El otro día
fuimos a centro comercial. No me gusta pero no nos queda otra si queremos ir al
cine. Fuimos testigos y, en cierto modo, protagonistas, de un hecho que nos
dejó helados. Cuando llegamos a la escalera mecánica había un niño de unos tres
años, no creo que llegara a esa edad, jugando a que no le atrapara el primer
peldaño que aparece en la cinta. Ya sabemos lo hipnotizados que quedan los
niños con ese fenómeno. Justo antes de llegar nosotros, el niño calculó mal y
subió al peldaño. Los que estábamos delante y detrás de él nos preguntábamos de
quién era ese niño, porque estaba solo.
Cuando llegó
arriba, la criatura miraba confundida a todo el mundo. Le cogí de la mano y le
dije que le iba a llevar con mamá. Bajamos en la escalera mecánica y cuando
llegó al suelo corrió hacia su padre, que estaba en una silla atendiendo a su
móvil. Me acerqué a él y le dije “mira, el niño había llegado él solo hasta
arriba”. Mi tono mezclaba asombro y reproche. El tío me miró y repitió “llegó
hasta arriba”, con tono de “no me toques los cojones que estoy con mi móvil”.
Me alejé de ellos viendo cómo el padre seguía con el móvil mientras el niño
reclamaba su atención.
Me quedé con las
ganas de darle un cursillo rápido e intenso sobre la paternidad, pero me di
cuenta de que no valía la pena; ese hombre no llegaba a más. Entonces, pensé en
la vida que le iba esperar a ese niño y bajé la cabeza.
La escalera
mecánica me alejó de aquel triste escenario rumbo a uno más alegre, el cine,
aunque la alegría me duró justo hasta que la cajera me dijo el precio de la
entrada. Quise dar otro cursillo rápido e intenso sobre la ley de la oferta y
la demanda, pero me dije “Carlos, deja para Navidad lo de ser un grinch”
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