Hoy voy a sacar mi
vena Grinch (amplia, por otro lado, pero que procuro mantener inactiva lo mismo
que el doctor Banner con sus rayos gamma)
Cuanto más reflexiono sobre los concursos
televisivos infantiles más me convenzo de que me repugnan. No por el concurso
en sí, no es más que un juego donde unos niños compiten y se ¿divierten?, sino
por lo que conlleva.
¿Alguno de los padres
que llevan a sus hijos a esos concursos ha educado a su retoño para que
asimilen el fracaso? Porque mientras las cosas van bien en el concurso, todo es
maravilloso, pero cuando van mal, el trauma es considerable, porque es un
trauma. Estoy convencido de que en esos programas quienes concursan realmente
son los padres, no hay que mirarles las caras. Son ellos, pues, los
responsables. De verdad que no le veo ninguna necesidad a este tipo de
emisiones. No digamos ya la moralidad de la cadena televisiva que los produce.
Hablo siempre desde mi punto de vista, desde mi vena grinch.
Nos educan para
competir, todo en la vida es competición, competitividad. Tienes que ser el
mejor, el número uno, no me defraudes, no me decepciones. Está claro que no
estoy descubriendo la pólvora y tampoco tengo medios para apagarla. ¿Qué tiempo
dedicamos para hacer ver a los niños que un número cuatro o cinco no está mal,
que no pasa nada si no eres el número uno?
Ilustro este
pensamiento con dos ejemplos.
No hace mucho, unas
semanas, vi en un concurso de talentos de televisión española, cómo un grupo de
niñas pasaba a la siguiente fase. La alegría no les cabía en el cuerpo. A la
media hora, uno de los miembros del jurado, creo que era Pitingo, no sé qué
cable se le cruzo que les quitó de esa fase para poner a otros concursantes. La
tragedia para las niñas fue tremenda. Yo no podía comprender una crueldad tan
gratuita, tan innecesaria. El programa aclaraba siempre que el hecho de que
pases a una nueva fase no implica que no puedas ser eliminado. Eso fue lo que
sucedió a esas niñas. Me pareció vergonzoso generar tal grado de dolor en un concurso.
Repugnante.
El otro caso fue el
del miembro de los Morancos, el alto, que se echó a llorar a moco tendido (y
lloraba de verdad) porque tenía que dejar
a un grupo de niños fuera. En este concurso todos eran niños, a
diferencia del otro del que hablé que combinaba todas las edades. Por supuesto,
los niños, que hasta ese momento todo había sido maravilloso, empezaron a
llorar sin comprender demasiado bien qué estaba pasando. De nada sirvieron los
esfuerzos de Jesús Vázquez para calmarlos.
En esos concursos se
trata a los niño como si fueran adultos y no lo son.
Insisto, desde mi
punto de vista, esto es evitable y está en manos de los padres.