¿Habéis sentido alguna
vez que todos los que te rodean te odian? Yo sí y fue acojonante.
Os lo cuento.
Vaya por delante que
me declaro inocente de los hechos que voy a describir.
Sucedió en mi servicio
militar. Claro, ¿dónde si no? Yo fui de los últimos (gilipollas) en hacer la
mili en España, y eso que podía haber elegido la prestación social
sustitutoria. Craso error. Mira que a lo largo de mi vida he perdido el tiempo
de mil modos distintos, pero nada ha superado todavía a esos nueves meses en el
cuartel de ingenieros.
Yo era el profesor ahí
dentro. Ayudé a muchos a sacarse el graduado escolar, pero, claro, imaginaos lo
que significa ser el profesor en un cuartel de ingenieros. Qué manía me tenían
los mandos. Vaya, aquí acabo de usar el argumento de los alumnos cuando
suspenden. El capitán, que era el comandante en el cuartel, me tenía como su
perrito faldero. Allí donde iba él, tenía que ir yo. Un coñazo. Mi madre no lo
veía así. Para ella era un orgullo que fuera como el secretario del capitán.
Era la única que estaba feliz porque yo estuviera haciendo la mili. Quizás
elegí hacer el servicio militar por eso, por hacerla feliz.
Un día nos tocó
desfilar ante la plana mayor. Desfilar e ir de maniobras. No hacíamos otra
cosa. Para ese desfile, el capitán nos quería impolutos, algo complicado de
conseguir en un cuartel de ingenieros, pero bueno, por probar que no quede. Mi
madre lavó el uniforme y limpió las botas, a pesar de mi ofrecimiento e
insistencia para hacerlo yo mismo, que conste.
Cuando llegó el día, el capitán nos formó antes de subir a los camiones.
Yo iba en el Jeep. Mira, algo bueno tenía ser el perrito faldero del capitán.
Nos examinó a todos uno por uno.
He de reconocer que el tío acojonaba. Después de darnos un speech sobre la
hombría que debíamos desplegar en nuestro desfile, haciendo especial hincapié
en mí, me ordenó que fuera a dejar el banderín (porque encima yo llevaba la
bandera del cuartel, que no pesa si la llevas un par de minutos, pero sí cuando
estás en un desfile). No llevaba ni diez pasos corriendo cuando oigo
“Ronceroooooooooo” El capitán me llamaba con su grito huracanado. Mientras
regresaba pensé qué podía haber yo mal esta vez para que me gritara de ese
modo. “A sus órdenes, mi capitán”
Me miró y miró a la
tropa. No sé, yo esperaba que me caerían diez días de arresto o algo así.
Entonces, el capitán habló a la tropa en su tono más amenazante y se desveló el
misterio: “quiero las botas de todo el mundo como las de Roncero”
No puedo describiros
el nivel de brillo que había alcanzado mi madre limpiando las botas. Decir que
eran un espejo es quedarme corto. El capitán añadió “Y tenéis diez minutos”
Pues sí, así es como
conseguí que trescientos tíos me odiaran al mismo tiempo. La Lluvia de insultos, amenazas y miradas furibundas que me cayó
encima fue torrencial. Fue un odio pasajero, pues yo, después de todo, era la
llave para que muchos accedieran al graduado escolar, algo que siempre me
agradecieron. Todavía hoy, pasados más de veinte años, sigo pensando que al
capitán le importaba muy poco el brillo de las botas; el tío lo hizo por
joderme. Esa sonrisita que me brindó cuando subimos al jeep sigue siendo una prueba irrefutable.
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