Cuando le preguntaron a Alfredo
lo que le gustaría ser, no lo dudó ni un segundo: bombero. Claro, que tenía
seis años cuando lo dijo. Todos sus allegados sonrieron o pusieron la cara de
asombro pelotillero que se les pone a los niños cuando abren la boca. Por
aquello de promoverles la autoestima. Cuando le hicieron la misma pregunta diez
años más tarde, sus allegados empezaron a preocuparse, porque la respuesta
había sido la misma: bombero. Tenía que decidirse por la rama de bachillerato,
camino irrevocable que determina tu futuro formativo, y él quería ser
bombero. Su tutor empleó toda la
influencia que tenía sobre él para convencerle de que aquello estaba bien para
un niño pero que no podía desperdiciar su talento en tonterías, ahora que había
que ponerse serio. Utilizó también esa influencia sobre los padres de Alfredo,
quienes convencieron, lo que en el lenguaje adulto ya sabemos que significa
obligar, a su hijo para que cursara un bachillerato como dios manda.
Y así hizo Alfredo. Aprobó el
bachillerato con excelentes notas, lo mismo que su carrera universitaria.
Consiguió un empleo en el que fue ascendiendo. La competencia se lo rifó como
el mejor trabajador del sector. Fundó su propia empresa, dirigiéndola con
presteza hacia el éxito. Cumplió con la especie trayendo tres hijos a este
mundo. Fue un excelente marido y mejor padre. Su iniciativa y competencia le
llevó a ser la persona más rica e influyente del país. Concedió muchas
entrevistas a lo largo de su vida. En la última, siendo ya un anciano, el
periodista le preguntó si había sido feliz.
-La verdad es que no.
El periodista simuló como pudo
su asombro.
-Pero si es usted una de las
personas más ricas del mundo.
Alfredo suspiró evidenciando su
profundo estado de melancolía.
-Ya, pero es que yo quería ser
bombero.