Rosalba
tenía dos años cuando entendió que aquel viejo artilugio al que nadie
hacía caso, y que servía casi exclusivamente como soporte del enorme jarrón
diocechesco, era un piano. Un día observó cómo su padre se sentaba en la butaca
y miraba fijamente la oscura tapa. Don Esteban permaneció inmóvil durante
varios minutos sin apartar la vista del instrumento. Era como si estuviera
viendo reflejado en él no su rostro, prematuramente envejecido por las
desgracias recientes, sino la alegría de un pasado no demasiado lejano que
había sido bruscamente interrumpida por los caprichos de un destino que no
terminaba de aceptar. Rosalba lo
observaba sin entender lo que sucedía.
De pronto, algo que no sabía ni podía
interpretar la impulsó a avanzar hacia su padre. Ni siquiera el golpe seco de
la pequeña cayendo al suelo desde la butaca distrajo a don Esteban de sus
pensamientos. Sus manos, cansadas e indecisas, se alzaron para levantar la
tapa. Ésta no se resistió a pesar de los dos años transcurridos desde que se
cerrara por última vez. Las teclas brillaban como si se alegrasen de ser
visitadas de nuevo. Don Esteban respiró emocionado. Sus dedos se posaron
tímidos sobre ellas pero no se atrevió a presionar. Era pedir demasiado, tanto
que empezó a llorar en silencio, y aunque hizo esfuerzos por detener sus
lágrimas, cuanto más lo intentaba, con más intensidad brotaban. Habían sido
retenidas demasiado tiempo y ahora no iban a detenerse tan fácilmente.
Fue entonces cuando notó que le tocaban la
pierna. Rosalba, después de varios traspiés y algunos vaivenes había llegado
hasta su padre. Tras ese pequeño pero costoso triunfo reclamaba su atención. Él
la miró y entonces, de inmediato, sus lágrimas abandonaron su tristeza para
transformarse en motivo de dicha, y
sonrió, como nunca lo había hecho, porque en el rostro de Rosalba, en sus ojos
negros, en su nariz pequeña, en su boca
abierta y balbuceante sólo veía a su difunta esposa. Muchos le habían
manifestado ya su asombro ante el parecido entre madre e hija pero él no había
querido reconocerlo nunca. Ahora era imposible negar la evidencia. Una
evidencia maravillosa, pensaba.
Las manitas en alto de Rosalba se movían
nerviosas pidiendo ser alzada por su padre, que la sentó sobre sus muslos. La inicial curiosidad de Rosalba se convirtió
en alegría sorprendente cuando vio las teclas. Quería acercarse más, quería
tocarlas.
-¿Te gusta?, es el piano de mamá.
Ante la insistencia de su hija, don
Esteban le cogió una mano y se la acercó al instrumento. Rosalba presionó pero
nada ocurrió. Era demasiado débil todavía para llegar hasta el fondo. Al ver la
decepción en su carita, su padre la ayudó a tocar con su mano. La niña quedó
con los ojos como platos al oír el sonido del piano. Su primera nota: un do tan
nítido y limpio que sorprendió incluso a don Esteban. ¿Cómo era posible que no
estuviera desafinado después de tanto tiempo? Tras la impresión inicial, su
hija rió y batió las palmas. Quería más, pero esta vez quería hacerlo sola. Su
siguiente nota fue un mi, después un sol y por último un do, y volvió a reír.
Pero don Esteban no reía, miraba
estupefacto a su hija. No podía salir de su asombro pues había tocado un
arpegio. Por sí sola había intuido la correlación natural de sus notas. Y reía
Rosalba, no paraba de reír, y fueron sus risas las que devolvieron a su padre a
la realidad, las que le devolvieron a la vida, y por primera vez desde que
naciera, padre e hija se fundieron en un
abrazo.
Fue entonces cuando Rosalba supo que
aquel viejo artilugio que deambulaba sin rumbo fijo y cabizbajo por la casa con
sus pensamientos e ilusiones perdidas era su padre.
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