Ayer vi algo que puede definir muy bien la sociedad occidental de hoy en día.
Resulta que vivo en un pueblo costero y, claro, ¿qué pueblo
costero no tiene su playita y su paseo marítimo lleno de mierda de perro? Pues
nada, que andaba yo esquivando la minas fecales caninas, por aquello de
dedicarle un hora a la hipertensión que mi padre me dejó en herencia, cuando vi
a dos chicas en bikini dispuestas a meterse en el agua. Sería todo normal de no
ser porque ya eran las siete y media de la tarde y soplaba una brisa marina que
te erizaba la piel aunque llevaras un suéter. Me quedé observándolas mientras
estuvieron en mi arco de visión. Caminaban hacia la orilla como si fueran al
patíbulo, haciéndose pequeñitas por el frío y cogidas del brazo para compartir
el poco calor que debían tener sus cuerpos. Yo me dije que no serían capaces de
meterse en el agua. Cuando sus pies entraron en contacto con la primera olita
echaron tal grito que pensé que acababan de ver a David Bisbal. De ahí no
pasan, me dije. Dieron un paso más. Con el agua en las rodillas se dieron media
vuelta dejando el mar a su espalda. Entonces, una de ellas colocó el móvil para
hacerse un selfie. Cómo les cambió la cara. Todo eran sonrisas. Se sacaron
varias, todas con la misma actitud de felicidad. Cuando terminaron la sesión
salieron corriendo del agua con el mismo rostro de penitencia con el que habían
entrado y corriendo fueron a ponerse la ropa.
Pues sí, en eso nos
hemos convertido. Que se vea bien clarito en las redes lo bien que lo estamos
pasando.
Por supuesto, tras
reírme de lo que había visto, me di cuenta de que había pisado una mierda de
perro.
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