viernes, 8 de agosto de 2014

Qué decepción de hijo

“Árbitro, hijo de puta, que no te enteras. Estás más ciego que un murciélago. ¿Pero no ves que ha sido penalti? Ey, árbitro, ¿por qué no lo dejas ya? ¿Cuánto te pagan, eh? Vendido, que no eres más que un vendido. Eh, entrenador, entrenador, mi hijo tiene que jugar por la banda derecha, ¿qué coño hace en la banda izquierda? ¿Vas a conocer tú mejor a mi hijo que yo?, pero si fui yo quien le enseñó todo lo que sabe. Eh, entrenador, ¡Entrenadooor!, que pongas a Benito por la derecha. ¿Pero qué coño haces, cabrón?, ¿Cómo que lo cambias? Pero si no llevamos ni medio partido. Eh, no me mires así, que te doy una hostia que te dejo de lado”.
            Benito adoraba el silencio, especialmente si viajaba con su padre en el coche. Lamentablemente para él, su padre era más partidario de la estridencia.
            -Vaya mierda de partido que habéis jugado; y encima ese gilipollas que tienes de entrenador te manda al vestuario a mitad de juego. Dile de mi parte a ese soplagaitas que tú juegas por la derecha, que así te enseñé yo.
            Benito adoraba el rostro dulce de su madre, sobre todo cuando cenaban. Le encantaba verla soplar con suavidad la sopa hirviendo en la cuchara. Incluso la imitaba.
            -De verdad, querida, que no sé a dónde vamos a llegar con este entrenador. No sabe de fútbol, no sabe nada; y encima éste no ha hecho nada hoy.
            -Cariño, tiene solo diez años; no deberías tomártelo tan a pecho.
            -Tonterías, los grandes campeones se forjan así.
            Benito suspiró; solía hacerlo cuando veía gritar a su padre como un energúmeno en la grada, pero esta vez suspiró tan fuerte que hasta su padre se dio por aludido.
            -¿Y a ti qué te pasa?
            Benito miró fijamente a su progenitor.
            -No quiero jugar más al fútbol.
            Su padre quedó como una radio mal sintonizada. Buscaba y buscaba la señal correcta en el dial de su cerebro.
            -¿Cómo ha dicho?
            -Cariño, ya lo has oído, no quiere jugar más al fútbol.
            -¿Y eso a cuenta de qué?- preguntó ofendido.
            -Quiero jugar al baloncesto.
             -¿Así, por las buenas? ¿Pero te das cuenta al niño caprichoso que hemos criado?
            -Déjalo-continuó su madre-, si es lo que quiere. Por lo menos seguirá haciendo deporte.
            “Árbitros, hijos de puta, ¿no habéis visto que era personal en ataque? Enanos, que sois unos enanos. ¿Y ahora qué?, ¿técnica, si os parece? Que no, hombre, que no os enteráis. Eh, entrenador, entrenador, ¿es qué estás ciego, coño? ¿No ves que mi hijo juega mucho mejor de escolta? ¿Pero dónde coño sacaste el título de entrenador?”
            Benito adoraba el silencio que reinaba en el vestuario del pabellón cuando ya todos se habían ido. Incluso en ese silencio, esperaba un poco más por si algún rezagado de la grada no se había marchado todavía. Solo entonces salía.
            -Joder, hijo, sí que tardas ahí dentro, ¿no ves que está noche echan futbol en la tele? Que pareces tonto.
            Benito sentía pasión por ver leer a su madre. Siempre se preguntaba cómo era capaz de mantener la concentración en la lectura con el ruido de la televisión. Benito suspiró, pero esta vez su padre no le escuchó. No le importó.
            -Quiero dejar el baloncesto.
            Hubo de repetirlo aún más alto. Su padre, confuso,  le cerró la boca al televisor y le pidió a su hijo que repitiera lo que acababa de decir.
            -He dicho que quiero dejar el baloncesto.
            -Pero esto es increíble, ¿tú le has oído?- dijo mirando al libro que tapaba el rostro de su esposa.
            -Déjalo, si solo tiene doce años.
            -¿Cómo que lo deje?, ¿cómo que lo deje?- el padre de Benito pensaba que si repetía las cosas dos veces llevaba más razón que los demás- ¿No ves que es un caprichoso? Primero el fútbol, después el baloncesto y ¿ahora qué quiere el niño?
            -Quiero jugar al tenis.
            ¡Al tenis!- gritó- Ja, no durarás un asalto.
            -Cariño- intervino la madre bajando el libro-, no le digas eso- y miró a su retoño-. Seguro que lo harás muy bien, el tenis es un gran deporte.
            “Pero Benito, parece mentira que seas hijo mío, ¿cómo demonios le metes esa bola? Bola larga, bola larga, ¿pero es que estás ciego? No, ahora sube a la red, sube, corre, sube, pero ¿es que te pesa el culo, por dios? ¿Qué quieres?, ¿que baje yo ahí y juegue por ti? Eh, arbitro, ¿pero es que todos sois igual de ciegos?, ¿no viste que la bola fue dentro? Hijo de puta, así te caigas de esa silla y te rompas la crisma”
            Benito adoraba el silencio de la pista de Tenis. Podía chasquear los dedos y oír el eco. Le encantaba chasquearlos; de hecho, permanecía ahí sentado, frente a la red, chasqueando los dedos hasta que estaba seguro de que no quedaba nadie en los alrededores de la pista.
            -Joder, hijo, sí que tardas, que tu padre es un hombre ocupado. No sé qué coño haces ahí dentro tanto rato.
            -Practico el saque.
            -Ah, haces muy bien, sí señor, haces muy bien, porque, como te he dicho siempre, el saque es tu punto débil, ¿o no te lo he dicho?, claro que te lo he dicho.
            Benito suspiró tan intensamente que su padre no tuvo otro remedio que frenar en seco.
            -¿Ahora qué pasa? ¿Me vas a decir que ya no quieres jugar más al tenis?
            -Sí.
            -No me lo puedo creer, sencillamente no me lo puedo creer. ¿Qué pasa?, ¿que cambias cada dos años?, porque ahora tienes catorce.
            -No quiero jugar más al tenis.
            -A ver ¿a qué quieres jugar ahora?
            -Quiero hacer ciclismo.
            -Dios, ¿pero tú sabes lo que vale una bicicleta de esas?
            “Muy bien, hijo, muy bien, pero pedalea más fuerte, que esos cabrones no te alcancen. Eh, gilipollas, quítate de en medio, no ves que te atropello. ¿Y ahora qué quieren esos policías? Tú no les hagas caso, hijo, que ya casi la carrera es tuya. Ese niño, que se quite, que me lo cargo; uff, que poco faltó. Más rápido, hijo, que pareces una tortuga. Joder, con la dichosa policía. ¿Cómo que no me puedo meter en la carrera?,  ¿cómo que no me puedo meter en la carrera? ¿No ve que estoy animando a mi hijo? ¡Que estoy animando a mi hijo, que va primero!”
            Benito se miraba en el espejo. Desde que los rayos del sol le habían dejado las marcas de la camisa del equipo en los brazos, se miraba complacido. Le resultaba gracioso pues le recordaba a una bandera. Ese día no sonrió frente al espejo, suspiró. No estaba seguro de si vería a su padre al salir del club de ciclismo o todavía estaría en la comisaría. Al ver a su madre, supuso que los dos tendrían que ir a sacarlo de ahí.
            -Qué cansado debes de estar de tu padre, ¿verdad? No seas duro con él; en realidad, está muy orgulloso de ti. Es solo que no se ve desde fuera.
            -Yo sí que lo veo desde fuera.
            Su madre sonrió.
            -Me imagino.
            En cuanto los tres estuvieron en casa, Benito suspiró y con su suspiro pareció que el cielo se desplomaba sobre su cabeza. A su padre no le costó entenderle.
            -A ver, ¿qué deporte quieres hacer ahora?
            “Vamos hijo, nada fuerte, nada como yo te he enseñado, vamos, que los demás no valen nada. Así es, un brazo, el otro, un brazo, el otro; mira a tu padre, un brazo, el otro, un brazo, el otro”
            La vergüenza se disimulaba mucho mejor nadando, de eso no le cabía duda; pero ahí estaba su padre, incombustible, insensible a la más mínima norma de la dignidad, no suya, sino de su hijo. Benito no soportaba nadar crol, y resulta que ese estilo se había convertido en su especialidad en los dos años que habían pasado desde que se iniciara en la natación. Cada domingo, su padre le llevaba a la competición, como llevaba haciendo toda la vida con el resto de deportes practicados. La piscina no resultó ser una excepción. Cada vez que sacaba su perfil izquierdo para tomar aire, veía a su padre avanzando con él por el borde de la piscina. Al menos lo oía entrecortado. Luego, cuando veía que daba la vuelta y sacaba el otro perfil, su padre corría hasta llegar al otro lado para que viera bien su variado repertorio de animación. Benito deseaba tener branquias, no sacar nunca la cabeza del agua, y fue entonces cuando se le ocurrió. ¿Cómo no lo había pensado antes? Había tenido la respuesta ahí, en la piscina durante todos esos meses.
            Tocaba suspirar. Su padre, aparentemente acostumbrado ya a los cambios de orientación deportiva de su hijo, quedó más sorprendido de lo esperado.
           -¿Cómo?, ¿que quieres cambiar otra vez? Pero si están a punto de convocarte para los campeonatos de España, que son en Barcelona; hijo, que iríamos a Barcelona.
            -Pero amor, déjalo que elija lo que quiera hacer- intervino su esposa en defensa de su hijo.
            -¿Ves?, todo es culpa tuya, por animarle- dijo con aspavientos-. Bueno, no, la culpa es mía por hacerte siempre caso. Mujer, que el niño tiene dieciséis años, que no puede seguir con los caprichos.
            -Te olvidas de que ya no es un niño.
            Ahora le tocaba suspirar al padre de Benito, aunque en realidad fuera más un resoplido de resignación.
            -¿Y qué quieres hacer ahora?
            El padre de Benito miraba, como lo haría una estatua, el lugar donde había visto por última vez a su hijo. ¿Qué clase de deporte era ese? No podía verle, gritarle, animarle, defenderle de los árbitros injustos y los entrenadores incompetentes. ¿Qué sentido tenía incluso llevarle en el coche hasta el lugar de la competición? Frustrado, gastaba una cajetilla entera  de cigarrillos mientras su hijo practicaba su deporte favorito y, entre calada y calada, algo le decía que su vástago no iba a cambiar de afición en mucho tiempo; se le notaba en el rostro, mucho más distendido, alegre.
            Así, precisamente se encontraba Benito en las profundidades marinas: distendido y alegre; feliz, podríamos decir. Pesca deportiva submarina, ese era el deporte que había elegido. Qué silencio, qué paz, qué grado de concentración; ninguna sensación de vergüenza. Por mucho que mirara a su alrededor, solo estaban él y su objetivo.
            -¿Qué tal ha ido?-le preguntó el padre al ver aparecer a su hijo justo en el punto donde se había sumergido.
            -Ya ves, poca cosa, un par de pulpos, pero ya sabes, lo importante es participar- y le sonrió para ir camino del coche.
            -Dime, hijo- comenzó a decir mientras regresaban a casa. Su rostro era el de la súplica-, llevas cuatro años ya con este deporte de la pesca submarina. Nunca habías aguantado tanto con la misma actividad. ¿A ti no te gustaría cambiar?
            Benito se le quedó mirando hasta mostrarle una gran sonrisa.
            -No, papá, por nada en este mundo querría cambiar de deporte.



 Por Carlos Roncero

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