extraordinaria que he conocido jamás. Un día me dijo “Carlos, voy a comprarme una casa” Me quedé con la boca abierta y le dije “Pero si no puedes tú solo” y me dijo “la voy a comprar con otra persona”. Él no tenía novia por aquel entonces. “¿Con quién?” Me mencionó a un amigo en común, más amigo de él que mío. Yo me quedé de piedra, sentí que mis esquemas se tambaleaban. Le dije, como si él no lo supiera, “Pero si es gay”. Él me sonrió y me dijo “¿Y?”
Yo seguí en mis trece “Pues que es gay”. En mi cabeza no cabía la compatibilidad en convivir con un gay. Él me dijo “pero eso no es un argumento”.
Él iba mucho más adelantado que yo en todo, pero, sobre todo, en madurez. Compraron la casa y todos íbamos a visitarle. Era el primero del grupo que compraba vivienda. Una casa enorme con muchas habitaciones y espacios comunes.
Yo tenía 27 años cuando la situación en mi casa se me hizo insostenible. Mi amigo me dijo “Ven a vivir con nosotros y nos ayudas a pagar la hipoteca con un pequeño alquiler. Ya has visto cómo es. Hay espacio de sobra para tres”.  Lo hice. Fue la mejor decisión que pude tomar. Yo, el que no podía concebir que mi amigo conviviera con un homosexual, estaba ahora en la misma situación. La convivencia fue maravillosa, en especial porque nunca pusimos normas de convivencia, así nadie las rompía. Nuestro amigo homosexual se enamoró y trajo a vivir a casa a su novio. Dos homosexuales y dos heterosexuales.
 He de decir que fuimos nosotros los que inventamos la fiesta de la diversidad. Es una forma de hablar, pero nuestras fiestas eran bien conocidas en el barrio (en este muro de Facebook tengo testigos), aunque a algún vecino no estuviera muy de acuerdo con el buen rollo que destilábamos. Una vez no acabé en comisaría porque uno de los policías que vino a arrestarnos había estudiado conmigo en el instituto y no nos veíamos desde entonces. Nos quedamos hablando un rato, repasando nuestras vidas, pero, eso sí, me pidió que quitara la música. 
Luego, un amigo de la pareja homosexual se quedó en una situación complicada y se vino a vivir con nosotros. Los homosexuales tomaban ventaja, tres a dos. Y la convivencia siguió siendo cojonuda. Como es obvio, mi homofobia se diluyó; no fue premeditado, no me dije, ah, pues no soy homofóbico; simplemente, se volatilizó al mismo tiempo que normalicé la diversidad.
Luego, como no podía ser de otro modo, la vida nos fue separando. Siempre recordaré esa época con un especial cariño, la época en la que aprendí a divertirme, a convivir sin normas, a respetar y aceptar todas las opciones; en definitiva, a madurar. Y todo gracias a mi amigo. En efecto, los amigos se eligen; yo no pude elegir mejor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario