Alfonso era un buen
chaval, educado, estudioso, alegre. No obstante, un aciago día cometió un
error: se enamoró de la chica equivocada, aunque no había ser humano capaz de
hacérselo ver. El amor es así. Otro día, más aciago aun, lejos de corregir su
error, lo aumentó: se declaró. La chica, sin malacia, más bien con la intención
de constatar un hecho ineludible le dijo “Me enamoraré de ti el día en que seas
tan alto como yo”. En efecto, Alfonso, a sus trece años, lucía un cuerpo
enclenque de un niño de once. Su enamorada, en cambio, y a pesar de contar con
la misma edad, podía hacer alarde del cuerpo de una adolescente de diecisiete.
Veinte centímetros de diferencia en altura hacían el resto.
Alfonso sintió que
sobre sus hombros caía una condena injusta, en especial porque sus padres no
eran mucho más altos que él. Nunca lo conseguiría. Un día en el que, como de
costumbre, regresaba cabizbajo del instituto, una pelota llegó a sus pies.
Levantó la cabeza y vio al que era su dueño pidiéndole con la mano y una
sonrisa que le alcanzara el balón. Alfonso creyó estar tocando el cielo. La
solución delante de sus narices. Sonrió pensando en el reto de su amada y cogió
la pelota. Antes de lanzársela a su dueño le preguntó si podía jugar con él.
“Claro, echemos unas canastas juntos”
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