Un día, un joven
aspirante a actor tuvo que afrontar una difícil situación, de esas que marcan
un antes y un después en tu vida. Había conseguido, por fin, un agente que le
representara y este, lo primero que le dijo fue: si quieres que te represente,
cámbiate el nombre. Ningún actor inglés que se precie puede llamarse Maurice.
En efecto, se llamaba
Maurice. Le gustaba su nombre, para algo era el que le habían puesto sus
padres, y él adoraba a los suyos, sobre todo a su madre. Pero un nombre francés
para un actor inglés, ¿dónde vamos a parar? (se me ocurre el gran Claude Rains,
pero no sé si Maurice tuvo los reflejos de acordarse de él ante su agente)
En realidad, su nombre
completo era Maurice Joseph.
Con el segundo nombre
tenía más juego. Podía haberlo usado como nombre artístico, pero acabó optando
por el de Michael.
El apellido no admitía
discusión: Micklewhite. Largo, poco pegadizo, difícil de recordar…No había otro
remedio que cambiarlo.
Michael, antes
Maurice, aunque, en el fondo, siempre Maurice, se pasó la tarde paseando por su
humilde barrio de Londres. Cansado, sin decidirse por ninguno de los apellidos
cien por cien british que le habían pasado por la cabeza, se sentó en uno de
los bancos de una plaza. Quedó mirando al suelo, temeroso de no poder
convertirse en actor por culpa de un maldito apellido que no se materializaba
en su cabeza. Entonces, sucedió. Levantó la vista y sus ojos se agrandaron al
mismo tiempo que todo su rostro se turbó por la emoción recibida. Frente a él había
un cine de barrio. Proyectaban una película de Humprhey Bogart, el Motín del
Caine.
Yo me imagino ese
momento en aquella plaza y pienso en las personas que deambulaban por ahí sin darse
cuenta de que había nacido un dios delante de sus narices. Estaban ahí y no lo
vieron.
Michael, antes y
siempre Maurice, corrió a una cabina telefónica y llamó a su agente.
Caine, le dijo, mi
apellido será Caine.
El resto es Historia.
Me encanta la historia y me encanta como escribes
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