Nunca he podido
mantener la atención más allá de los tres minutos. No es falta de respeto ni
falta de interés, es mi cerebro, que funciona así. La culpa es de mi madre, por
llevarme tanto al cine de pequeño y hacerme enamorar del séptimo arte. Da igual
lo que vea o lo que me estés contando, yo, pasados los tres minutos, estoy
tratando de hacer en mi cabeza una novela o un guión de ello. Debido a este
defecto, o virtud, nunca fui un buen estudiante; no suspendía pero tampoco era
de sobresaliente, salvo en historia, claro. Si nuestro sistema educativo se
basara en el desarrollo de la creatividad, que, por cierto, es lo que más valoran las empresas en sus
empleados, yo hubiera aprendido a aprender. Consciente de mi problema, me
dediqué a preparar los exámenes con dos semanas o más de antelación y, gracias
a eso, fui aprobando, que no aprendiendo. Lo mismo me pasa como escritor. En
cuanto consigo escribir tres renglones seguidos
me meto a curiosear en Facebook o escucho alguna canción. Imaginaos en
qué proceso de creatividad entro cuando estoy viendo una película que me
aburre. Es un filón.
Si yo no soy capaz de
mantener la atención más de tres minutos seguidos, cómo serán los alumnos ante
una clase de historia. Pensando precisamente en mi particular circunstancia
supe que, más que profesor, debía de ser un showman de la historia, un
monologuista, un cuentacuentos (que no cuentista). Es agotador, y no siempre
estoy al cien por cien, pero es gratificante, aunque alguna espinita me queda
siempre por no haber podido despertar emociones en todos mis alumnos.