Eulalia se había
pasado la vida limpiando casas. Lo hizo desde que terminara la guerra, con ocho
años. La dictadura entera la pasó limpiando para los demás. Tuvo que hacerlo si
quería sobrevivir. En medio de todo ese periodo se casó y tuvo tres hijas, que
crió sola tras ser abandonada por su marido. A todas les dio estudios a base de
limpiar; incluso alguna alcanzó la universidad. Sus hijas eran su orgullo, como
también lo empezaron a ser sus nietas.
Un día, corrían
ya los primeros años de la democracia, Eulalia se dio los dos primeros
caprichos de su vida para celebrar el retiro que le permitía la posición de sus
hijas. El primero, un vestido elegante, necesario para conseguir su segundo
capricho. No se reconocía con aquel vestido al verse reflejada en los
escaparates. Cogió el tranvía para llegar al centro. Le daba algo de vergüenza
que en su barrio la vieran entrando en un local de esa clase, pero, sobre todo,
que el dependiente la reconociera. El centro era más seguro; allí podría mentir
con éxito.
Se bajó en la
parada de la plaza mayor. Callejeó un poco hasta que, por fin, encontró lo que
quería. Miró preocupada a ambos lados de la calle antes de entrar en aquel
negocio, donde iba a conseguir su segundo capricho. Se acercó temerosa al
mostrador, tanto que quiso huir y volver a su casa, pero era tarde, el
dependiente ya le había saludado.
-Sí, verá, buenos días. Andaba yo
buscando uno de esos libros que se usan para aprende a leer y escribir-En ese
momento, Eulalia inclinó la cabeza hasta el dependiente para hablarle en voz
baja- Es para mi nieta, ¿sabe usted?
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