Los colores del
amanecer inundaban el horizonte mostrándose como el gran colofón de nuestra
noche de fiesta. Regresábamos de la verbena con el dolor en las quijadas de
tanto reír. Una risa contagiosa, dopada. La autopista era nuestra. Comentábamos
las mejores jugadas de la noche entre carcajada y carcajada, entre calada y
calada. La fiesta se había subido al coche con nosotros.
Fui el primero en
verlo y mi drástico mutismo indicó a los demás la dirección a la que debían
mirar. El silencio nos invadió. Un silencio severo, rígido, tajante. Mientras
lo tuvimos a nuestro alcance, nuestros ojos se mantuvieron fijos en aquel
zapato roto que yacía abandonado en medio de la autopista. Ya no quisimos
hablar. Tampoco reír.
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