Hay dos grandes frases
que siempre he querido decir: “¿hay algún médico a bordo?” y “siga a ese coche,
rápido”
La primera ya la
cumplí. Tuve la oportunidad de decirlo, aunque sobre mí mismo. Cuando estábamos
a punto de subir al avión de regreso a casa, empecé a temblar como Robert de
Niro en “Despertares”. Temblores incontrolables y escalofríos. Sonreí a las
azafatas de la puerta apretándome los brazos en los sobacos, para que no se
notaran mis temblores, y nos sentamos. Como soy algo hipocondríaco (los que me
conocen subirían algunos grados más esta apreciación) y los temblores iban a
más, pues pensé en una muerte inminente. Le dije a mi mujer que creía que no
sería buena idea hacer ese viaje, que menudo engorro estar viajando con un
cadáver durante tres horas sin posibilidad de hacer escalas. Toqué el botoncito
y cuando llegó la azafata tuve mi gran
momento “¿hay algún médico a bordo?” le pregunté entre temblores. Me supo a
gloria. Lo gracioso es que me preguntó
“¿para qué?” “Para jugar una partida de ajedrez con él, ¿para qué va a ser?”
Como quiera que la mayoría del personal de los aviones no tiene mucho sentido del
humor, probablemente por aguantar a grinchs como yo, la azafata arqueó solo una
ceja, tipo Sean Connery, y se fue para volver al poco con el comandante (nada
menos que el comandante, yo ya iba a lo grande), que me volvió a preguntar lo
mismo. Me abstuve de disimular mis temblores ante quien tomaba las decisiones
serias en la nave y decidió que fuéramos
a la puerta para examinarme por un doctor que ya se había desenmascarado de
entre los pasajeros. Al pasar entre estos y ver que todos nos miraban tuve unas
terribles ganas de decirles “Es contagioso”, pero me contuve.
Le dije al doctor que
además de hipocondríaco era hipertenso. Dictó sentencia de inmediato: “es la
tensión, que se le ha subido”, aunque yo no notaba nada de eso. Me llevaron en
ambulancia a urgencias de Barajas, mientras mi mujer iba a sacarnos otro vuelo
y recuperar nuestras maletas (esa historia también es muy buena). No recuerdo
el viaje en ambulancia, no está en mi memoria. De pronto, estaba en una camilla
de urgencias con una doctora tomándome la temperatura: 41 grados. Pero yo
estaba de lo más chistoso; supongo que formaba parte del delirio. Me puse a
decirle que había dicho una de las dos grandes frases que toda persona debía de
decir al menos una vez en la vida. Qué coñazo le tuve que dar con eso.
Mientras, sonaba el teléfono llamándonos desde el mostrador donde estaba mi
mujer preguntándole a la doctora si yo estaría en condiciones de viajar al día
siguiente. La doctora me miró con cara de circunstancias y yo le dije que había
dicho una de las dos grandes frases, etc, etc.
Volamos al día siguiente, supongo que porque
la doctora no quería aguantarme más, me pinchó dos inyecciones de no sé qué y
me firmó el alta. Cuando lo pienso en frío, no quiero ni pensar el cabreo de
los pasajeros por el retraso que tuvieron por sacarnos las maletas de la
bodega. Y lo que es peor: este episodio mío fue tan solo unos pocos meses antes
de la crisis del ébola. Menuda cuarentena le hubiera caído a los del avión. Me
hubieran odiado mucho más que a Melendi.
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