-¿Pero me estás
diciendo eso en serio, Trápaga?- le preguntó el fiscal convencido de que el
comisario le estaba tomando el pelo.
-Que sí, leches, que
te lo digo en serio. ¿Puedo o no puedo llevarlo como testigo a un juicio?
El fiscal le miró con la sonrisa de quien se siente
engañado.
-¿Es una cámara
oculta?, ¿es eso?
-¿Pero qué cámara
oculta ni que cojones fritos?
-Por dios, Manuel, que
no puedes estar en serio.
Si el fiscal había
apelado al nombre de pila del comisario, muy graves debía de ser la cosa.
-Que sí, que es mi
único testigo, que lo vio todo.
-Pues no puedes
llevarlo.
-¿Pero por qué?
-Porque es un loro,
joder, que estamos hablando de un loro.
-Sí, un loro que
estaba en la habitación donde asesinaron a esa pobre mujer.
-¿Pero de verdad esta
conversación está teniendo lugar?- el fiscal se pasaba la mano por su calva
buscando el sosiego que había perdido con el comisario- ¿Y qué coño le pregunto
a un loro?
-Pues tus jodidas
preguntas de fiscal, como haces siempre.
-Ya, y el loro me
contesta, ¿no?
-Joder, los loros
hablan, ¿por qué no iba a hablar este?
Pues precisamente este
no hablaba. Por supuesto, el fiscal dio por zanjada la discusión largándose de
su propio despacho, quitándose así de vista al comisario. Trápaga, por su
parte, hubo de acudir a un especialista con su loro mudo.
-Verá usted- empezó a
explicarle el veterinario-, cuando un loro no habla puede ser por varios
motivos. Quizás no esté recibiendo el cariño que debiera. ¿Quiere usted a su
loro?
Trápaga arrugó el
rostro para mostrar su más absoluta repulsa.
-¿Cómo voy a querer yo
a un loro?, vamos, hombre, no diga memeces.
-¿Lo ve usted? Así
tiene al pobre animal.
-Que no, cojones, que
el puto loro lo tengo desde la semana pasada, que no es eso.
Al comisario no había
que apretarle mucho para que empezara a gritar. No obstante, esto no pareció
impresionar al veterinario.
-Dice usted que lo ha
adoptado…
-No, yo no he dicho
eso, lo que me faltaba. Lo he recogido. Estaba en la escena de un crimen y
quiero que hable de una jodida vez para que testifique en un juicio.
El veterinario le miró
buscando la broma en la expresión de su
cliente.
-¿En serio quiere
hacer eso?
Trápaga miró a un lado
para no perder los nervios.
-Pues no me digas más-
continuó el veterinario-. Este loro ha sufrido un shock. Dice usted que
presenció un crimen. Eso es lo que le ha hecho perder el habla.
-Pero el hambre no,
¿verdad?
-¿Cómo dice?
-Que el jodido no para
de comer.
-Eso es la ansiedad.
Trápaga se fue de la
consulta más soliviantado de lo que había entrado. No podía comprender que un
loro, un animal, en definitiva, pudiera sufrir ansiedad.
-Sal tú a las calles a
jugarte la vida y verás lo que es ansiedad- le decía al loro desde la silla de
su despacho. Nunca antes en una comisaría había habido un loro. Tan renombrado
fue que incluso vino una cadena de televisión.
-¿Cómo dice?- preguntó
Trápaga al periodista como si le hablara a un chulo de la calle.
-Que si le ha puesto
nombre al loro- le repitió intimidado.
-Sí, hombre, lo que
faltaba, ponerle nombre. Se llama loro, y punto.
El loro pasó en comisaría
los siguientes cinco años y a tenor del número de pipas que comía al día, la
ansiedad parecía no querer desaparecer. Por alguna razón que el comisario no
alcanzaba a comprender, le había cogido cariño al animal. Probablemente fuera
porque sabía escuchar.
-Ay, loro, tú sí que
me entiendes- solía decirle cuando iniciaba sus largos monólogos sobre sus
casos de investigación o cuando había tenido una discusión con su mujer. El
loro se limitaba a ladear la cabeza de un lado a otro y a escucharle en
silencio. Hasta los delincuentes se habían encariñado con él.
Sin embargo, pocos
casos como el de la dueña del loro se le habían atragantado tanto al comisario.
No pasaba una semana sin que pensara en él, lo cual era lógico teniendo en
cuenta la presencia del loro.
Un día de reflexión en
estado puro, tuvo un impulso de esos con los que te reprochas no haberte dado
cuenta antes de algo. Salió de su despacho sin despedirse del loro y no regresó
hasta al cabo de un par de horas. Traía una caja de cartón. La abrió y empezó a
sacar su contenido. El loro miraba con curiosidad desde su puesto. De pronto,
hizo algo que no había hecho (al menos el comisario nunca lo había visto) en
todos esos años: con un habilidoso brinco se posó en la mesa. En otras
circunstancias, Trápaga le hubiera dado un buen trompazo por allanamiento de su
espacio, pero ahora se limitó a observar con más curiosidad que el animal, si
cabe.
El loro se acercó a la
caja y batió las alas al tiempo que su cresta se erguía.
-Las reconoces, ¿eh?
Son las pertenencias de tu legítima dueña. Nadie las reclamó. Increíble-
murmuraba el comisario prendado de asombro ante la actitud de su amigo.- Vamos,
dime algo, dame una señal.
Trápaga comprendió que
debía colaborar sacando las cosas de la caja. Empezó a mostrarle fotografías
que nunca le llevaron a una pista segura. Las pasaba una a una pensando que
realmente se encontraba con el único testigo de un asesinato. Y entonces
ocurrió. Justo en el momento en que el comisario le enseñaba la tercera
fotografía el loro dilató sus pupilas y habló.
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