He visto esta
fotografía en varios muros de Facebook y en todos ellos, sin excepción, los
comentarios son de horror tipo “qué perdida está esta juventud”, “qué horror”,
“lo que nos espera” “preparándose para el selfie” “qué desprecio por el arte”,
todas por ese estilo, poco menos que el apocalipsis de la sociedad. Y me
cabrea, me cabrea mucho, porque están hablando los prejuicios y las
generalizaciones. ¿Cómo es posible que sepan por esa foto que es eso lo que
está sucediendo? ¿Y si han ido con el
profesor (tiene toda la pinta) y este les ha pedido que busquen información
sobre Rembrandt? ¿Y si llevan más de dos horas recorriendo el museo y el
profesor les ha dado tiempo libre y ellos están haciendo lo que les da la
realísima gana en su tiempo libre, que para eso está? Puede incluso que estén
viendo las fotografías que se han sacado en el museo. Pero no, tiene que ser
que desprecian el arte y lo único que les importa es lo que salga en su móvil.
¿Es que no habéis visto cómo nos comportamos los adultos en un museo? Os pongo
mi caso. Después de mucho caminar y pararme frente a los cuadros constantemente,
caminar, parar, caminar, parar, durante más de un hora, mis pies no aguantan
más. Entonces busco un asiento y, oh, sorpresa, todos están cogidos, porque en
los museos, de todos es sabido que solo hay cinco asientos, más la silla
antisiesta del vigilante. ¿Y qué hay sentados sobre esos escasos asientos? En
efecto, adultos, y la mayoría están mirando sus móviles. Yo les dirijo una
mirada de rabia disfrazada de impaciencia porque lo que quiero es que se
levanten para sentarme yo, como en los restaurantes sin mesas libres, o como en
las revoluciones, y cuando por fin logro sentarme, lo primero que hago es sacar
el móvil y distraerme para liberarme un poco del síndrome de Stendhal que se
supone nos tiene que dar en un museo. ¿Significa eso que desprecio el arte?
Pues para muchos que ven esta imagen eso es lo primero en lo que piensan. No
dan ni el beneficio de la duda.
domingo, 29 de enero de 2017
jueves, 26 de enero de 2017
LAS DOS GRANDE FRASES QUE TODA PERSONA DEBE DECIR AL MENOS UNA VEZ EN LA VIDA (relato)
Hay dos grandes frases
que siempre he querido decir: “¿hay algún médico a bordo?” y “siga a ese coche,
rápido”
La primera ya la
cumplí. Tuve la oportunidad de decirlo, aunque sobre mí mismo. Cuando estábamos
a punto de subir al avión de regreso a casa, empecé a temblar como Robert de
Niro en “Despertares”. Temblores incontrolables y escalofríos. Sonreí a las
azafatas de la puerta apretándome los brazos en los sobacos, para que no se
notaran mis temblores, y nos sentamos. Como soy algo hipocondríaco (los que me
conocen subirían algunos grados más esta apreciación) y los temblores iban a
más, pues pensé en una muerte inminente. Le dije a mi mujer que creía que no
sería buena idea hacer ese viaje, que menudo engorro estar viajando con un
cadáver durante tres horas sin posibilidad de hacer escalas. Toqué el botoncito
y cuando llegó la azafata tuve mi gran
momento “¿hay algún médico a bordo?” le pregunté entre temblores. Me supo a
gloria. Lo gracioso es que me preguntó
“¿para qué?” “Para jugar una partida de ajedrez con él, ¿para qué va a ser?”
Como quiera que la mayoría del personal de los aviones no tiene mucho sentido del
humor, probablemente por aguantar a grinchs como yo, la azafata arqueó solo una
ceja, tipo Sean Connery, y se fue para volver al poco con el comandante (nada
menos que el comandante, yo ya iba a lo grande), que me volvió a preguntar lo
mismo. Me abstuve de disimular mis temblores ante quien tomaba las decisiones
serias en la nave y decidió que fuéramos
a la puerta para examinarme por un doctor que ya se había desenmascarado de
entre los pasajeros. Al pasar entre estos y ver que todos nos miraban tuve unas
terribles ganas de decirles “Es contagioso”, pero me contuve.
Le dije al doctor que
además de hipocondríaco era hipertenso. Dictó sentencia de inmediato: “es la
tensión, que se le ha subido”, aunque yo no notaba nada de eso. Me llevaron en
ambulancia a urgencias de Barajas, mientras mi mujer iba a sacarnos otro vuelo
y recuperar nuestras maletas (esa historia también es muy buena). No recuerdo
el viaje en ambulancia, no está en mi memoria. De pronto, estaba en una camilla
de urgencias con una doctora tomándome la temperatura: 41 grados. Pero yo
estaba de lo más chistoso; supongo que formaba parte del delirio. Me puse a
decirle que había dicho una de las dos grandes frases que toda persona debía de
decir al menos una vez en la vida. Qué coñazo le tuve que dar con eso.
Mientras, sonaba el teléfono llamándonos desde el mostrador donde estaba mi
mujer preguntándole a la doctora si yo estaría en condiciones de viajar al día
siguiente. La doctora me miró con cara de circunstancias y yo le dije que había
dicho una de las dos grandes frases, etc, etc.
Volamos al día siguiente, supongo que porque
la doctora no quería aguantarme más, me pinchó dos inyecciones de no sé qué y
me firmó el alta. Cuando lo pienso en frío, no quiero ni pensar el cabreo de
los pasajeros por el retraso que tuvieron por sacarnos las maletas de la
bodega. Y lo que es peor: este episodio mío fue tan solo unos pocos meses antes
de la crisis del ébola. Menuda cuarentena le hubiera caído a los del avión. Me
hubieran odiado mucho más que a Melendi.
domingo, 22 de enero de 2017
La primera película
que me hizo llorar de miedo, que me hizo salir corriendo de la sala, renegar
del cine y chillarle a mi hermano por haberme entrado a ver esa película fue
“Almas de metal”. Yo debía de tener unos cuatro o cinco años. Desde entonces le
tengo mucho respeto a su actor, Yul Brynner. De hecho, aun después de venerarle
cuando le vi en los siete magníficos y otras películas maravillosas, creo que
hoy sería incapaz de verla. La infancia es como la memoria de un elefante.
jueves, 19 de enero de 2017
LA ESCALERA DE INCENDIOS (relato autobiográfico)
Fui el otro día
a un centro comercial de cuyo nombre no quiero acordarme. En realidad no a
comprar, sino solo a aparcar; imperdonable, pero aun así no se lo digáis a
nadie. Aparqué, después de dar mil vueltas
buscando, iluso de mí, los carteles que me indicaran el camino, que, a ver,
estar están los cartelitos, pero mi sentido de la orientación no alcanza como
para hacerme, al mismo tiempo que conduzco, un mapa mental de ese bosque de
columnas y números. Aparqué en el tercer piso, ese que llega casi al infierno.
Nadie. Tres coches aparcados y yo. Qué mal rollo, esa es la primera sensación
que me vino. Normal que nadie baje hasta ahí a aparcar.
Lo mismo que las
indicaciones para los coches es lo que me esperaba ahora que me había
reconvertido en peatón. Al mal rollo
añadí la sensación de que yo era lo suficientemente gilipollas como para no
encontrar una puerta que me llevara a la calle. Las que encontraba indicaban que
eran escaleras de incendios, y, como buenas escaleras de incendio, estaban
cerradas. Empezaba a sentirme como José Luis López Vázquez en “La cabina”, solo
que algo más holgado. Después de mucho tantear, siempre pegadito a la pared,
que es como puedo controlar mejor un posible ataque de zombis, encontré al fin una escalera de incendios que
estaba abierta. La pinta de la escalera te invitaba a no usarla incluso si un
incendio te estaba persiguiendo. Cemento puro, ladrillo desnudo, luz de tubo de
neón parpadeante, presupuesto agotado o casi. Suspiré de puro acojono y dudé.
Pensé que si iba a elegir subir por ahí debía, por lo menos, echar un
preceptivo vistazo al hueco de la escalera. Desesperanzador. Decidí que no, que
ahí no me metía ni loco. Di media vuelta y pasó lo que le tenía que pasar a un
ignorante como yo. Puerta de metal, pesada como su puta madre, que retrasa la
entrada de incendios. En efecto, la inercia la cerró justo cuando me di la
vuelta. Mi carita congelada, incapaz de reaccionar porque, como bien dicen que
cada día se aprende algo nuevo, en ese momento aprendí que las puertas de las
escaleras de incendio, si son para acceder a ella, no tienen pomo para volver a
abrirla desde dentro.
Mi primer
movimiento, raudo como un pistolero del oeste, aunque con menos pulso, fue
sacar mi móvil del bolsillo. Tan típico como cierto, no tenía cobertura.
Corazón de cero a cien en dos segundos. Inmediatamente dejé paso libre a mi
principal pensamiento en aquellos momentos: zombis, zombis y más zombis, pero
no los lentos, sino esos desgraciados que corren como cabrones enloquecidos. No
me quedaba otra que subir con mis piernas temblorosas tres interminables pisos
de cemento y ladrillo. ¿De verdad que no les quedaban unos eurillos para darle
una pintadita, aunque sea de blanco mate?
Pisaba suavito suavito para poder escuchar las
pisadas de los zombis que me seguáin en mi imaginación. Cuando llegué al último
piso se me vino el alma al suelo, creo que hasta hizo ruido. La puerta de la
salida estaba llena de escombros. Tampoco el presupuesto les había dado para
retirarlos. No podía ser, no tenía sentido, pero teniendo en cuenta que me
sucedía en España, me determiné a no hacerme preguntas con sentido y no echar
la culpa a nadie sino al gobierno.
Me resigné y
seguí subiendo por si podía apartar los escombros. Solo cuando llegué al último
escalón me di cuenta de que los escombros no tapaban la puerta y que podía
empujarla. Empecé a repetir que esté abierta, por favor, que esté abierta, por
favor, como unas mil veces en dos pasos antes de empujar hacia abajo las barras
de la puerta. Consideré que el factor educacional podía ser importante para que
se escucharan mis plegarias y por eso añadí lo de por favor. Tiré con todas mis
fuerzas y la puerta se abrió enseñándome una calle llena de luz, de tráfico, de
humo, de gente, de ruido, de mierda de perro. Casi mejor me daba media vuelta y
me quedaba en la escalera, pero como tenía cita con el dentista o, más bien,
con su instrumental quirúrgico y si no iba, que por querer no quería, me daría
cita para el próximo cambio de siglo, opté por marcharme, silbando y mirando
hacia arriba, que es como, todo el mundo sabe,
se disimula mejor. A los pocos metros, me detuve, di media vuelta y
corrí a cerrar la puerta.
domingo, 15 de enero de 2017
“Clara dice” es, con
diferencia, mi novela más vendida. Calculo que a lo largo de estos años ha
llegado a unos mil quinientos hogares. Unas cifras insignificantes o mínimas en
comparación con otros escritores pero que a mí me satisfacen enormemente, a
nivel anímico, se entiende. Mi prosa está en dos mis familias. Forma parte de
un pequeño ejército de libros en decenas de estanterías de este país, al lado
de quién sabe qué autores. Me emociona muchísimo, como me emociona pensar que
en estas fiestas hay lectores que han regalado alguna de mis novelas a sus
seres queridos. Muchas gracias.
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