
No
sé, hay veces que le cogemos un cariño especial a algo. No tiene por qué ser
una maravilla. Puede ser un boliche, una peonza, un libro…ya me entendéis. En
mi caso es una película. Claro, no podía ser de otra manera en un cinéfilo. Sin
embargo, no es ninguna de esas maravillas que entran siempre en el top ten de
los mejores films de la historia. No. En mi caso se trata de “Dispara a matar”.
Ya, ya. ¿Cómo se le puede tener un especial cariño a una película con ese
título? La explicación es sencilla. El día antes de ir a la óptica para recoger
mis primeras gafas fui al cine a verla. Un film de lo más sencillo, un thriller
que entretiene hasta el final, pero poco más; con un Sidney Poitier gustándose a sí mismo, como siempre,
y un Tom Berenger en sus días de gloria.
Cuando
me puse las gafas por primera vez en mi vida el impacto fue terrible, en el
buen sentido. Un mundo lleno de color y fantasía apareció ante mí. Vaya, si las
personas tenían rostro siempre y no cuando llegaban a dos metros de mí; y la luna era redonda y no una bola gaseosa e
indefinida. No resistí ni veinticuatro horas sin volver al cine. Por supuesto,
vi de nuevo “Dispara a matar” y fue como verla por primera vez. Colores,
árboles, cielo, actores con expresiones. Menudo cegato había llegado a
ser. Sí, “Dispara a matar” fue mi
primera película que vi con gafas. Por supuesto, desde entonces me dediqué a
revisionar las películas que había visto antes de que aquellos anteojos se
acoplaran a mi nariz convirtiéndose hasta la fecha en un apéndice de mi cuerpo.
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