El tío gualdo era la bomba. No son mis palabras, sino las de mi hija.
El tío gualdo era un crack, añade mi hijo. Un santo, quiere intervenir mi
mujer. El tío gualdo era eso y mucho más. A pesar de todos nuestros problemas,
a pesar de la desgracia que cayó sobre nosotros, siempre consiguió hacernos
sonreír. Personas como él son necesarias en este mundo, y, sin embargo, no
abundan, no al menos que a mí me lo parezca. Ojalá hubiéramos conocido al tío
gualdo cuando estaba vivo, aunque él dice que entonces hubiéramos sufrido al
mayor bribón de la comarca, malhumorado y salvaje. La oveja descarriada de la
familia, hacía ya doscientos años. ¿Quién sabe por qué le caímos en gracia?
¿Qué extraño mecanismo se encendió en su corazón para querernos de ese modo? Por
supuesto, habitaba nuestra casa desde mucho antes que nosotros y ahí sigue,
años después de nuestra marcha forzosa. También a nuestro desahucio acudieron
las cámaras, pero el banco fue igual de inclemente. Antes de que entrara la
policía, los cuatro echamos una última mirada a la casa. Ahí estaba el tío
gualdo, sonriéndonos con orgullo. Vimos en su mirada que se mantendría fiel a
su promesa: nadie habitaría su morada salvo nosotros. Y así sigue la casa,
deshabitada después de tres compradores que no le pudieron soportar; ahí sigue
él, mirando por la ventana, aguardando a que mis hijos pasen delante de la casa
a la salida del colegio y puedan saludarse; ahí sigue, esperando a que podamos
recuperarnos de la crisis y compremos de nuevo la casa.
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