lunes, 30 de mayo de 2016



El otro día fuimos a centro comercial. No me gusta pero no nos queda otra si queremos ir al cine. Fuimos testigos y, en cierto modo, protagonistas, de un hecho que nos dejó helados. Cuando llegamos a la escalera mecánica había un niño de unos tres años, no creo que llegara a esa edad, jugando a que no le atrapara el primer peldaño que aparece en la cinta. Ya sabemos lo hipnotizados que quedan los niños con ese fenómeno. Justo antes de llegar nosotros, el niño calculó mal y subió al peldaño. Los que estábamos delante y detrás de él nos preguntábamos de quién era ese niño, porque estaba solo.
Cuando llegó arriba, la criatura miraba confundida a todo el mundo. Le cogí de la mano y le dije que le iba a llevar con mamá. Bajamos en la escalera mecánica y cuando llegó al suelo corrió hacia su padre, que estaba en una silla atendiendo a su móvil. Me acerqué a él y le dije “mira, el niño había llegado él solo hasta arriba”. Mi tono mezclaba asombro y reproche. El tío me miró y repitió “llegó hasta arriba”, con tono de “no me toques los cojones que estoy con mi móvil”. Me alejé de ellos viendo cómo el padre seguía con el móvil mientras el niño reclamaba su atención.
Me quedé con las ganas de darle un cursillo rápido e intenso sobre la paternidad, pero me di cuenta de que no valía la pena; ese hombre no llegaba a más. Entonces, pensé en la vida que le iba esperar a ese niño y bajé la cabeza.
La escalera mecánica me alejó de aquel triste escenario rumbo a uno más alegre, el cine, aunque la alegría me duró justo hasta que la cajera me dijo el precio de la entrada. Quise dar otro cursillo rápido e intenso sobre la ley de la oferta y la demanda, pero me dije “Carlos, deja para Navidad lo de ser un grinch”

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