Te levantas y arrojas el móvil como un lanzador de pesos. Lo ves caer al mar. Se hunde. Glu-glu. Tus hombros se derrumban. Los músculos de tu rostro se relajan. Ahora lo entiendes.
Un minuto antes.
Cierras los ojos
y notas el frío de una lágrima naciente que se precipita sobre tu mejilla.
Vuelves a mirar. Ahí sigue, el mar, con sus infinitas tonalidades y su arrullo
constante. No puedes más y te rindes a la evidencia: “Esto sí debe de ser la
buena vida”, dices en un suspiro.
Treinta minutos antes.
De pronto,
desconectas, o quizás es que entras en una dimensión desconocida para ti, un
espacio donde cabe la calma, ¿te acuerdas de la calma? No, desde que eres
ejecutivo de esa empresa de inversiones. Los picos del mar se te asemejan a miles
de cabezas de felices delfines que te saludan. La brisa salada refresca tu
rostro. Te preguntas si eres tú mismo el que está sentado en ese banco frente
al mar.
Cincuenta
minutos antes.
Nunca el hecho
de sentarte te ha bloqueado de ese modo, como si se detuviera el mundo, tu
mundo de etiquetas y palmaditas en el hombro. Respiras hondo expulsando los
malos espíritus de tu cabreo. No tenías previsto sentarte a esperar. No tenías
previsto estar ahí, pero estás. No te queda otro remedio. Te frotas los muslos
y sacas el móvil del bolsillo. Lo miras. Nada. Ni grúa, ni taxi, tampoco tu
novia. Lo dejas a tu lado, en el banco. Por fin miras al frente, ¿dónde si no?
El mar te saluda. Inmenso. Tus ojos se pierden en su superficie y tienes una
sensación extraña, olvidada y reencontrada con un pestañeo frente al mar.
Callas tu interior y observas.
Una hora y diez
minutos antes.
Gritas al de la
grúa, aunque bien sabes que no tiene la culpa, pero necesitas descargar con
alguien tu mala suerte. Tus expectativas se vienen abajo. Tanto que habías
pagado por ese proyecto. No puede asegurarte menos de una hora para llegar
donde estás y recoger tu maravilloso coche que nunca fallaba y con el que tanto
has fardado, en medio de nada, en un pueblo costero al que siempre habías
ignorado desde la autopista. En la compañía de taxis tampoco te aseguran menos
de una hora. Escribes a tus compañeros del trabajo. Todos tienen una excusa
creíble para no ayudarte.
Una hora y
veinte minutos antes.
Tu corazón entra
en quiebra momentánea. ¿Qué es ese ruido? Parece el motor. No, no, no, repites
incrédulo. Ahora no, en este preciso momento no. Llegarás tarde, no hay
remedio, el coche ralentiza por su voluntad, no por la tuya. Ves un cartel que
indica una salida. Un pueblo, no lees bien el nombre, qué importa. Logras parar
en el paseo del pueblo, junto al mar, pero tú solo buscas el número de la grúa
en tu móvil. Tus sueños al garete. La vida que querías, la vida por la que
luchaste adulando a tus jefes se viene abajo por la tos de tu coche deportivo.
Una hora y
cincuenta minutos antes.
Sales eufórico
de la reunión. Tu proyecto ha sido aprobado. Solo falta la presentación ante el
consejero delegado, en la capital. Llegarás en un momento con tu flamante coche
de ejecutivo. Eres feliz. Lo tienes todo, pero sabes que dependes de esa
reunión con el consejero. La has cagado tiempo atrás por arriesgado y te tienen
echado el ojo. No te importa. Te gusta trabajar bajo presión. Lo viste en una
película y desde entonces es el lema de tu vida. Eres el puto rey del mambo.
Tres horas antes.
Coqueteas con la
recepcionista. Siempre lo haces. Sabes que te miran, que te envidian por tu
percha y desparpajo. Los becarios quieren ser como tú.
Tres horas y un
minuto antes.
Ignoras el
mensaje que tu novia te ha enviado molesta
al móvil. Estás saliendo del ascensor y ya encaras el hall de la empresa
donde trabajas.
Tres horas y
media antes.
Coqueteas con la
camarera de la cafetería donde sueles desayunar. Te sirve lo de siempre,
haciéndote sentir de la casa. Un elegido.
Tres horas y
media y un minuto antes
Ignoras el
mensaje que te novia te ha enviado ilusionada al móvil. Estás acercándote a la
cafetería para desayunar.
Cuatro
horas y media antes.
Suena el
despertador. Sonríes a pesar de ese bip intermitente. Es tu día. Hoy presentas
el proyecto por el que tanto has pagado a otra persona para que te lo haga. El
mérito será tuyo y el ascenso también. Subirás en el escalafón. Ático con
tecnología punta, club de golf, reservados en las discotecas, palcos en los estadios,
tarjetas de crédito ilimitado. Es la clase de vida que siempre has soñado, la
vida que ya tienes, pero necesitas un nuevo subidón, una versión extra-large de
tu vida, porque tú tienes claro lo que es la buena vida.
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