Qué bien,
salimos a pasear. No me lo esperaba al atardecer. El aire refresca en la
campiña. Es muy agradable. No me habla, pero le conozco bien, por las tardes
suele estar muy callado. Sé que no le he hecho nada que le haya molestado. Lo
único que me extraña es esa cuerda que lleva en la mano, ¿para qué la querrá?
Llegamos al
árbol donde siempre descansamos cuando salimos. Pasa la cuerda alrededor de una
rama. Será un juego nuevo. Quizás quiere que agarre la cuerda de un salto. No,
no es eso, me pide que me esté quieto. Me siento y le observo expectante. Hace
una especie de círculo en un extremo y me lo pasa por el cuello. Me dice que me
esté quieto y me lo aprieta. Me mira. Es como si quisiera sonreírme pero no lo
hace. Entonces tira de la cuerda y quedo colgando. Que juego más raro. Me quedo
sin aire. Amarra el otro extremo al árbol y se va. Me deja colgado. Quiero ir
con él. Muevo mi cuerpo como puedo. No
tengo aire. Caigo al suelo sin comprender. Me doy cuenta de que la cuerda se ha
soltado. Corro veloz, como corro siempre detrás de los conejos a los que él
dispara por las mañanas. Llego a su lado y brinco de alegría. Él me mira
impresionado, sin habla, como si no se creyera que yo esté ahí con él. Me coge
por el hocico y clava su mirada en la mía. Veo que sus ojos se llenan de
lágrimas. Me habla.
-¿Cómo es
posible que hayas querido volver conmigo?
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