Mi padre era un
paranoico. No es una forma de hablar, era un auténtico paranoico. Mi educación
se basó en sus fobias y en sus manías conspiratorias, especialmente contra mis
novios. Pobrecitos, qué mal lo pasaron y qué poquito me duraban. Lo cierto es
que yo no lo veía como una enfermedad, sino como parte de su naturaleza y de su
amor por mí; lo que podría definirse como un padre sobreprotector, aunque en su
caso haya sido supermegahipersobreprotector. Me advertía de todos y de todo. Me
adoctrinaba sobre mi propia seguridad o sobre cómo interpretar las palabras y miradas
de los demás, sobre todo de los hombres. El día en que tuve que irme porque me
había salido un trabajo como enfermera en otro país, estuvo semanas hablándome
de sus barrios, de sus gentes, de sus locales. Todo lo estudiaba en internet y
lo asimilaba a su manera. Y sin embargo, a pesar de todo, tengo que decir que
me salvó la vida.
“Hola papá, sí todo bien, de
maravilla. Perdona que no te haya llamado antes y te hayas tenido que conformar
con mensajes tan cortitos. El trabajo es estupendo. Sí, tengo tiempo libre y he
ido de compras. Hasta me he comprado ese vestido rojo que vimos en el catálogo
antes de que me fuera”
En cuanto colgó el teléfono
viajó a la ciudad donde yo me encontraba e informó a la policía de que me
habían forzado a ser prostituta. Afortunadamente, me pudieron localizar a
tiempo. Le debo la vida, a él y a sus paranoias. Me hizo aprender frases para
todas y cada una de las circunstancias trágicas en las que yo podía
encontrarme. Si le mencionaba que había podido comprarme el vestido rojo que
habíamos visto en el catálogo, ya sabía lo que tenía que hacer.
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