En el mes que estuve
en Inglaterra me pasaron varias cosas. La primera fueron mis ganas de
suicidarme porque de todo el mes de julio, el sol se dignó a honrarnos con su
presencia tres días. Oh, gracias, muchas gracias. La otra versión de este
lamentable suceso la tienen las nubes. Luego experimenté mi prueba de
iniciación con esa especie de veneno al que llaman café. También quedé como un
paleto cuando en un paso de peatones me quedé pasmado mirando al coche que se
había parado para darme paso porque lo conducía un fantasma, o tal vez era
teledirigido por James Bond. Solo cuando me tocó la pita me di cuenta de que el
conductor sí que estaba pero a la derecha. También se me quedó cara de paleto
cuando pagué con una moneda de un euro pensando que era una libra. Yo qué sé.
Tampoco hacía falta que me pusiera esa cara la dependienta. Pero, sin duda, mi
experiencia más escabrosa fue la de comer beicon por la noche, y quien dice por
la noche es por decir algo, porque ahí no se hacía de noche ni queriendo.
Comía con mis alumnos una
suculenta cena a base de beicon frito que compensó con creces mi experiencia
del día con el café. Porque eso tenemos los adictos, que por muy malo que sea
el café, lo tomamos, aunque sea por alzar el dedo meñique cuando nos llevamos
la taza a la boca. Luego de esa cena de las seis de la tarde, pero ellos dicen
noche, nos tocaba ir a la discoteca. Sesión juvenil, porque nuestros alumnos
eran de doce años. Todo muy controlado por los organizadores y para los chicos
siempre que tocaba discoteca era como un mundo inexplorado lleno de fanta y
cocacola. Ahí estábamos mi compañera de andanzas viajeras y yo en plan cámaras
de Matrix vigilando el patio cuando mi estómago, literalmente, crujió. El crack
del 29 no fue nada comparado con aquello. La deposición era inminente. Le
señalé que iba un momento al servicio. Bueno, lo del servicio es mucho decir
porque yo no he visto en mi vida algo tan hediondo como aquellos urinarios.
Hice de tripas corazón (nunca mejor dicho) y me adentré en aquel averno
pestilente. Había tres baños individuales con sus puertas, pero mira tú por
dónde, se les había olvidado el pequeño detalle de ponerles fechillo. ¿Y si
entraba un alumno en ese momento y me veía cagando? Uff. La bomba de relojería
seguía su curso hacia la inevitable explosión y yo tenía que tomar una
decisión. ¿Cable rojo o cable azul?. ¿Cagar ahí o subir a la superficie y
buscar algún establecimiento con baño? Elegí el cable azul y, previo anuncio
preceptivo a mi colega, subí. Lo primero que hice al llegar a la calle fue
respirar. ¿Así que eso era el oxígeno? Me gustó y me hubiera quedado más tiempo
respirando pero tenía una prioridad mucho más importante en aquel momento. Ahí
iba yo calle arriba corriendo a pasitos
cortos en plan C3PO en busca de algún bar o restaurante con un servicio que se
correspondiera con mi concepto de servicio.
Encontré un restaurante chino.
Crucé los dedos y entré. Me atendió una camarera oriental que me dijo “¿Mesa
para uno?” Yo le dije que no, que si podía ir al baño. No sé si me entiendo
porque dijo “¿Mesa para uno?” A mí me quedaban pocos segundos para la
deflagración. Me incliné en una reverencia, arrugué todo mi rostro para conseguir
la máxima expresión de súplica y le dije “¡Por favooooooooooooooooooooooooooooooooor!”.
O sea, “PLLLLLLLLLiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiissssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssss!”
Creo recordar que
incluso me salió una lagrimita. Debí darle la suficiente lástima porque me
señaló unas escaleras que bajaban vete tú a saber dónde. Fui corriendo. Las
escaleras estaban mal alumbradas y llenas de cajas por los lados. Pensé que me
había entendido mal y me había señalado al garito de apuestas. Yo ya me veía
metido en un lío de la mafia, en prisión, o algo así. Mi descomposición pudo
con todo eso y abrí la puerta. Fue como si sonara el Aleluya de Haendel. En mi
vida había visto yo un servicio tan bonito y limpio como aquél. Sin tiempo para
sacar moralejas sobre no dejarse llevar por las apariencias o primeras
impresiones, me senté al fin en el wáter. Qué sensación de felicidad, dios mío,
y todo tan limpio…Fue emocionante. Cuando salí y subí las escaleras, me despedí
de la camarera inclinándome una y mil veces en señal de agradecimiento. Lo
curioso es que ella también se inclinaba dándome las gracias. La cultura
oriental es fascinante. Bueno, y desde entonces no he vuelto a comer beicon por
la noche si tengo pensado salir de casa. Y de resto, todo muy bien en Inglaterra, salvo
por lo de las gaviotas, pero eso es otra historia que vosotros mismos os la
podéis imaginar sin que yo os la cuente.
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