La puerta
chirrió. Siempre chirriaba. El comisario Trápaga sonrió. La primera vez que la
había abierto, treinta años atrás, también la puerta se había lamentado como un gato en celo. Tres
décadas. Demasiado tiempo, demasiados casos y, sin embargo, nunca había
olvidado aquella vieja biblioteca, aquella ciudad tan lejos de su amada Madrid.
No supo si sorprenderse al ver que en todo aquel tiempo no habían cambiado la
cerradura ni instalado cámaras. Era como si hubiera regresado, no solo a la
ciudad, sino también a los años ochenta. Años inclementes para todos. Por otro
lado, ¿quién iba a querer robar en una biblioteca pública? Sonrió. Sí, las
cosas no habían cambiado. Entró.
Encendió su vieja linterna. Le había
acompañado tanto como su pistola. Luz y fuego. Vida y muerte. El surtido de
libros no había crecido demasiado en treinta años. Pocas estanterías se habían
añadido, al menos no las suficientes para hacer dudar al comisario de su propia
memoria. Conocía el camino perfectamente. Él había estado presente, solo él,
sin testigos. No sabía qué le producía más grima, si los recuerdos del lugar o
la acumulación de libros. Detestaba leer. Su horizonte cultural no iba más allá
de los diarios deportivos. Por eso, recorriendo aquellos pasillos se sentía
rodeado de enemigos.
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