Matilda
cuidaba un museo. En concreto una sala. La misma sala durante cinco años. La
silla incómoda que asignan los museos a sus cuidadores se había amoldado a su
trasero. Por mucho que le gustara el arte, después de la primera semana en esa
sala su trabajo se le hizo un mundo invadido por el tedio, aunque lleno de
color. Lo que hacía era, básicamente, fijarse en los visitantes de su sala y se
imaginaba sus vidas. Un día, no pudo imaginar la vida de un visitante,
básicamente porque se había enamorado de él a primera vista. Cuánta tristeza
cuando, después de un buen rato sentado frente a una de las obras expuestas,
abandonó su sala. Y qué alegría cuando a la semana siguiente volvió a aparecer,
y la siguiente semana, y la otra…Así, indefinidamente, los martes por la tarde,
a las seis, puntual como un reloj y se iba a las seis y media. Treinta minutos
en los que Matilda se recreaba en aquella obra de arte con gafas; eso sí, con
mucho disimulo.
Un
día aciago, nefasto, terrible, Matilda fue trasladada de sala. Se lo tomaban
con calma en el museo porque habían tardado cinco años en decidir aquella
variante. Ya no vería a su obra de arte con gafas. La nueva sala la desechaba
todo el mundo. Pintores holandeses del siglo XIII. ¿A quién demonios podía
interesarle algo así? Pues a la obra de arte con gafas, porque apareció el
martes a las seis de la tarde y se sentó frente a un paisaje mal pintado.
Matilda, tras asimilar una emoción así, empezó a imaginarse la vida del
visitante. No lo había hecho antes porque no quería torturarse con su propia
imaginación. Pero ahora sí, se desbocó e incluso se lo imaginó en la cama con
ella.
Otro
día aciago, después de permanecer dos años en aquella sala insípida, a Matilda
la trasladaron no a otra sala, sino a otro museo y en otra ciudad. Su vida
solitaria, aderezada únicamente por las visitas de su obra de arte con gafas,
se le desplomaba a los pies. Nueva ciudad, nuevo museo, nueva sala, nueva silla
incómoda dispuesta a amoldarse a un nuevo trasero. Triste, incapaz de entender cómo habían
expuesto en la sala un urinario al que le habían añadido la palabra fuente, se
colocó los auriculares para aislarse de un mundo que no podía comprender.
Entonces apareció. Nuestra obra de arte con gafas entró en su sala y se sentó
frente a un caniche hecho con globos de cristal. Matilda no podía albergar
tanta felicidad. Quiso imaginarse de nuevo su vida con él pero algo más
poderoso que la imaginación se lo impidió, la realidad. Llevaba enamorada de
ese hombre misterioso cerca de diez años. Basta de imaginación. Se quitó las
gafas y guardó los auriculares. Se aclaró la garganta y llamó la atención del
hombre cuando estaba a punto de salir, después de permanecer en la sala sus
preceptivos treinta minutos. Sin añadir palabra, Matilda se lanzó a su boca y
le besó. Fue correspondida y el beso se convirtió en pasión. Hubo quien apartó
la mirada, hubo quien los grabó con su móvil olvidándose del urinario y del
caniche. Matilda perdió su trabajo pero, a cambio, ya no tuvo que imaginar
nada.
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