La mejor amiga de mi
madre vivía en Argentina. Se adoraban desde pequeñas pero el amor las separó al
enamorarse su amiga de un argentino e irse a vivir al otro lado del Atlántico.
Mi madre y su amiga del alma se escribían muchas cartas y solo una vez al año
se llamaban por teléfono (no daba para más), en Nochebuena. Se turnaban, un año
llamaba mi madre, el otro, su amiga, calculando siempre la diferencia horaria,
claro. Una Nochebuena, tendría yo unos diecisiete años, mi madre llamó a su
amiga. No hablaron mucho. Nos extrañó a todos pero nos dijo que su amiga tenía
prisa y que ya se llamarían. Cenamos, bebimos, reímos, cantamos. En Navidad
repetimos la operación y por la tarde recogimos la casa. Al día siguiente, mi
madre se hundió. Nunca la había visto así. Nos dijo que cuando llamó a
Argentina le había contestado el marido de su amiga comunicándole que esta había muerto. Un cáncer tan repentino y
agresivo que ni tiempo ni fuerzas tuvo para llamarla antes o escribir. Todos le
preguntamos a mi madre el motivo por el que no nos había dicho nada, y ella nos
contestó que no había querido estropearnos ni la Nochebuena ni la Navidad. Nos
quedamos en estado de shock ante su respuesta. ¿Cómo pudo guardar todo su dolor
mientras los demás reíamos y cantábamos sin percatarnos de nada?
No sé mucho de la vida
ni de las personas, pero algo me dice que ese tipo de sacrificio, de entrega a
los demás y de abnegación es, sobre todo, propio de las madres.
Pues eso, feliz día de
la madre.
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