jueves, 12 de noviembre de 2015

EL TÍO GUALDO (relato dedicado a la gran oruga blanca)

El tío gualdo era la bomba. No son mis palabras, sino las de mi hija. El tío gualdo era un crack, añade mi hijo. Un santo, quiere intervenir mi mujer. El tío gualdo era eso y mucho más. A pesar de todos nuestros problemas, a pesar de la desgracia que cayó sobre nosotros, siempre consiguió hacernos sonreír. Personas como él son necesarias en este mundo, y, sin embargo, no abundan, no al menos que a mí me lo parezca. Ojalá hubiéramos conocido al tío gualdo cuando estaba vivo, aunque él dice que entonces hubiéramos sufrido al mayor bribón de la comarca, malhumorado y salvaje. La oveja descarriada de la familia, hacía ya doscientos años. ¿Quién sabe por qué le caímos en gracia? ¿Qué extraño mecanismo se encendió en su corazón para querernos de ese modo? Por supuesto, habitaba nuestra casa desde mucho antes que nosotros y ahí sigue, años después de nuestra marcha forzosa. También a nuestro desahucio acudieron las cámaras, pero el banco fue igual de inclemente. Antes de que entrara la policía, los cuatro echamos una última mirada a la casa. Ahí estaba el tío gualdo, sonriéndonos con orgullo. Vimos en su mirada que se mantendría fiel a su promesa: nadie habitaría su morada salvo nosotros. Y así sigue la casa, deshabitada después de tres compradores que no le pudieron soportar; ahí sigue él, mirando por la ventana, aguardando a que mis hijos pasen delante de la casa a la salida del colegio y puedan saludarse; ahí sigue, esperando a que podamos recuperarnos de la crisis y compremos de nuevo la casa.

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