El día en que se casó Susana todos los invitados se extrañaron pues no
conocían al padrino de la boda. No lo habían visto nunca. Tampoco Susana, hasta
ese día.
Susana perdió a su
padre cuando ella no tenía más que dieciocho años. Andaba arreglando el techo
de la casa, con la mala suerte de resbalar y caer de espaldas. Junto a ella. Se
hundió en el dolor, perdió su vida académica porque cuando te sucede algo así,
ya nada te importa. Hasta que conoció al hombre de su vida. El amor la sacó del
hoyo, probablemente porque su novio le recordaba gratamente a su padre, sobre
todo en su generosidad, hasta el punto incluso de compartir su deseo de donar
sus órganos. Sí, eran muy parecidos. Susana se sentía feliz con él; mucho más
cuando le pidió matrimonio. Como no podía ser de otro modo, aceptó sintiéndose
la más dichosa del mundo. Sin embargo, no pudo evitar llorar pues su padre no
estaría para llevarla al altar. Su novio, tras mucho pensar, le dijo que, en
realidad, sí que podría, en cierto modo, contar con su progenitor para un día tan feliz
como aquel.
Por eso, cuando la
novia vio llegar al padrino, no pudo evitar llorar de la emoción. Aquel hombre
de mediana edad y rostro severo le sonrió e inclinó su rostro en un sincero
gesto de agradecimiento. Le ofreció el brazo y la llevó al altar. Allí esperaba
su novio, visiblemente emocionado. Antes de que el padrino se retirara a un
lado, Susana le retuvo, y le pidió permiso con la mirada para hacer algo que
deseaba con todas sus fuerzas. El padrino asintió y dejó que la novia hiciera.
Susana alzó nerviosa la mano y la acercó lentamente hacia el pecho de aquel
hombre. Por fin, apoyó la mano. Tras unos segundos pudo sentirlo, su corazón,
sus latidos llegaban con fuerza hasta la palma de su mano. Fue entonces cuando
Susana rompió a llorar, manteniendo su mano sobre el corazón del padrino de la
boda.
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