domingo, 17 de septiembre de 2017



Un día, un joven aspirante a actor tuvo que afrontar una difícil situación, de esas que marcan un antes y un después en tu vida. Había conseguido, por fin, un agente que le representara y este, lo primero que le dijo fue: si quieres que te represente, cámbiate el nombre. Ningún actor inglés que se precie puede llamarse Maurice.
En efecto, se llamaba Maurice. Le gustaba su nombre, para algo era el que le habían puesto sus padres, y él adoraba a los suyos, sobre todo a su madre. Pero un nombre francés para un actor inglés, ¿dónde vamos a parar? (se me ocurre el gran Claude Rains, pero no sé si Maurice tuvo los reflejos de acordarse de él ante su agente)
En realidad, su nombre completo era Maurice Joseph.
Con el segundo nombre tenía más juego. Podía haberlo usado como nombre artístico, pero acabó optando por el de Michael.
El apellido no admitía discusión: Micklewhite. Largo, poco pegadizo, difícil de recordar…No había otro remedio que cambiarlo.
Michael, antes Maurice, aunque, en el fondo, siempre Maurice, se pasó la tarde paseando por su humilde barrio de Londres. Cansado, sin decidirse por ninguno de los apellidos cien por cien british que le habían pasado por la cabeza, se sentó en uno de los bancos de una plaza. Quedó mirando al suelo, temeroso de no poder convertirse en actor por culpa de un maldito apellido que no se materializaba en su cabeza. Entonces, sucedió. Levantó la vista y sus ojos se agrandaron al mismo tiempo que todo su rostro se turbó por la emoción recibida. Frente a él había un cine de barrio. Proyectaban una película de Humprhey Bogart, el Motín del Caine.
Yo me imagino ese momento en aquella plaza y pienso en las personas que deambulaban por ahí sin darse cuenta de que había nacido un dios delante de sus narices. Estaban ahí y no lo vieron.
Michael, antes y siempre Maurice, corrió a una cabina telefónica y llamó a su agente.
Caine, le dijo, mi apellido será Caine.
El resto es Historia.

1 comentario: