domingo, 7 de mayo de 2017



La mejor amiga de mi madre vivía en Argentina. Se adoraban desde pequeñas pero el amor las separó al enamorarse su amiga de un argentino e irse a vivir al otro lado del Atlántico. Mi madre y su amiga del alma se escribían muchas cartas y solo una vez al año se llamaban por teléfono (no daba para más), en Nochebuena. Se turnaban, un año llamaba mi madre, el otro, su amiga, calculando siempre la diferencia horaria, claro. Una Nochebuena, tendría yo unos diecisiete años, mi madre llamó a su amiga. No hablaron mucho. Nos extrañó a todos pero nos dijo que su amiga tenía prisa y que ya se llamarían. Cenamos, bebimos, reímos, cantamos. En Navidad repetimos la operación y por la tarde recogimos la casa. Al día siguiente, mi madre se hundió. Nunca la había visto así. Nos dijo que cuando llamó a Argentina le había contestado el marido de su amiga comunicándole que  esta había muerto. Un cáncer tan repentino y agresivo que ni tiempo ni fuerzas tuvo para llamarla antes o escribir. Todos le preguntamos a mi madre el motivo por el que no nos había dicho nada, y ella nos contestó que no había querido estropearnos ni la Nochebuena ni la Navidad. Nos quedamos en estado de shock ante su respuesta. ¿Cómo pudo guardar todo su dolor mientras los demás reíamos y cantábamos sin percatarnos de nada?
No sé mucho de la vida ni de las personas, pero algo me dice que ese tipo de sacrificio, de entrega a los demás y de abnegación es, sobre todo,  propio de las madres.
Pues eso, feliz día de la madre.

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