domingo, 17 de mayo de 2015

EL VIEJO ARTILUGIO- crónicas del pueblo de San Gabriel anteriores a 1936

Rosalba  tenía dos años cuando entendió que aquel viejo artilugio al que nadie hacía caso, y que servía casi exclusivamente como soporte del enorme jarrón diocechesco, era un piano. Un día observó cómo su padre se sentaba en la butaca y miraba fijamente la oscura tapa. Don Esteban permaneció inmóvil durante varios minutos sin apartar la vista del instrumento. Era como si estuviera viendo reflejado en él no su rostro, prematuramente envejecido por las desgracias recientes, sino la alegría de un pasado no demasiado lejano que había sido bruscamente interrumpida por los caprichos de un destino que no terminaba de aceptar. Rosalba  lo observaba  sin entender lo que sucedía. De pronto,  algo que no sabía ni podía interpretar la impulsó a avanzar hacia su padre. Ni siquiera el golpe seco de la pequeña cayendo al suelo desde la butaca distrajo a don Esteban de sus pensamientos. Sus manos, cansadas e indecisas, se alzaron para levantar la tapa. Ésta no se resistió a pesar de los dos años transcurridos desde que se cerrara por última vez. Las teclas brillaban como si se alegrasen de ser visitadas de nuevo. Don Esteban respiró emocionado. Sus dedos se posaron tímidos sobre ellas pero no se atrevió a presionar. Era pedir demasiado, tanto que empezó a llorar en silencio, y aunque hizo esfuerzos por detener sus lágrimas, cuanto más lo intentaba, con más intensidad brotaban. Habían sido retenidas demasiado tiempo y ahora no iban a detenerse tan fácilmente.
 Fue entonces cuando notó que le tocaban la pierna. Rosalba, después de varios traspiés y algunos vaivenes había llegado hasta su padre. Tras ese pequeño pero costoso triunfo reclamaba su atención. Él la miró y entonces, de inmediato, sus lágrimas abandonaron su tristeza para transformarse en motivo de dicha,  y sonrió, como nunca lo había hecho, porque en el rostro de Rosalba, en sus ojos negros, en su nariz pequeña, en su  boca abierta y balbuceante sólo veía a su difunta esposa. Muchos le habían manifestado ya su asombro ante el parecido entre madre e hija pero él no había querido reconocerlo nunca. Ahora era imposible negar la evidencia. Una evidencia maravillosa, pensaba.
 Las manitas en alto de Rosalba se movían nerviosas pidiendo ser alzada por su padre, que la sentó sobre sus muslos.  La inicial curiosidad de Rosalba se convirtió en alegría sorprendente cuando vio las teclas. Quería acercarse más, quería tocarlas.
-¿Te gusta?, es el piano de mamá.
Ante la insistencia de su hija, don Esteban le cogió una mano y se la acercó al instrumento. Rosalba presionó pero nada ocurrió. Era demasiado débil todavía para llegar hasta el fondo. Al ver la decepción en su carita, su padre la ayudó a tocar con su mano. La niña quedó con los ojos como platos al oír el sonido del piano. Su primera nota: un do tan nítido y limpio que sorprendió incluso a don Esteban. ¿Cómo era posible que no estuviera desafinado después de tanto tiempo? Tras la impresión inicial, su hija rió y batió las palmas. Quería más, pero esta vez quería hacerlo sola. Su siguiente nota fue un mi, después un sol y por último un do, y volvió a reír. Pero don Esteban no reía, miraba  estupefacto a su hija. No podía salir de su asombro pues había tocado un arpegio. Por sí sola había intuido la correlación natural de sus notas. Y reía Rosalba, no paraba de reír, y fueron sus risas las que devolvieron a su padre a la realidad, las que le devolvieron a la vida, y por primera vez desde que naciera,  padre e hija se fundieron en un abrazo.

Fue entonces cuando Rosalba supo que aquel viejo artilugio que deambulaba sin rumbo fijo y cabizbajo por la casa con sus pensamientos e ilusiones perdidas era su padre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario