Fui el otro día
a un centro comercial de cuyo nombre no quiero acordarme. En realidad no a
comprar, sino solo a aparcar; imperdonable, pero aun así no se lo digáis a
nadie. Aparqué, después de dar mil vueltas
buscando, iluso de mí, los carteles que me indicaran el camino, que, a ver,
estar están los cartelitos, pero mi sentido de la orientación no alcanza como
para hacerme, al mismo tiempo que conduzco, un mapa mental de ese bosque de
columnas y números. Aparqué en el tercer piso, ese que llega casi al infierno.
Nadie. Tres coches aparcados y yo. Qué mal rollo, esa es la primera sensación
que me vino. Normal que nadie baje hasta ahí a aparcar.
Lo mismo que las
indicaciones para los coches es lo que me esperaba ahora que me había
reconvertido en peatón. Al mal rollo
añadí la sensación de que yo era lo suficientemente gilipollas como para no
encontrar una puerta que me llevara a la calle. Las que encontraba indicaban que
eran escaleras de incendios, y, como buenas escaleras de incendio, estaban
cerradas. Empezaba a sentirme como José Luis López Vázquez en “La cabina”, solo
que algo más holgado. Después de mucho tantear, siempre pegadito a la pared,
que es como puedo controlar mejor un posible ataque de zombis, encontré al fin una escalera de incendios que
estaba abierta. La pinta de la escalera te invitaba a no usarla incluso si un
incendio te estaba persiguiendo. Cemento puro, ladrillo desnudo, luz de tubo de
neón parpadeante, presupuesto agotado o casi. Suspiré de puro acojono y dudé.
Pensé que si iba a elegir subir por ahí debía, por lo menos, echar un
preceptivo vistazo al hueco de la escalera. Desesperanzador. Decidí que no, que
ahí no me metía ni loco. Di media vuelta y pasó lo que le tenía que pasar a un
ignorante como yo. Puerta de metal, pesada como su puta madre, que retrasa la
entrada de incendios. En efecto, la inercia la cerró justo cuando me di la
vuelta. Mi carita congelada, incapaz de reaccionar porque, como bien dicen que
cada día se aprende algo nuevo, en ese momento aprendí que las puertas de las
escaleras de incendio, si son para acceder a ella, no tienen pomo para volver a
abrirla desde dentro.
Mi primer
movimiento, raudo como un pistolero del oeste, aunque con menos pulso, fue
sacar mi móvil del bolsillo. Tan típico como cierto, no tenía cobertura.
Corazón de cero a cien en dos segundos. Inmediatamente dejé paso libre a mi
principal pensamiento en aquellos momentos: zombis, zombis y más zombis, pero
no los lentos, sino esos desgraciados que corren como cabrones enloquecidos. No
me quedaba otra que subir con mis piernas temblorosas tres interminables pisos
de cemento y ladrillo. ¿De verdad que no les quedaban unos eurillos para darle
una pintadita, aunque sea de blanco mate?
Pisaba suavito suavito para poder escuchar las
pisadas de los zombis que me seguáin en mi imaginación. Cuando llegué al último
piso se me vino el alma al suelo, creo que hasta hizo ruido. La puerta de la
salida estaba llena de escombros. Tampoco el presupuesto les había dado para
retirarlos. No podía ser, no tenía sentido, pero teniendo en cuenta que me
sucedía en España, me determiné a no hacerme preguntas con sentido y no echar
la culpa a nadie sino al gobierno.
Me resigné y
seguí subiendo por si podía apartar los escombros. Solo cuando llegué al último
escalón me di cuenta de que los escombros no tapaban la puerta y que podía
empujarla. Empecé a repetir que esté abierta, por favor, que esté abierta, por
favor, como unas mil veces en dos pasos antes de empujar hacia abajo las barras
de la puerta. Consideré que el factor educacional podía ser importante para que
se escucharan mis plegarias y por eso añadí lo de por favor. Tiré con todas mis
fuerzas y la puerta se abrió enseñándome una calle llena de luz, de tráfico, de
humo, de gente, de ruido, de mierda de perro. Casi mejor me daba media vuelta y
me quedaba en la escalera, pero como tenía cita con el dentista o, más bien,
con su instrumental quirúrgico y si no iba, que por querer no quería, me daría
cita para el próximo cambio de siglo, opté por marcharme, silbando y mirando
hacia arriba, que es como, todo el mundo sabe,
se disimula mejor. A los pocos metros, me detuve, di media vuelta y
corrí a cerrar la puerta.
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