“Vaya casa que tiene el cabrón. Menos mal
que yo no he colaborado para que la compre, je, je. Espera un momento,
estúpido, si tus hijas no se pierden ninguna de sus películas y el cine lo
pagan con tu dinero. Joder, qué putada. Pues eso tiene fácil arreglo: a partir
de mañana les quito la paga. ¿Y trabajando de actor puede comprarse esta
mansión?, ¿no dicen que el cine en este país está en crisis? La verdad es que
no he visto ninguna de sus películas de mierda, ni las volveré a ver, bastante
tengo con que Eva haya empapelado su cuarto con el careto de semejante
pimpollo. Y encima sin camisa, con ese pecho sin un solo pelo, ¿dónde habrá
quedado el macho ibérico de antaño? Creo que Eva lo ha hecho adrede, para
evitar que entre en su dormitorio; la verdad es que no es mala táctica porque,
desde luego, evito entrar. Decidido, mañana le digo que arranque esos carteles
de dudosa masculinidad y los tire a la basura”
Trápaga
se detuvo arrugando su rostro.
“No,
creo que no puedo decirle eso; es una barbaridad. Bueno, ¿qué coño?, ya que he
venido hasta aquí entraré y que sea lo que Dios quiera. A ver, ¿dónde coño está
el timbre?”
Mientras
esperaba a que alguien le abriera la puerta, el comisario mostraba la mayor
mueca de desprecio que podía generar ante la cantidad de botellas vacías que se
agolpaban en los alrededores de la entrada.
“Ya
estoy viejo para esto. Sé que me voy a arrepentir, lo sé”.
—Hola—le
saludó efusivamente una jovencita con flores en la cabeza—. Uy, qué viejo,
bueno, no importa, pasa, ven conmigo—y le cogió la mano—. Supongo que vienes a
ver a Francis.
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