Manuelín y sus amigos
llegaron al árbol. No hacía mucho que habían descubierto un roble magnífico con
un agujero en su corteza. Manuelín no se lo pensó dos veces. “Voy a entrar”,
dijo a sus amigos, “a lo mejor llego a un mundo paralelo, como en Narnia”. “Pero en Narnia era un armario”, aclaró uno
de los del grupo. “Qué más da eso, el caso es que es un agujero y voy a
entrar”.
Entró pero ya no se le
vio más. Los amigos gritaron al cabo de unos minutos pues Manuelín no daba
señales de vida. Asustados, avisaron a los adultos que, incapaces de entrar,
llamaron a la policía, que, incapaces de entrar, llamaron a los bomberos, que,
incapaces de entrar, llamaron al equipo de rescate de la Guardia Civil, que,
incapaces de entrar, llamaron a los mineros asturianos para que dinamitaran el
árbol centenario.
“Alto”, señaló el
padre de Manuelín, compungido, si dinamitáis el árbol puede que mi hijo no
regrese nunca de ese mundo paralelo.
Cataboooom. El árbol
se hizo añicos, pero no encontraron más agujero que el cráter que dejó la
explosión.
Con el tiempo, todos
se fueron olvidando de Manuelín y su mundo paralelo. Todos, menos sus padres.
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