Había una vez un banco
en el que la gente acababa irremediablemente sentada en él. No era el banco en
sí, pues su piedra no estimulaba, precisamente, al descanso prolongado; era la
vista que ofrecía, la mejor de la isla. Tan bello era el panorama que se hacía
difícil encontrarlo vacío, en especial durante el atardecer o bajo la luz de la
luna llena. Sobre ese banco habían empezado muchas parejas y también finalizado,
el primer beso y el último, cientos de suspiros, reflexiones, discusiones,
decisiones habían tenido lugar sobre aquella piedra a lo largo de los años. La
vida, en definitiva, que elegía ese banco para detenerse un momento, o para
activarse. Todos los que allí se sentaban tenían algo en común, y es que
suspiraban de envidia ante el balcón de la vivienda que se hallaba justo detrás
del banco. No había excepción, el sentimiento era el mismo: qué suerte la
persona propietaria de ese piso, de ese balcón, recreándose permanentemente de
lo que nosotros solo podemos disfrutar por un pequeño espacio de tiempo. Cómo
nos gustaría vivir ahí. Era un pensamiento colectivo. En efecto, la persona propietaria en cuestión no solo se maravillaba
de la vista que tenía desde su balcón, sino también de todas las historias que
se desarrollaban en aquel banco. Lo que no sabían los que suspiraban de envidia,
es que esa persona les miraba discretamente tras la cortina deseando con todas
sus fuerzas ocupar su lugar.
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